Memorial de librerías
Siempre que se conmemora el Día de las Librerías, dedico unos minutos a hacer un repaso sentimental por aquéllas que han sido las mías, y siempre me acabo preguntando qué habría sido de mi vida sin ellas y si yo sería ahora quien soy si no las hubiera frecuentado tanto como las frecuenté. Me acuerdo de la de Cundo, un espacio estrecho y acogedor que se abría a espaldas del colegio donde me enseñaron a concordar sujeto y verbo, y de las compras que hacía con cargo a la cuenta que tenían abierta allí mis padres, y de cómo dejé de visitarla cuando me fui de casa, y de que cuando él murió yo estaba lejos y no tuve manera de asistir ni al velatorio ni a su entierro. Me acuerdo de la desaparecida Cervantes de Salamanca y de lo mucho que alivié entre sus estantes las horas que quedaban muertas entre clases o los aburrimientos estériles de unas cuantas tardes tontas. Me acuerdo de otra Cervantes, la de Oviedo, que es ya centenaria, y entonces vienen a la memoria Conchita y su sonrisa y ese beso que nos plantábamos cada vez que nos veíamos, por más que desde la ocasión anterior hubiese transcurrido un tiempo insuficiente para extrañarnos demasiado. Me acuerdo de cuando entré en la librería Méndez y dejé a sus dueños un ejemplar de mi primera novela con el recado de que se lo hiciesen llegar a un escritor que yo sabía cliente habitual, y de cómo al cabo de dos o tres meses ese escritor me envió a casa uno de sus libros con una dedicatoria a modo de agradecimiento por mi obsequio. Me acuerdo del largo paseo que me dio Sergio Gaspar por unas cuantas librerías de Barcelona, y de la Semuret de Zamora y de la socarronería de su dueño, y de cómo me entristeció saber que cerraba para siempre, y de cuánto me alegré cuando me dijeron que una mujer iba a coger el testigo para evitar que desapareciese aquel recodo tan hospitalario y tan amable de una ciudad de la que guardo el mejor de los recuerdos. Me acuerdo de la fastuosidad del Ateneo Grand Splendid y de la erudición desinteresada de la Hernández, en Buenos Aires, y de las horas que pasé en la Puro Verso de Montevideo refugiándome del diluvio. No necesito acordarme de Paradiso porque entro en ella a menudo, pero por fuerza vuelven a mi mente los tiempos en los que aún estaba Chema y los sábados aparecíamos por allí unos cuantos conocidos a la hora del vermú e improvisábamos tertulias deslenguadas que se acababan prolongando por los bares de los alrededores. Tampoco permito que la nostalgia nuble mi entendimiento: aunque hayan dejado de existir algunas de las que fueron mías, o aunque sea yo quien las haya abandonado, florecen cada año librerías nuevas en las esquinas de las ciudades; y, aunque no todas resistan los embates de estos tiempos, el fenómeno da a entender que, a las duras y a las maduras, los libros y la vida siguen. Y eso siempre es una buena noticia.
Galo en el Cervantes
Es una buena noticia para la lengua asturiana que el Padre Galo se haya incorporado a la Caja de las Letras del Instituto Cervantes. La figura del sacerdote Galán Antonio Fernández, que firmaba sus escritos con el seudónimo de Fernán Coronas, reviste una relevancia especial por dos razones: fue el padre de la literatura asturiana moderna —lo que demuestra que en su época (nació en 1884) el asturiano gozaba de una presencia lo suficientemente amplia como para justificar su empleo en el ámbito intelectual— y no tenía la menor veleidad independentista —se adhirió, de hecho, a los principios que orientaban al bando franquista y falleció en el hospital de Luarca, con toda la comodidad que permitían las circunstancias, en enero de 1939, cuando Asturias llevaba más de un año sometida a los designios del nacionalcatolicismo—, lo cual no deja de ser una evidencia de que el empleo de lo que entonces se llamaba bable no era cosa de indocumentados, bolcheviques y demás gentes de mal vivir. Era el Padre Galo, además, un tipo culto: viajó por Francia, Italia, Bélgica y los Países Bajos, y en las primeras décadas del siglo XX dio a imprenta una selección de poemas escritos en castellano. Ya entonces había empezado a evaluar las posibilidades expresivas del asturiano en composiciones en las que daba curso a la nostalgia que sentía por su Cadavedo natal, y su interés por la cuestión lo llevó a establecer reflexiones ortográficas y gramaticales que proponían grafías audaces para fonemas que aún no habían encontrado el modo de plasmarse. Tampoco la lexicografía le era ajena, y llegó a recoger 14.000 términos con el fin de elaborar un diccionario que nunca concluyó. Se conserva su casa en la aldea donde vino al mundo —también una fiesta, la de La Regalina, que él inventó y es hoy una de las celebraciones más arraigadas en el occidente asturiano—, y harían bien en visitarla, y en acercarse al trabajo de su antiguo morador, quienes andan esta temporada por las tribunas clamando que el asturiano es una «lengua de laboratorio», como si hubiese alguna que no lo fuera, alegando que su uso difiere en función del ámbito territorial en que se emplee, como si el español, pongamos por caso, se hablara igual en Valladolid que en Badajoz, en Lima que en Santiago de Chile. Que la institución que, al margen de la RAE, trabaja más y mejor para cuidar y promover el uso de la lengua española haya concedido un lugar de honor al idioma asturiano viene a decirnos, una vez más, que el problema no son las lenguas, sino quienes ven en ellas el perejil idóneo para condimentar sus salsas ideológicas.
El miedo
Lo leí en algún momento de la EGB y su recuerdo ha convivido conmigo desde entonces. Se titula «El miedo» y fue uno de los relatos que Ramón María del Valle-Inclán incluyó en su libro Jardín umbrío. Es un cuento muy breve y su particularidad radica en que resulta verdaderamente terrorífico sin que ocurra en él realmente nada: hay una ceremonia religiosa en una capilla sumida en la penumbra, un ruido extraño que procede de una sepultura y un desenlace que revela que lo que parecía un fenómeno paranormal no era más que una consecuencia evidente y lógica de la propia naturaleza. Con todo, el mismo escalofrío que recorre las palabras con que el narrador refiere su historia —no sin cierto sentimiento de culpa por haber comprometido su valor ante una eventualidad intrascendente— pervive en el lector, en parte por la maestría de Valle al trazar sus atmósferas precisas y envolventes y en parte porque su narración nos interpela al evocarnos esos temores que nos acompañan y nos condicionan sin que lleguemos a entender muy bien por qué, y que antes o después nos convertirán en víctimas de nuestras contradicciones, si no en reos de un arrepentimiento que quizá no estemos en condición de subsanar. «¡Yo no absuelvo a los cobardes!», espeta al protagonista su confesor. Se pregunta uno si al final lo conseguiría absolver la vida.
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