Hace algunos meses, poco antes de que concluyera el año 2023, tuve la suerte de ver una película que me pareció realmente magnífica por su extraordinaria fotografía (en buena proporción en blanco y negro), su cuidada interpretación y lo que a primera vista creí un estupendo guión, tanto por la interesante historia contada como por los diálogos entre sus protagonistas.
La directora de la película era la española (Zaragoza) Paula Ortiz, de quien pude ver poco después otra de sus obras, sobre Santa Teresa de Jesús, que de nuevo cuenta con una magnífica fotografía y gran trabajo actoral, aunque confieso que su temática me interesó algo menos que la que me ocupa.
Volviendo a ella, mi sorpresa fue descubrir que aquella película estaba basada en una novela de Ernest Hemingway que hasta ese momento desconocía, llamada Al otro lado del río y entre los árboles. El título se entiende al leer la novela o ver la película.
La verdad es que, a pesar de no haberlas leído todas (aunque sí la mayor parte) creía conocer todas las novelas de Hemingway y fue, durante mi juventud, uno de mis escritores preferidos, alentado por un profesor de literatura que supo conjugar hablarnos de su vida y de sus obras, combinación irresistible para un adolescente, no recuerdo haber oído nunca hablar de aquélla.
Aunque mis gustos literarios fueron evolucionando con el paso de los años, y no tenga ahora mismo a Hemingway entre mis escritores de cabecera, lo cierto es que al tener conocimiento de esa novela para mí desconocida, tuve la curiosidad de leerla y traté de conseguirla.
Lo cierto es que pensaba que la tarea me sería sencilla pero realmente no fue así. Me costó bastante trabajo obtenerla, aunque finalmente me hice con ella.
No había llegado a comenzar su lectura cuando leí una crítica de la película publicada por alguien a quien admiro profundamente (sobre todo porque tengo el placer de conocerle y tratarle personalmente) como es Eduardo Torres-Dulce, protagonista, como trato de serlo yo (aunque a gran distancia), de varias vidas paralelas, en todas ellas brillante.
Sus comentarios, como siempre atinados, eran francamente positivos, lo que me alegró por corroborar que mi buena impresión, con mucho menos argumentos, y desde luego menos conocimiento, no estaba infundada.
Unos días más tarde tuve la suerte de coincidir con Eduardo y pudimos charlar sobre la película y la novela en que estaba basada.
Eduardo me habló en términos igualmente positivos de la directora y reiteró sus elogios sobre su obra pero, al llegar a la novela en que estaba basada, me aconsejó la previa lectura de una obra titulada Hemingway en Otoño, escrita por Andrea Di Robilant, y que había sido publicada por una editorial llamada Hatari Books en la que Eduardo participa junto con otros grandes nombres de la cultura española y que tuvo la amabilidad de hacerme llegar a los pocos días. Estas pocas líneas sirven de reconocimiento a su generosidad.
El título original de ese libro, se lo adelanto ya, era Autumn in Venice. Venecia, de nuevo, protagonista.
Aproveché las fiestas navideñas para leerla y, a continuación, y sin anestesia ni ninguna otra preparación previa, me puse con la novela de Hemingway.
Debo decir que el libro de Di Robilant, me había prevenido ya en alguna medida sobre la calidad de esta obra en particular del novelista norteamericano, pues contaba que en su día recibió críticas realmente negativas, muy alejadas del aprecio con que fueron recibidas otras obras suyas y, sobre todo de El viejo y el mar que publicaría un poco más tarde y que, sin duda, le abrió las puertas del Premio Nobel.
Concluida la lectura de la novela, que ciertamente me decepcionó, no pude evitar pensar en las relaciones existentes entre la biografía de un autor, la obra literaria que de alguna manera la refleja y la película (y su guión) que se inspira en ella. Lo que sigue son algunas reflexiones al respecto.
La literatura y el cine son, obviamente, dos artes distintos cuya relación no siempre es fácil. Todos conocemos, y es ociosa la cita, grandes novelas perpetradas en su versión cinematográfica y, por el contrario, obras literarias ciertamente menores convertidas en grandes películas.
Una de las claves es la excesiva fidelidad, normalmente un error. Creo que el punto de partida de toda adaptación cinematográfica debe ser entender que literatura y cine son dos expresiones artísticas distintas, cada una con su propio lenguaje y en el que la película debe prescindir (obligadamente, y salvo algo tan poco cinematográfico como la voz en off) de la parte del texto puramente narrativa.
El resultado puede ser que una extraordinaria novela como El nombre de la Rosa diera lugar a una magnífica película cuando, al margen del argumento general, una y otra tengan realmente poco que ver, pues el director cinematográfico entendió bien que la historia debía contarse de otra manera y en su propio lenguaje.
El que ahora nos ocupa es un extraño caso en el que la película y su guión encuentran su propia voz, superando lo que en la novela la hace mediocre, que es su excesiva correlación con un episodio vital del autor, y convirtiéndola hasta cierto punto en la historia más universal que le sirve de cobertura al tiempo que se atreven a cambiar no su final, sino el modo en que ocurre, que es tanto como cambiar el final propiamente dicho (aunque no lo desvelaré, para no hacer spoiler, sí adelanto que creo más acertado y bastante más coherente con el personaje que hemos conocido durante la narración/obra cinematográfica el elegido por los guionistas de esta última).
Esta opción, por otra parte, permite cerrar otro círculo sobre el que no daré ahora más pistas y que el lector podrá comprobar si llega a ver la película. Me parece, también por esto, una buena decisión.
La autobiografía novelada o, como ahora se le llama, la autoficción tiene, a mi juicio, sus limitaciones, sin dejar de reconocer que, en alguna medida, todo lo que uno escribe no deja de ser, en alguna medida, autoficción. Se sitúa, de algún modo, a caballo entre varios géneros como podrían ser las memorias, la autobiografía, los diarios (reales) publicados y la novela propiamente dicha, teniendo en común con esta última, en proporción que varía según los casos, la mezcla entre realidad y ficción.
En mi opinión, el recurso a la ficción tiene sentido cuando, de algún modo, el trasfondo biográfico se oscurece, apartando el relato en alguna medida del autor (y de la realidad) para convertirse en vivencia universal, mientras que, si sólo se nos cuenta, aún con cierto enmascaramiento literario, la propia peripecia del autor, creo preferible cualquiera de los géneros que hacen confesión expresa de su veracidad. Esto, estoy seguro, podrá ser objeto de debate.
La novela de Hemingway es, en este sentido, un intento fallido, pues el “revestimiento” de ficción con el que trata de “encubrir” lo que en aquel momento peculiar de su vida le estaba ocurriendo, no funciona, o lo hace pobremente, y quedamos enfrentados a un Hemingway bastante reconocible, aunque no siempre para bien, frente a un enamoramiento tardío, notablemente egoísta, y por supuesto egocéntrico y que para mí resulta incomprensible y hasta cierto punto patético.
La película, en cambio, mejora, en mi opinión, la coherencia del relato de ficción (favorecida, también es cierto, por el hecho de que el actor protagonista se aleja en su apariencia física de la reconocible figura de Hemingway haciendo la historia menos “improbable”) que llega a un estimable punto de verosimilitud, al alejarse del trasfondo biográfico del relato de Hemingway, con la excepción de la más que improbable aparición de fascistas disfrazados de tales en la Italia de 1944 en un tiempo en la que bastante trabajo tenían con tratar de esconderse).
Recomiendo, pues, encarecidamente, la lectura de la obra de Di Robilant, sobre todo a los que, como yo, hayan sido o sigan siendo admiradores de Hemingway pues les permitirá conocer aspectos relevantes de lo que fue su “ultima década”, hasta su desenlace, y también, y ante todo, que vean la película de Paula Ortiz. Yo tuve la suerte de verla en un cine en versión original, que es la mejor forma de ver una película pero, a estas alturas, no es probable que tenga Ud. la misma oportunidad, debiendo conformarse con verla en la plataforma (Movistar Plus) que la pone a nuestra disposición en estos días.
Si ama usted Venecia, el cine, la literatura y el encuentro que puede producirse entre realidad y ficción en una gran película, mi consejo sería que no tarde en verla mientras pueda hacerlo y que, antes o después, lo acompañe de la lectura de la obra de Di Robilant. La lectura de la novela de Hemingway, con toda sinceridad, la dejo sólo para incondicionales. Sólo diré que la crítica que mereció en su día fue bastante atinada. El mejor escribano echa un borrón.
En cambio, la película, gracias al indudable talento de Paula Ortiz, nos hace que volvamos a amar Venecia, espléndidamente retratada, si es que en alguna medida necesitáramos excusa para seguir haciéndolo.
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