Presiono el botón de la coma en el teclado con la sospecha de que algo estallará por los aires. Todo está en calma, una luz rosada tiñe el cielo de Arequipa y el viento apenas sopla. Aun así percibo un ruido de fondo, una electricidad que carga el aire. Pasa en las ciudades con volcanes, también en los puertos de mar y las habitaciones sin ventanas: algo siempre parece a punto de venirse abajo.
Son las cinco de la tarde. Frente a mí se alza el Misti, el tercer volcán que rodea la ciudad y cuyo origen muchos atribuyen a una historia de amor entre el indio dormido del Pichu Pichu y su vecina Chachani. Una Santísima Trinidad de fuego y piedra. Desde la azotea también puedo ver las casas con patios comunicados por zaguanes, las torres de la catedral y el costillar de piedra y cemento que sostiene los puentes Bolognesi y Ferro. Todos estamos rendidos a los pies de sus cinco mil metros.
He venido a Arequipa para participar el Hay Festival, un encuentro literario que desde hace cinco ediciones se celebra en la ciudad natal de Mario Vargas Llosa y que este año ha conseguido reunir a decenas de escritores, críticos y periodistas. Es mi primera vez. Y no sé qué me impresiona más: si la calma de Orhan Pamuk, el tamaño del festival, el gusto de reencontrarse con Paz Soldán, Iwasaki, Héctor Abad y Santiago Gamboa o la belleza rocosa del volcán, al que no le quitaré la vista durante estos cuatro días.
En Al pie de un volcán te escribo, aquel libro de Alma Guillermoprieto que me hizo discípula, la periodista y premio Princesa de Asturias narraba la realidad latinoamericana de los años noventa. El continente parecía entonces, como hoy, un cielo con detonaciones. El sendero luminoso, el priismo, los extraditables… Yo todavía ignoraba qué aspecto tenían los volcanes y desconocía por completo esa promesa dormida de destrucción que hierve en su interior; el suyo y el nuestro. Vamos a estallar por los aires, pero se nos olvida.
Es jueves ya. En Bolivia, Evo Morales está a punto de dejar el poder y Chile sigue con las brasas de la protesta encendidas. Hace tanto que no vivo aquí que hasta he olvidado que las tragedias se fosilizan en este lado del mundo. En América Latina las miserias y desdichas se calcifican hasta convertirse en accidente natural. Por eso nuestro dolor es geológico, durmiente, hasta que estalla, desde muy abajo, con un chorretón de magma y fuego. Lo mismo ocurre con las novelas. Acaso por eso en América Latina llevamos más de medio siglo abocetando en ellas lo que se despedaza en la realidad.
Hace una semana la Real Academia Española celebró los cincuenta años de Conversación en La Catedral, una de las novelas de Vargas Llosa que mejor y con más fuerza insufla en quien la lee ese aliento volcánico, esa respiración de las ruinas vibrantes, de las cosas hermosas y terribles. Si tuviera que salvar una novela del fuego, Vargas Llosa elegiría ésa. Así lo dijo en una ocasión. Sentada en una azotea arequipeña, me río pensando en tanta ceniza. No sea que de tanto sacar punta a la metáfora termine por despertar al volcán a cuyo pie os escribo esta nota.
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