Hay dos personas que en lo profesional y en lo personal me han hecho como soy: mi Maestro y mi Magister Raimundo, los dos ya muertos. El segundo me contagió su amor por Grecia y Roma y me instruyó en cuanto de latín puedo saber. Mi Maestro me enseñó, primero en la aldea de Peñarrubia y, posteriormente en Elche de la Sierra, a amar los libros, a bucear en la historia para comprender el presente, a sentirme orgulloso o avergonzado de nuestros ancestros, a respetar y valorar nuestro patrimonio, a mirar la naturaleza y sus manifestaciones con ojos maravillados e intentar protegerla. Él me animó a presentarme con nueve años a un concurso de redacciones, en el que resulté premiado. Desde entonces la escritura se ha convertido en algo inherente a mí. Por ello, mi agradecimiento y mi deuda no saben de límites. Lo tuve como mi segundo padre.
Allí acudía a visitarlo, al declinar la tarde. Lo encontraba, siempre, en la misma mesa esquinera, entre jamones y cajas de vino. Si ante él tenía un “mortero” de morapio, había tenido un buen día. En cambio, si bebía una manzanilla o un café con leche, había pasado mala jornada, bien por algún problemilla físico, bien porque la tristeza anidaba en su alma.
El ritual de mi visita era el mismo: al inicio, me limitaba a saludarlo y me sentaba frente a él. Apenas charlábamos. Toda su atención estaba puesta en la mesa de al lado, donde se aposentaban dos amigas, también viudas, poco más jóvenes que él. Los tres constituían un club para combatir el desamparo. Mi Maestro, a sus 77, seguía siendo un pícaro tenorio. Les lanzaba salpimentados requiebros a sus contertulias, a los que éstas respondían con picardía. Si no estaba de ánimo y no les cantaba ninguna coplilla, ellas lo azuzaban hasta que se animaba. Sus piropos y galanterías eran canela fina.
Las viudas se marchaban a eso de las siete para atender a su familia. Mi Maestro, al que nadie esperaba en casa, las miraba partir con una pizca de nostalgia. Pegaba un golpe suave en la mesa, lanzaba su característico “echa vino, caporal” y le servían un palmero con el que disipar la tristeza. Volvía entonces toda su atención a mi persona.
Empezaba contándome cosas de su vida cotidiana, de las andanzas de sus hijos y, sobre todo, de sus nietos. Si éstos aparecían a visitarlo, se le iluminaban las pupilas: la Soledad, su sola compañera, había sido derrotada por esa noche. Les pedía un plato de jamón y unas empanadillas rellenas de ensaladilla y volvía a celebrar la vida con ellos. Su “caporal” llamando al camarero para reavituallarse eran frecuentes y coreado por sus descendientes.
Gustaba de narrar episodios de su mocedad y de sus vivencias como maestro rural. Argumentaba que sus hijos ya estaban cansados de sus historias, que a sus nietos les resultaban muy ajenas, dado que la escarpada vida de posguerra que él hubo de encarar estaba a años luz de lo que vivían éstos. Me martilleaba con que yo había de recopilar un compendio de sus narraciones. “Quiero vivir a través de ti cuando ya me haya muerto. No pueden consumirse conmigo tantas caras amigas, tantas penurias y sencillas alegrías. Son un trozo, pequeño, pero no despreciable, de nuestra historia. Me acongojo cuando voy al cementerio a hablar con mi mujer: tengo más amigos allí que entre los vivos. No se merecen morir dos veces. Usted —nos daba este tratamiento en clase— era bueno con la pluma, Mínguez: haga honor a su Maestro”.
Intentaba defenderme de su asedio argumentando mi congénita pereza, mi torpeza con las letras, mi natural caótico, mi visceral indisciplina. Le decía que era, más bien, tarea de sus hijos o de sus nietos. Era su memoria más íntima y no quería inmiscuir mi pico de harpía en sus recuerdos familiares.
No desistía. Me conocía demasiado bien. Sabía que me gusta atesorar las lecciones de mis mayores, que insistía a mi padre para que me contase sus experiencias, muy semejantes a las de mi Maestro: eran coetáneos. Ambos murieron a la par.
Agarraba su vaso de vino, siempre de tubo, pero de los cortos, y daba un pequeño sorbo, paladeando aquellos tintos de su juventud, que sólo podía recobrar ya, según él, con el que atesoraba la Machacanta en los centenarios toneles de su ventorrillo, a orillas del Reguerón, un afluente del Segura. Empezaba a desgranar sus memorias.
Me hablaba de cómo, con poco más de diez años, debía pedalear en su Lola hasta el instituto, en la ciudad. Centro en el que presto ahora servicio: una institución centenaria. Ser consciente de que de allí salió mi Maestro para ejercer su magisterio es algo que imprime carácter.
Me contaba cómo debía regresar a su pueblo a tiempo para coger el hatillo en el que iba la tartera que llevaba la comida para su tío, boticario en una población no muy cercana. De cómo comía con él y había de volver al instituto, haciendo más de treinta kilómetros al día en aquellos caminos, muchas veces impracticables, sobre todo en épocas de lluvias.
En el pueblo donde tenía la botica su tío conoció a su mujer. Tenían catorce años y juntos anduvieron cincuenta más, hasta que el cáncer sajó su coexistir. Este pueblo y en el que me dio clase son sus escenarios preferidos.
Del primero le agradaba contarme de sus gentes sencillas, huertanos de raíz, que debían deslomarse para sacar un exiguo sustento. Que, al finalizar su jornada, se juntaban en algún ventorrillo para despedir el día. Que compartían un porrón de vino y un puñado de garbanzos torrados. Que festejaban si alguno se ponía rumboso y aportaba un par de huevos cocidos, una raspa de bacalao o un puñado de naranjas.
Uno de sus compañeros de francachelas, un sujeto delgado y duro como la rogalicia, acudía también a lomos de su bicicleta. El ventorro de la Javiela estaba al borde de una de las acequias, que, a modo de venas, distribuía el agua del Segura por aquellas huertas sedientas ya desde época árabe. El parroquiano dejaba su bici aparcada con el manillar mirando hacia su casa. Solía acabar las veladas bastante beneficiado por el trasiego de tinto. La bicicleta se sabía de memoria el camino de regreso. Nunca le había fallado ni lo había tirado a la “cieca”.
Cierto día se le olvidó darle la vuelta a la “becicleta” y aparcarla con el manillar encarado hacia su barraca. Esa noche fue extraordinaria: un contertulio había cerrado un trato muy beneficioso y, a modo de alboroque, convidó a varias rondas a sus amigos. Hasta mi Maestro, que sólo podía pagarse un par de chatos y un puñado de cascaruja, pudo beber hasta hartarse.
Al acabar el convite, toda la cuadrilla se encontraba en estado de comunión con Baco, en especial el paisano de la bicicleta, que había trasegado por sí solo un porrón y medio. Salieron a la calle alborozados, compitiendo con mochuelos y cucos en sus cantos y espantando a las brujas con sus chanzas.
El susodicho decidió regresar a sus lares y se dirigió a su vehículo. Olvidándose de que no lo había aparcado como de costumbre, quiso montarse mirando a casa. No encontraba el manillar, sino que, en su lugar, sólo el sillín. Los pedales tampoco rulaban como siempre. Parecían correr al revés. Se mesó la escasa cabellera. Buscó y rebuscó el manillar. Mentó a todos los muertos de la “becicleta” sin olvidar parentela alguna. Escudriñó el armatoste en torno a la morera bajo la que había aparcado: el jodío no aparecía, aunque lo estuviera esperando a sus espaldas, mirando en dirección contraria a su casa.
Sus compinches hacían titánicos esfuerzos para no rebuznar entre carcajadas y advertirlo de su confusión. Tras subirse en el sillín al revés e intentar hallar el volante donde estaba la rueda trasera, el hortelano, harto de la chufla de sus amigotes, que decían que eso era cosa de brujas y que alguna le había robado el artilugio, agarró el biciclo y lo arrojó a la acequia, gritando. “¡Al pijo, becicleta! Me voy andando. Ahí te quedas. Que te den por donde amargan los pepinos, esjraciá”. Y se marchó trastabillando, escoltado por las risotadas de su auditorio.
Cada vez que le escuchaba a mi Maestro esta anécdota, que supongo aderezada por su imaginación tras más de sesenta años, me era imposible contener la risa. Mi mentor me sabía hacer respirar el perfume a dama de noche y a jazmín, escuchar el rumor de las aguas corriendo por la acequia cercana, saborear el recio vino gorgoteando desde el porrón.
Cuando me quería aleccionar sobre que no merecía la pena darse golpes contra la misma piedra, una y otra vez, sin darte cuenta de que no es lógico insistir en una cosa sin solución y que lo mejor es desistir y buscar otra senda, me decía: “Si ves que algo no puede ser, entonces, al pijo, becicleta, y te vas andando”.
Sigo yendo al bar donde nos encontrábamos. Me siento en una mesa frente a la suya, queriendo entreverlo a la sombra de los jamones y el botellero. Después de pagar la cuenta, Manolo, el camarero, me pone un chato de vino y un pedazo de pan con sobrasada: “vamos a echar la arrancaera, como le gustaba a tu Maestro”. Yo, imitándolo a él, doy una palmada en la barra y le respondo “echa vino, caporal”.
Va por usted, Maestro.
Al leer los admirables textos de don Arístides, cabe pensar que algunos de sus alumnos lo deben de apreciar tanto como apreció él a su Maestro.
Escepcional, don Arístides! Me ha alegrado usted el desayuno.
Saludos.
una hermosura