«¿Por ventura es la sociedad otra cosa que una gran compañía, en que cada uno pone sus fuerzas y sus luces, y las consagra al bien de los demás?» La frase recibe desde hace unos cuantos años a quienes pasean por la gijonesa plaza del Seis de Agosto. Su autor fue el ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos, que en ese mismo lugar, a unos pocos metros del muro en el que se inscribe su retórico interrogante, observa la posteridad con ojos de bronce. Quizá sea, de todos los rincones de la ciudad, el que con más ahínco recuerda al que para muchos fue su vecino más preclaro. Además de la escultura y de la cita, está el propio nombre del enclave, que recuerda la fecha en que el prócer pudo volver al fin a la casa que le vio nacer. Hay un tópico muy recurrente que asevera que Gijón le debe el mar a Dios y el resto a Jovellanos. Cualquiera que pase un par de días por allí comprobará que el sentimiento de deuda, lejos de diluirse, sigue bien presente por sus calles.
El final de Jovellanos fue tan triste como arduo. No en vano, esto es España y él era un prohombre. En los primeros días de noviembre de 1811, con los invasores franceses a las puertas de Gijón, decidió huir por mar hacia Galicia, con la intención de poner desde allí rumbo a Inglaterra. Tras unas jornadas de penosa travesía, la tempestad le impidió cumplir su propósito y buscó abrigo en la pequeña localidad de Puerto de Vega, en la costa occidental asturiana. Envejecido y enfermo, se alojó en la mansión del hidalgo Antonio Trelles Orozco. Allí exhaló su último suspiro entre delirios —«Mi sobrino… Junta Central… Pobre de mí, nación sin cabeza», fueron sus últimas y deslavazadas palabras— y en la misma iglesia del pueblo recibió su sepultura provisional. No está puesto el adjetivo de manera fortuita, porque las circunstancias póstumas del ilustrado fueron casi tan ajetreadas como las que tuvo que atravesar a lo largo de su vida. El 29 de septiembre de 1815, cuatro años después de su deceso, su cadáver fue trasladado a Gijón para ser solemnemente enterrado en un cementerio municipal que se había dispuesto, por iniciativa del propio Jovellanos, en el campo de La Atalaya. Algo más tarde, en 1842, su descendiente Gaspar de Cienfuegos Jovellanos ordenó hacer de nuevo mudanza y llevó sus restos a la iglesia parroquial de San Pedro, al pie del barrio de Cimadevilla y de la bahía de San Lorenzo. Aquél iba a ser su destino definitivo, pero las convulsiones que conoció España entre los siglos XIX y XX, y fundamentalmente el estallido de la Guerra Civil, trastocarían los planes para siempre.
Para contar esta historia hemos de alejarnos un momento de la figura de Jovellanos y reparar en un personaje que no llegó a conocerle por razones cronológicas, pero que siempre le profesó una admiración incondicional. Debemos regresar a la plaza del Seis de Agosto y fijarnos en la calle que desde ella parte en dirección al viejo muelle de pescadores. En el entronque entre el espacio abierto en honor al ilustrado y esa arteria, que se llama ahora Corrida y se llamaba Ancha de la Cruz en tiempos de Jovellanos, se situó durante el primer tercio del siglo pasado el kiosco de prensa de Emilio Robles Muñiz, más conocido por su seudónimo literario de Pachín de Melás. Fue un tipo tan honesto como peculiar. Militante socialista, comenzó escribiendo artículos en defensa de la clase obrera que vieron la luz en diarios como El Comercio, La Organización o La Defensa del Obrero y estampas de carácter folclórico que retrataban, con gran aparato idealizador y entusiastas florituras, la Asturias tradicional. También pergeñó, en lengua asturiana, diversas piezas teatrales y una obra en prosa, Gijonismo, dedicada a la ciudad donde nació y residió toda su vida, a excepción de un periodo en el que tuvo que trasladarse a Sama de Langreo por motivos políticos. Por último, puso en pie iniciativas como la Biblioteca Popular de Escritores Asturianos o la colección La Novela Asturiana, y su voz fue una de las que tras la proclamación de la II República exigieron un Estatuto de Autonomía para Asturias.
Pachín de Melás sentía verdadera devoción por su paisano Jovellanos. Veía en él a un intelectual de primer orden, pero también un mártir de la causa ilustrada y un perfecto ejemplo de cómo en España las ideas de progreso suelen perecer a manos de pulsiones inquisitoriales y carpetovetónicas. No sólo fue entusiasta integrante del Grupo Excursionista de Gijón a Puerto de Vega, cuya denominación evita dar más explicaciones sobre su naturaleza, sino que promovió homenajes y reivindicó constantemente su figura. El ardor jovellanista del escritor no puede ponerse en duda: cuando en 1914 inauguró su kiosco de prensa en la confluencia de la calle Corrida con la plaza del Seis de Agosto, decidió dar al establecimiento el nombre del intelectual dieciochesco, lo que venía a ser un modo de poner aquel nuevo negocio bajo su advocación laica.
El de Pachín no fue un mero despacho de periódicos. Se convirtió en un punto de encuentro donde se daban cita intelectuales, curiosos y eruditos, y catalizó durante más de dos décadas la vida cultural de la pequeña ciudad asomada a las olas y los vendavales del Cantábrico. Su gran hazaña, no obstante, llegaría con el verano de 1936. En ese tiempo Emilio Robles Muñiz era un hombre viejo y cansado, apesadumbrado por el horror y el desencanto que le carcomían al observar cómo poco a poco el fantasma de la guerra iba asolando el país. Cuentan que, en la madrugada del 1 de septiembre, lo sacó de la cama su mujer —que se encargaba de recoger a primera hora los diarios que su marido vendería luego en el kiosco— para darle una preocupante noticia: la iglesia de San Pedro había empezado a arder y los asaltantes tenían pensado volarla con dinamita. Pachín de Melás, aterrado ante la desaparición inminente del lugar donde tenía Jovellanos su última morada, saltó de la cama y caminó apresurado hasta el Ayuntamiento. Se entrevistó allí con el alcalde, el anarquista Avelino González Mallada, quien, consciente de la gravedad de la situación, organizó de inmediato un retén con el que evitar el desastre. Escoltado por dos guardias municipales, Pachín reunió a algunos integrantes de su Grupo Excursionista y todos ellos penetraron en el templo, ya deteriorado por las llamas. Con la ayuda de un albañil, desmontaron la hornacina que cubría el túmulo del ilustrado y extrajeron la urna que contenía sus restos, que fue depositada finalmente —después de que los aguerridos rescatadores abandonaran la iglesia a toda prisa e informasen convenientemente del buen resultado de su intervención— en un pequeño monumento levantado en la Escuela de Comercio por Germán Horacio Robles, quien alcanzaría fama por sus carteles en favor de la causa republicana y que era hijo del propio Pachín.
Algunos años más tarde, el 15 de septiembre de 1940, los restos mortales de Gaspar Melchor de Jovellanos encontrarían su acomodo definitivo, tras una ceremonia celebrada con gran pompa y circunstancia, en la capilla de los Remedios, anexa a la casa que le vio nacer, en donde continúan hoy en día. Ya hemos visto cómo transcurrieron los últimos días en la vida del prócer. No tuvo mucha mejor suerte el responsable de que se mantuvieran a salvo sus cenizas. El kiosco de Pachín de Melás ardió en los últimos meses de 1936, debido a la desdichada acción de un grupo de incontrolados, y el percance le obligó a repartir los periódicos en plena calle, lo que supuso un rápido deterioro para su salud ya maltrecha. La caída del frente norte en octubre de 1937 y su conocido compromiso político terminaron por desbaratar el tramo final de su biografía. Los franquistas, que luego se aprovecharían de su gesta, fueron a buscarlo a casa en febrero de 1938 y terminaron encerrándole en la cárcel de El Coto. Falleció en su celda el 6 de marzo. El informe médico dictaminó que había muerto a causa de una tuberculosis pulmonar, en torno a las tres de la madrugada. Hay quienes apuntan la posibilidad de que fuera vejado y torturado, pero no existe ya modo alguno de confirmarlo. Sus familiares se enteraron cuando acudieron por allí en busca de noticias. Nadie supo decirles qué ocurría con el Emilio Robles Muñiz por el que preguntaban, pero alguien les comunicó que en la capilla, envuelto en una manta carcelaria, se encontraba el cadáver de un tal Pachín de Melás.
Se siguen leyendo, y discutiendo, los escritos de Jovellanos. No ocurre así con los de su póstumo salvador. Ya no se representan las obras teatrales que dejó escritas y nadie acude hoy a sus versos ni a su libro Gijonismo, considerados más una rareza costumbrista que un verdadero hito literario. Tampoco hay en toda la plaza del Seis de Agosto una sola señal que recuerde que en ella se levantó durante décadas su célebre kiosco, ni se conoce mucho esta historia que cuenta cómo un hombre enfermo y desolado dedicó en el último momento sus fuerzas y sus luces a servir a una causa en la que pocos creían. Al oeste de Gijón, allá donde vivieron y viven los obreros a los que defendía en las tertulias y en sus artículos de prensa, hay una calle que lleva su nombre.
[El último trayecto de Jovellanos, aquél que le llevó desde Gijón a Puerto de Vega, fue espléndidamente novelado por Juan Pedro Aparicio en Nuestros hijos volarán con el siglo (Salto de Página, 2013). Existen abundantes biografías del ilustrado, desde la canónica que escribió su amigo José Agustín Ceán Bermúdez, de la que existen varias ediciones, hasta otras más amenas y muy bien documentadas, como Jovellanos o la virtud del ciudadano, de Juan Carlos Gea (Trea, 2011). La peripecia de Pachín de Melás, cuyo libro Gijonismo fue recuperado por Trea en 2008, la relató con gran detalle Pachi Poncela en Gijón. Crónica Negra (Gran Enciclopedia Asturiana, 2000). La Universidad de Oviedo y KRK Ediciones han venido editando en estos últimos años las obras completas de Gaspar Melchor de Jovellanos en varios tomos.]
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