Recientemente fui invitada a participar en una de las jornadas del Premio Formentor. Debía hablar de un libro, yo elegí Un viaje al final del milenio, del escritor israelí y sefardí Abraham B. Yehoshua. Las jornadas tenían lugar en Marrakech, donde se entregaba el Premio Formentor al escritor László Krasznahorkai.
Al escritor Abraham B. Yehoshua le conocí en Madrid, uno de los escritores israelíes más traducidos en España y quien se vinculaba con nuestro país por su origen sefardí. Descubrí después, mientras preparaba la charla, que estuvo en Marrakech, que también su familia de España se había ido a Marruecos y luego a Jerusalén, donde vivieron durante siglos bajo los distintos imperios, hasta la creación de Israel.
A los sefardíes nos preguntan si sabemos dónde vivieron nuestros antepasados antes de la expulsión, como si fuera fácil saber de dónde eran nuestros familiares de hace quinientos años. No recuerdo preguntárselo a Yehoshua ni preguntar por el tópico de las llaves, metáfora hermosa pero falsa (en muchos casos). Tetuán, a donde llegaron mis antepasados, se pobló con exiliados de Granada, pero mi familia sentía una afinidad especial por Extremadura. Yo en una ocasión elegí Cáceres como principio. Sucedió tiempo atrás, pero antes vuelvo a Marrakech.
En las jornadas del Premio Formentor de repente recordé que el nombre de László no me era ajeno. No había leído su obra, pero sí el relato de mi amiga Mercedes Monmany (a quien entre otros dedicó el premiado su discurso), sobre una visita a Cáceres con el premiado y su editor de entonces, Jaume Vallcorba. Recordé su libro y recordé el artículo: «Europa de Extremadura a Berlín».
Entonces me imaginé los paseos que no di con Yehoshua. Nosotros nos sentamos en una terraza del Retiro en Madrid y en otra ocasión nos encontramos en el Barrio Judío de Barcelona. Pensé en cómo las geografías a veces se llenan de nuestra memoria, y si no paseé con él por Cáceres por conexiones de hebras de memoria recordé que sí lo hice de joven. De repente un instante en Marraquech fue extremeño. “Las incomparables vistas nocturnas” de las que habla Mercedes forman parte de la historia de mi juventud.
Hace tiempo, tendría yo 15 años, se organizó un viaje de jóvenes judíos europeos. Los organizadores de estos viajes tienen la convicción de que crear lazos de amistad (en ocasiones amorosos), puede hacer pervivir, como así lo hace, el sentimiento de unidad del grupo, del vínculo. Participamos jóvenes judíos de varios países, unos de origen sefardí, es decir de España, otros no. Mis dos amigas y yo nos sentimos cómodas con el grupo de italianos, no tanto con alemanes o franceses. Y sucedió: Rubén y yo nos gustamos desde el principio (así se empeña en recordar mi memoria). Por eso Cáceres tiene también algo de Italia.
Paseé por la ciudad con Rubén, un joven italiano de Roma. Nos dimos la mano justo cerca del Arco de la Estrella, que fue una de las cinco puertas de la muralla medieval. Nos dijimos que quienes se daban la mano bajo el arco estaban condenados a recordarse siempre. No sé él, pero yo lo recuerdo, aunque no le volví a ver. Habíamos quedado en vernos ese verano en Tel Aviv, no pudo ser por una operación de apendicitis de mi hermano. Nunca una apendicitis me pareció más inoportuna. No volví a ver a Rubén, aunque seguimos escribiéndonos un tiempo y aún, sí, increíble, aún guardo sus cartas. Éramos la generación de las cartas.
Caminamos de la mano por el callejón de don Álvaro. Continuamos la ruta que nos hablaba del siglo XIII, donde también convivieron, como en nuestras calles de Tetuán, judíos y musulmanes. La antigua sinagoga estaba situada en lo que es hoy la ermita de San Antonio. Rubén y yo, en silencio, recorrimos esa memoria, algo nuestra aunque más mía, porque Rubén tenía parte sefardí pero también romana y los romanos dicen que son judíos que llegaron directamente de Jerusalén.
El monitor nos explicaba la historia de la ciudad, después patrimonio de la humanidad, que era también parte de nuestra memoria. Se documentan comunidades judías desde el siglo XIII. Nos contó emocionado que el Padrón de Castilla, conocido como el Padrón de Hueteque, que se realizó en 1290, estableció que en la judería cacereña había “125 judíos casados —que tienen casa— que pagan impuestos”. Éramos demasiado jóvenes para apreciar los datos que nos daban. Sin embargo, se iban fijando las calles, arcos, muros al paseo de la mano, las bromas y sonrisas entre jóvenes que quizá pertenecimos a las mismas familias antes de que la expulsión de España nos dispersara, pero nos encontrábamos de nuevo por esa alianza del tiempo y del azar, jóvenes de comunidades que mantuvieron cierta conciencia de pertenencia.
Si mi familia había salido de Cáceres o no, no importaba: Rubén y yo, de la mano, decidimos creer que a unos antepasados nuestros les separaron de niños, que ahora llegábamos a nuestras calles para volver a ver el barrio de San Antonio de la Quebrada, cerca de la plaza Mayor de la ciudad. Así, el barrio judío antiguo, el nuevo, las escaleras recortadas, los balcones y pequeños jardines se convirtieron en geografía personal con la misma intensidad que los cerezos en flor de Brooklyn donde vive ahora mi hijo o del barrio en el norte de Londres, en la casa de mi hija, desde donde escribo hoy.
Después de Cáceres fuimos a pasar el día en Hervás. Había algo cálido y fraternal en quienes nos recibieron. Incluso el sabor de una tónica me resultó especial, refrescante, como el aire limpio sin culpa de la ciudad. Nos acompañaba un viento envolvente que nos hablaba de la ciudad resilente, orgullosa de su historia, de las metáforas atrapadas entre sus casas, gracias a su voluntad de recordar. Nos dijeron que la sinagoga estaba en la calle Rabilero número 19, donde se encontraba la judería que tuvo importancia en la época. Quedaron registrados en la villa los nombres de familias con apellidos como Abenfariz, Calderón, Cohen, Escapa, Hamiz, Mahejar, Orabuena y Salvadiel, entre otros. Mi apellido materno es Cohen, como el de algunos del grupo, y había un chico de apellidado Calderón.
Al terminar el viaje y despedirnos (lágrimas y promesas), a los pies del autobús donde cantámos Avanti popolo o Una mattina mi son’ svegliato / O bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao, entre varias canciones que nos enseñaban sin saber realmente qué significaban, decidimos que nuestro origen era extremeño, que si había que elegir un lugar era ese, el que habían recorrido nuestros antepasados.
Así que no he paseado Cáceres ni Hervas con Abraham B. Yehoshua, ni con Pierre Assouline, que viajó conmigo al pueblo de Burgos que cambió su nombre por Castrillo Mota de Judíos, ni con mi hijo, ni con mi hija, pero ese paseo con Rubén se vuelve presente en cada uno de los paseos que doy por el pasado. Los lugares, las calles, a veces son muchos tiempos, memorias diversas, fibras que son energía conectada. Quedan grabadas, como en las cuevas de Maltravieso de Cáceres, imágenes de quienes pudimos ser en las piedras de nuestra historia. “Cara Esther, dopo aver ricevuto la tua lettera, al ritorno da Cáceres, sono stato molto felice…” (Rubén DLRC).
Super interesante.