Foto de portada: Júlia Ventura
Alba Muñoz (Barcelona, 1985) ha sido reportera en varias zonas del mundo, como los Balcanes, Oriente Medio y el Sudeste Asiático, y tiene una amplia trayectoria periodística en numerosos medios de comunicación. Ha publicado en Alfaguara Polilla, una historia real en la que se entremezclan un deseo sexual desaforado, una investigación sobre la trata de mujeres en Bosnia y una conflictiva relación entre padre e hija.
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—Este libro tiene su origen en 2008, cuando estás acabando tus estudios de periodismo y tienes que tomar una decisión sobre tu futuro. Dices: «La universidad era un sinsentido, una estafa: perdimos cuatro años de lecturas y viajes». ¿Hay algún periodista en España que hable bien de la carrera de periodismo?
—Pues la verdad es que no he oído muchos halagos a esta carrera. Como sabes, es una profesión en la que hay muchísimo intrusismo, porque evidentemente puedes ser periodista sin tener la carrera de periodismo, y yo estudié en unos años en los que la carrera tenía muchísimo éxito y las aulas estaban masificadas. Había una idealización de la profesión en un momento en el que ya empezaba a caer en picado su prestigio y los medios, poco a poco, dejaban de invertir en periodismo de investigación. Ya se ensalzaba mucho este periodismo político y esta guerra editorial entre grupos mediáticos. Era una situación curiosa porque muchos jóvenes querían ejercer una profesión que estaba dejando de existir y, además, era el tiempo del plan Bolonia, de una modificación profunda, de una mercantilización clara de los estudios y del inicio de los másteres. Esta es una profesión en la que se supone que lo básico es saber observar la realidad, saber sacar información y conectar con lo que sucede ahí fuera, y el “ahí fuera” no estaba en ningún lado. No se hablaba de salir a la calle, nadie nos proponía nada. Todo el mundo nos pedía hacer PowerPoints y esquemas. Había una pérdida de la esencia, que yo por otro lado nunca viví. Es una de estas nostalgias no vividas, totalmente románticas e idealizadoras de una joven periodista. Sentí que era un sinsentido y además una tomadura de pelo, porque ya inmediatamente se nos decía: “Oye, con la licenciatura no es suficiente, tendréis que estudiar varios másteres”. Y yo decía: “¿Esto qué es?”.
—Más adelante dices: «Ha tenido que pasar mucho tiempo, y confirmarse el abandono casi completo de mi profesión, para darme cuenta de su naturaleza mágica: el periodismo es un teatro de sombras, una miniatura de la conciencia humana. […] Es la forma más elegante de ser protagonista».
—Sí, en el libro he querido hacer también un pequeño ensayo sobre el periodismo, porque es la profesión de conectar con el afuera y de hablar con los otros, pero una cosa que me he encontrado y por la que creo que inconscientemente me atraía mucho también esta profesión es porque es una manera de conocerse a una misma. Es decir, el periodismo te ofrece ese contacto catártico constante con la realidad del otro, que de forma automática, y aunque no lo quieras, te hace pensar sobre tu propia suerte y sobre tu propia identidad. Y luego es un teatro de sombras, porque para ser buen periodista tienes que difuminar tu presencia. Tú no eres lo importante, eres un mero transmisor. Pero por debajo hay un juego de egos clarísimo y sutilmente perverso, porque el periodista tiene una imagen de sí mismo de “yo no soy aquí el importante”, pero cuando publicas un reportaje que te ha salido muy bien sobre una desgracia que ha ocurrido a miles de kilómetros, las medallas y las palmaditas te las llevas tú. Me parecía interesante esa dimensión emocional íntima, un poco vergonzosa y un poco impropia del periodista que está ahí constantemente.
—Terminas entonces los estudios y decides irte a Bosnia en un viaje organizado para universitarios de varias carreras. Y escribes: «Mi teoría es que detrás de mi obsesión juvenil por los países del Este se ocultaba el deseo de encontrar un orgullo sobre mis orígenes. […] Europa del Este me recuerda a mi barrio». ¿Por qué te recuerda a tu barrio?
—Por varios motivos. Yo soy de Montcada i Reixac, que está en la periferia de Barcelona. Es una ciudad dormitorio eminentemente obrera, un lugar que está justo después de la frontera del lugar importante, que es la gran ciudad, pero todo el tiempo en relación con ella. Y los Balcanes son esa frontera entre Oriente y Occidente, esa especie de bambalinas de Europa con las que nos identificamos más o menos. Por eso afectó tanto la guerra de Bosnia en Europa: porque está en el continente europeo y porque veíamos en televisión a personas con las que físicamente nos identificábamos. Hay una cercanía y al mismo tiempo una lejanía. En Bosnia, que es un país eminentemente rural, puedes encontrar lugares que te parecen aldeas gallegas. En vez de una pequeña ermita o una iglesia tienen una mezquita, pero todo el resto es igual. Para mí la conexión era, por un lado, esa localización en el lugar no importante, pero siempre en relación con el mismo, eso que hay justo después de la muralla. Y luego esa identidad difusa de medio-medio, de sí pero no, que en mi barrio también se da, porque en todo el área metropolitana de Barcelona fueron a vivir muchas familias de Andalucía en los años 60 y ahora hay también muchas personas migrantes. Hay una hibridación que me recordaba a veces a ese enfrentamiento étnico que hay en Bosnia. Evidentemente, en mi barrio no hay esa partición del territorio, pero sí que hay una normalidad en esa hibridación, no nos parece extraña. Y después tienes ese sentimiento de estar en un lugar que sabes que no es importante, que no tiene demasiado valor, que nadie está mirando, que a los medios no les importa, y ahí hay una relación de amor odio, porque como joven no tienes ningún tipo de oferta cultural, y además la ciudad está muy cerca y te vas constantemente allá. Pero con el paso de los años sí que he ido encontrando en Montcada, en esta ciudad dormitorio donde no hay nada, una libertad extraña que ahora he dejado de sentir en Barcelona con toda la invasión turística.
—¿Una libertad extraña en qué sentido?
—En el sentido de que cuando estás en estas ciudades, y esto también es un punto en común con los Balcanes, hay pequeñas aberraciones urbanísticas, polígonos vacíos, calles que terminan no se sabe muy bien cómo ni por qué, combinaciones de estilos arquitectónicos no demasiado estéticos. Cuando paseas por allí sabes perfectamente que a nadie le importa lo que hagas ahí, que si le das una patada a una papelera no va a pasar nada, que nadie te observa. En estos lugares que tú no valoras tanto lo importante eres tú, y eso te da mucha libertad porque es como un lienzo en blanco. En una ciudad masificada y con cámaras en todos lados encuentras una presión y una falta de libertad de movimiento que ahora echo de menos de aquellos no-lugares tan aburridos en los que podía estar haciendo lo que me placiera.
—Te vas a Bosnia y, el último día del viaje, conoces a Darko, un chico bosnio con el que inicias una relación. En las primeras páginas del libro apareces encerrada en su habitación, cuya llave guarda él, y os pasáis tres días practicando sexo. ¿Por qué decidiste abrir el libro con esta escena?
—Es una escena que me parece muy metafórica y, cuando volví a Bosnia en 2017, que fue la última vez que visité el país, entendí que era la que me daba la clave para el libro, porque yo estoy encerrada en una habitación y objetivamente mi libertad está coartada. Además, no hay ninguna explicación demasiado convincente para ese encierro. Es una cosa que no he vivido nunca y, sin embargo, en ese encierro, en esa pequeña prisión de sábanas blancas y de colchón, yo me sentí más libre que nunca. Y esa paradoja, ese contraste, me parecía que resumía muy bien una de las principales tesis del libro.
—Dices: «Le digo a mi madre que ya sé que Darko es un mierda. Racionalmente lo sé, pero estoy intoxicada. Fuera de la cama nada me une a él, lo detesto. Sin embargo, todas las células de mi cuerpo me gritan que no hay otro y me empujan a sus brazos». Y más adelante escribes: «Me gusta en lo que me convierte, o en lo que yo creo que me convierte cuando estoy con él. Me gusta el mecanismo del sexo, la sencillez atávica». ¿Es el sexo más poderoso que el amor?
—(Risas) Dicen que las chicas confundimos mucho la atracción sexual con el amor y que, cuando nos sentimos atraídas por alguien, enseguida empezamos a proyectar. Darko, efectivamente, era un chico con el que yo, más allá de esta química sexual, no compartía nada. Tendría que haber sido un rollete de verano, pero mi edad, mis aspiraciones laborales, mis ganas de aventura, mis deseos de llamar la atención de mi padre, mis deseos de vengarme de él también, todo eso era un montón de ingredientes en un caldero que hacía que ese sexo satisfactorio me llevara a fantasear. Es como si las chicas tuviéramos más presencia del cerebro en el acto sexual de lo que quizás los hombres pueden tener, y enseguida nos montamos el Belén. Yo ya me imaginaba viviendo con Darko, teniendo hijos con él, siendo corresponsal en los Balcanes, y me pregunté por qué sucede esto, por qué las chicas, a diferencia de los chicos, parece ser, empezamos a fantasear con todo esto simplemente a partir de un sexo satisfactorio. Yo creo que el hecho de romantizar enseguida, y romantizar en el fondo es idealizar lo que está pasando, es una manera que tenemos las chicas jóvenes de tener aventuras, de tener libertad mental, de vivir historias con las que podemos tener emociones fuertes o ponernos a prueba o sentir los extremos de la vida, aunque sea una completa fantasía. Decía Audre Lorde que “no se puede desmontar la casa del amo con las herramientas del amo”. Pues yo lo pongo en duda, en el sentido de que las casas propias o de amos distintos tardan mucho en edificarse y en abrir sus puertas. Hacemos muchas cosas con las herramientas del amo, con aquellas que tenemos a nuestro alcance: armamos una mesita que cojea pero que nos hace imaginar un gran banquete, o un taburete que cruje y promete venirse abajo en cualquier momento, pero que mientras nos sostiene, nos permite verlo todo desde un poco más arriba y notar una brisa nueva. Para algunas, esperar esa casa neutra o ideal supone la muerte del espíritu o una represión castradora. Vivimos en una sociedad patriarcal, y muchas veces el romanticismo, la idealización de una relación tóxica o del sexo, nos da herramientas para soñar, para llevarnos a nosotras mismas a unos abismos, a unos límites que queremos palpar, pero que no tenemos cómo hacerlo en la realidad. En comparación conmigo, mi hermano no fue tan coartado por mi padre a la hora de salir o de entrar a la hora. No había ninguna pregunta para él, ni ninguna advertencia sobre los riesgos. Entonces él, como muchos chicos, pudo ir con su pandilla, pudo hacer pequeñas travesuras aquí y allá, pudo ponerse con el coche a toda velocidad por las carreteras. Pudo de algún modo aprender a través de la experiencia vivida, de realmente sentir la adrenalina. Pero a muchas chicas nuestras familias, sin darse cuenta y sin mala voluntad, nos imponen una fragilidad que no a todas nos encaja. Y muchas veces nos encontramos que esos amores turbulentos son el único mecanismo que tenemos para vivir esas emociones fuertes que necesitamos. El amor romántico, esa idealización a partir de un buen sexo, es nuestra velocidad, todo lo que tenemos para ser libres.
—Hay un momento en que dices: «A ti lo que te pasa es que te gustan los malotes. Es lo que siempre me han dicho. A la gente le gusta decírmelo porque creen que han descubierto mi punto débil, mi gran contradicción». ¿A ti por qué te gustan los malotes?
—Este capítulo es un poco experimental. Es una especie de ensayo, de carta a mi padre, escrito de forma muy visceral. Utilicé también algunas notas escritas con esa edad, con veintiún años. Yo me preguntaba siempre eso: si de forma racional yo sé que soy mucho mejor que estos tipos en muchas cuestiones y que no me llegan a la suela del zapato en muchas cosas, ¿por qué me siguen atrayendo? ¿Es solo una cuestión sexual? ¿Es una cuestión de atractivo físico? ¿Qué es? Y al final creo que también tiene que ver con una identidad híbrida que muchas mujeres tenemos, en el sentido de que yo, por ejemplo, siempre he sentido que tengo una parte masculina dentro de mí. Al principio pensaba si esto no sería un poco de misoginia interiorizada por tantos motivos, y creo que no, que lo que pasa es que tengo una parte masculina dentro de mí. Yo reivindico que la masculinidad no es exclusiva de los hombres, que las mujeres también tenemos una parte masculina. Imagínate la escena final de un western en la que un cowboy besa a la dama. Yo muchas veces sentía que podía ser tanto el cowboy como la dama. Me sentía identificada con las dos partes, sin dejar yo de identificarme nunca como una mujer, porque mi identidad de género la tengo clarísima. Entonces empecé a entender que quizá más allá de la atracción sexual por los hombres masculinos, o viriles, había algo en ellos que es esta libertad radical, porque los malotes, tal como yo los entiendo y como los he conocido en mi vida, en mi barrio, al final son chicos muy antisistema. Son chicos que no son activistas de nada, pero en realidad viven al margen del sistema. No tienen aspiraciones, y eso me parecía extrañísimo porque yo era la buena estudiante, la que tiene una vocación muy clara, la que tiene un refuerzo familiar académico constante. Eran lo opuesto a mí y los veía andar por el mundo con esa pillería y esa burla hacia la organización social y la necesidad de reconocimiento. Es una libertad radical que me atraía. Y creo que en el fondo, cuando me sentía atraída por estos chicos, cuando los besaba y cuando hacía el amor con ellos, estaba queriendo abrazar y besar a alguien que es más yo que yo misma, que tiene algo que yo siento que tengo dentro y que quiero experimentar, pero que por varios motivos no puedo exteriorizar o aplicar en mi vida.
—A raíz de tu viaje a Bosnia inicias una investigación sobre la trata de mujeres en ese país, y aquí señalas que la causa de ese tráfico son los soldados y los funcionarios internacionales que supuestamente están en el país para asegurar la paz. Dices: «Las violaciones de mujeres empezaron durante la guerra, pero el negocio como tal se construyó para los extranjeros, para las tropas de paz. Los bosnios, aunque quisieran, no podían pagar chicas».
—Esta cuestión es una de las cosas que más me voló la cabeza cuando la descubrí. En realidad son dos cosas que se relacionan. Por un lado, en la guerra interétnica fratricida entre las distintas facciones, como sucedió también en Congo, que fue una guerra que vino justo después, hubo violencia sexual contra las mujeres en clave bélica, es decir, las violaciones de mujeres entre distintas etnias y sus embarazos eran utilizados no como un botín de guerra, como ha sucedido siempre, sino como arma de guerra. Se buscaba embarazar a las mujeres como una colonización de sus cuerpos muy clara. Y eso coincidió con el auge de los nacionalismos que dio lugar a la guerra. Se venía de una sociedad comunista yugoslava donde la mujer, por cuestiones ideológicas, tenía una presencia en el discurso público. Pero en la etapa del auge de los nacionalismos, la mujer se convierte en un símbolo de la patria, en un elemento más bien estático, en algo que los hombres tienen que defender, como la bandera o la tierra. A ese caldo de cultivo se añade una presencia internacional abrumadora de tropas y observadores de muchos países. Eso generó muchos sueldos muy elevados en un territorio muy pequeño con una economía completamente destruida, además de que siempre hay un aumento de la demanda de prostitución cuando hay tanta presencia militar. Se desarrolló un negocio por esta presencia internacional y no solo eso, sino que Kathryn Bolkovac, una periodista que se enfrentó a la policía internacional para la que trabajaba, descubrió varios casos de militares internacionales de fuerzas de paz que contribuyeron a ese negocio y que formaban parte de tramas de tráfico de mujeres en Bosnia. Yo también descubrí otros casos. Era muy paradójico, porque el discurso occidental era: “Hemos parado la guerra, os traemos la democracia y la paz”. Pero para las mujeres esa paz occidental capitalista, con el Banco Central Europeo, el FMI y todas las grandes empresas desembarcando allí y con todo ese aparato protegiendo ese desembarco, no significó una muy buena noticia.
—El capítulo más extenso del libro y el más turbador es el de la historia de Nikolina, que es una chica que está refugiada en una casa para mujeres que han escapado de las redes de explotación sexual, pero que al mismo tiempo no acaba de reconocer del todo su condición de víctima. Te cuenta que Ante, el que era su novio, la vendió a un proxeneta, pero al final te dice: «Aunque Ante siempre será el primero […]. Nunca perdonaré lo que me hizo, pero si cierro los ojos sueño con él».
—Esta contradicción me sorprendió muchísimo. Primero sentí un enfado muy grande, pero luego me dio mucho que pensar, ahora que hablamos tanto de las ambigüedades del deseo, de cómo podemos desear cosas que van en nuestra contra y que son incluso insultantes y autodestructivas. El deseo es una cosa mágica, un poco incontrolable, y habla mucho de cómo somos los humanos. En el caso de Nikolina ella vivió una historia terrible y pensé: “Esta chica sigue queriendo a alguien que no solo la trató mal, sino que la vendió y la lanzó a una hoguera de desgracia, de explotación sexual y de violencia. ¿Cómo su mente, o su cuerpo, puede separar estas cosas?” Ella estaba enfadada con él, pero en su fantasía seguía deseándolo. Esto me generó un efecto espejo con lo que yo estaba viviendo con Darko, sin comparar su historia y la mía, porque evidentemente no tenía nada que ver el nivel de violencia, pero pensé: “Yo estoy deseando a un chico que objetivamente no me trata muy bien”. Pero luego hubo otra frase que ella me dijo que me impactó mucho más y que creo que es muy explicativa. Me habla de su nuevo novio, que es un chico que no tiene ni idea de su pasado, y me dice: “Me gusta mucho este chico porque después de follar hablamos”. Eso me dio a entender que para Nikolina, que era una chica listísima y fuertísima que lo que quería era estudiar, quizá lo más doloroso es cómo todo este viaje de violencia y maltrato redujo para ella el amor a una cosa muy pequeñita, a un mínimo respeto interpersonal. De pronto, el hecho de que un hombre, después de hacer el amor, hablara en la cama con ella era algo que le parecía maravilloso. Que ella valorase como un atributo impresionante en un hombre algo ridículamente pequeño, y cómo su idea del amor se había reducido al mínimo, me hizo pensar mucho también.
—¿Fue algo que a ti te faltó con Darko: hablar después de follar?
—No hablábamos nada. Yo hablaba conmigo misma y además tenía una idealización rebelde porque pensaba: “Darko es un chico incorrecto, nadie quiere nuestro amor porque no lo entienden, nunca lo aprobarán y esto es lo que me gusta. Por eso yo quiero defender esta relación y que no se venga abajo. Quiero demostrar que tenemos una forma distinta de amarnos y que no soy esa chica perfecta que todo el mundo se cree que soy, que puedo vivir de un modo más duro e inestable”. En el fondo, la otra cara de esa idealización tan tóxica era una forma desesperada de querer tomar las riendas de mi propia vida y de poder decidir. Necesitaba demostrarme cosas a mí misma y vivir todo lo que quizá no había vivido durante mi juventud o mi adolescencia: esa autonomía, esa soledad, ese hacer cosas un poco peligrosas y zafarse y a ver qué pasa, ese aprendizaje. Lo necesitaba muchísimo. Con Darko no hablaba y además llegó un punto en que pensé: “Mejor que no hable, porque se carga el personaje”. Él me importaba muy poco. Era simplemente el personaje de una película de la cual yo era la directora y la protagonista, y él cuanto menos hablara mejor porque así yo podía montar ese personaje de hombre manitas, de pocas palabras, rudo. Me encajaba y no quería que destruyera esa fantasía en la que yo me sentía rebelde y libre.
—Cuentas que siempre que te sentías desalentada en tu investigación y necesitabas recuperar fuerzas, contemplabas una foto de Margaret Moth. ¿Por qué la admirabas y por qué te motivaba tanto?
—La encontré por casualidad buscando vídeos sobre Bosnia. Me di cuenta de que era la primera camarógrafa de Nueva Zelanda y una de las primeras mujeres cámara de los medios internacionales. Cubrió muchos conflictos además de la guerra de Bosnia. Era una mujer muy guapa y que desprendía una seguridad que a mí me parecía muy lejana porque, como chica joven, yo tenía esa sensación de estar siempre a la contra, enfadada, y en ella veía una serenidad de persona que está por encima de todo eso. Su fotografía me transmitía que vivió su vida de una forma muy propia, poniéndose en riesgo, jugando con los límites, sin dejar que los juicios de los demás ni las experiencias traumáticas la afectaran. Tuvo la suerte de sobrevivir a un ataque que le reventó la cara y la tía seguía tomándoselo a coña y haciendo bromas con ello. Para mí era un ejemplo de fortaleza serena y absolutamente de vuelta de todo, de ese desinterés en la opinión de los demás que me parecía de lo más deseable.
—Dices: «Entonces recordé mi episodio favorito de ella. Cuando tenía la edad que yo tenía entonces, Margaret quiso deshacerse de su apellido paterno. Nunca supe el motivo, porque prefería no saberlo». Aquí asoma la tercera pata de esta historia, que es la relación conflictiva que mantienes con tu padre. ¿Por qué incluiste en el libro este tercer elemento?
—Fue una inclusión tardía con la que no contaba. De primeras, lo que intenté fue armar un libro que combinara la investigación periodística y mi relación amorosa con Darko. Luego empecé a ver lo descomunal de mi objetivo. Primero, porque tenía mucho material periodístico, y segundo, porque tenía que saber exactamente qué era lo que quería contar de mi relación con Darko y elegir muy bien las escenas. Eso me llevó a pensar cómo estaba viviendo yo esos días en Bosnia, qué sentía, por dónde me movía, qué pensaba, qué anotaba en mi cuaderno, y me di cuenta de que mi padre estaba ahí todo el tiempo. No estaba físicamente, pero estaba en mis pensamientos, y estaba en realidad mucho más presente durante esos viajes que cuando yo estaba en Barcelona y nos veíamos de higos a peras. Yo siempre había luchado desde niña para captar su atención y por eso también empecé a escribir de forma prematura. Él también era periodista y descubrí muy pequeña que, escribiendo cuentos, mi padre dejaba lo que estuviera haciendo y podía atenderme, pero llevaba varios años con una relación muy pobre con él. No nos comunicábamos y sentía que a él no le interesaba nada de lo que yo hiciera. Y de pronto, mientras estaba allí, mi padre me escribía emails cada día y me enviaba links. Estaba preocupado por mí y tenía su atención. Eso me enfadó muchísimo, porque además empezó a usar el apodo de Polilla, que es el que da título al libro y que me sigue haciendo sentir muchas cosas porque es un apodo con el que yo me sentía muy querida y muy entendida por mi padre. Es como si al pronunciarlo él entendiera mi alma, mi esencia. Había algo en la sonoridad de la palabra misma, que, como explico en el libro, a mí al principio me hacía pensar en Campanilla, pero luego resulta que era el insecto. Me fui dando cuenta de que mi padre estaba muy presente en esos viajes y que de hecho estaba presente en las motivaciones que hacían bullir mi amor por Darko. Había una sed de venganza contra él por ese miedo que él tenía hacia los hombres por lo que pudieran hacerle a su hija. Que de pronto su hija se convirtiera en eso que él no habría querido nunca, en solo un cuerpo, era un acto que se podría entender como de sumisión o de devaluación, pero que para mí era un acto de libertad absoluta y de poder ante él.
—Escribes: «Es difícil parecerse mucho a alguien a quien odias. Es difícil odiar todos los maltratos y decisiones absurdas de tu padre y, al mismo tiempo, sentir una comprensión de carne». Sin embargo, la dedicatoria de este libro es: «A mi padre». ¿Por qué le dedicas el libro alguien a quien dices que odias?
—Porque siempre lo quise y siempre lo querré, porque me pasé la vida intentando conocerlo más, llamar su atención y que me quisiera bien. No lo logré. Yo sabía que me quería, pero no me quiso bien y eso me dejó una herida, aunque ahora de mayor entiendo que simplemente no sabía querer porque no lo habían querido y había tenido una infancia traumática. Pero es duro cuando no te quieren bien. Mi padre tenía muchas explosiones de ira en casa, muchas actitudes injustas, dictatoriales, autoritarias, y yo lo odiaba a muerte desde pequeña y me enfrentaba a él. A mi madre y mi hermano les daba más miedo mi padre, pero a mí no. Yo tengo el mismo carácter que él y eso generaba una dinámica extraña, que era que él se enfadaba mucho conmigo porque yo le plantaba cara, pero al mismo tiempo se enorgullecía como diciendo: “Mírala, qué tía, como yo”. Se generaba una dinámica de odio y al mismo tiempo de identificación y amor porque al final yo seguía siendo una niña o una jovencita que quería su atención y su amor, que él no me podía dar. Eso me generó un sufrimiento muy lacerante. Mi hermano sí que pudo ver a mi padre como un hombre herido, como una víctima, y verlo con lástima mucho antes que yo. Pero yo no podía y creo que no podré nunca dejar de estar enfadada con él porque es mi naturaleza. Y esa naturaleza la heredé de él. Todo eso genera una espiral de odio, que es como: “Ostras, tengo mucho de esta persona. Y esto es lo que me hace odiarla, pero también quererla de este modo”. Y lo que he entendido es que no hace falta estar en paz con alguien para quererlo.
—Hay una escena que me ha hecho mucha gracia de tu padre, cuando dices: «Además de trabajar en una importante escuela de idiomas, daba clases particulares a algunos famosos y hombres de negocios, sobre todo japoneses. A veces los invitaba a casa a comer paella y yo tenía que ponerme un vestido de flamenca y estar contenta». ¿Tu padre les hacía un Bienvenido, Mister Marshall a los japoneses?
—Totalmente. Además, yo no sabía bailar sevillanas. Me ponía el vestido y él hacía la paella marinera, al estilo catalán, y ponía flamenco. Les hacía una especie de escenificación de la españolidad más turística. Evidentemente, a ellos les encantaba porque les parecía todo aquello muy auténtico, aunque de auténtico tuviera poco. Sí es cierto que mi padre todos los domingos hacía paella, que era uno de los pocos platos que cocinaba. Para mí aquello era una especie de juego extraño y me entretenía con los obsequios que traían estas personas, que me parecían curiosísimos.
—Has mencionado antes que desde niña siempre luchaste por llamar la atención de tu padre y que eso te llevó a escribir. Dices en el libro: «Hubo una vez en que me escuchó con toda su atención, y que recordaré siempre: el día que leyó mi diario. […] ¿De verdad piensas eso de mí?, preguntó con la boca estirada, con una sonrisa llena de pena. Se refería a un párrafo en el que le llamaba GI-LI-PO-LLAS por no haberme dejado ir a la feria con mis amigos». ¿Escribir este libro es también una forma de volver a aquel diario para decirle a tu padre todo lo que siempre quisiste decirle, aunque él ya no pueda leerlo porque falleció?
—Sí, pero con una diferencia. Este libro, como bien dices, son unas cosas que yo quería decirle a mi padre. Pero a diferencia de mi diario, que yo no quería que lo leyera ni imaginaba que pudiera leerlo, este libro me gustaría que lo hubiera leído. Me gustaría que lo que he escrito de algún modo le llegara porque es un mensaje de crítica, es un ajuste de cuentas, pero también es un mensaje de amor. En el libro no abundo en ello, pero él fue una persona difícil y nos hizo sufrir a mi madre, a mi hermano y a mí, y en su lecho de muerte sabía muchas cosas, pero simplemente, como les ocurre a tantos hombres, no podía hablar de esas cosas porque, al hacerlo, el andamiaje que había construido para mantener su vida más o menos en pie, para ser una persona funcional, se venía abajo. En el fondo, ese hombre tan fuerte, tan poderoso y tan carismático, era en realidad muy frágil. Y este libro es una manera de ajustar cuentas y de decirle: “Esto es lo que me hiciste y esto es lo que yo hice aquellos años contra ti”, y al mismo tiempo decirle que lo sigo queriendo y que acepto que siempre me pareceré a él mucho. Y que eso no me genera después de todo tanto conficto.
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