El cocinero Alberto Chicote (Madrid, 1969) es un anfitrión tan atento que ayuda a recordar que los de su especie escasean. “¿Quieres un café, majo?”, pregunta desde la cocina abierta del Omeraki, su nuevo restaurante, cuya entrada y recepción es una biblioteca gastronómica. Omeraki como tal no significa nada. La “O” es honorífica, el símbolo de la perfección y la excelencia para los japoneses. Y, por último, “meraki” representa el sabor y el alma puesta en lo que se hace. Chicote lo cumple; todo suma. “¿Sacarina o azúcar?”, vuelve a preguntar. Su pareja, Inma, se mueve por la sala del local de un lado a otro. Hace un alto en el camino para saludar antes de retomar sus labores en la oficina del restaurante.
***
—¿Cuál es el olor de lo soso?
—No sabría definirlo, pero sí que es verdad que las cosas cuando están sosas huelen diferente que cuando tienen su punto de sazón. Posiblemente sea una cuestión de tener un archivo de aromas metido en la cabeza durante mucho tiempo que te hace reconocer que eso no te huele igual que cuando estaba como tenía que estar y, de algún modo, defines que le falta algo, en este caso sal. ¿La sal huele? No. Pero sí es verdad que las cosas que están en su punto de sazón te despiertan una sensación de que está bien y que, cuando le falta, enseguida te das cuenta. Si lo que te falta es el tomillo o el romero o el tomate e0s mucho más fácil de reconocer. Si tú sabes que un guiso tiene que llevar romero y no hay romero, lo hueles y sabes que te falta. En una carne a la plancha es muy difícil identificar esto, pero en guisos, cuando están soltando vapores y aromas, yo sí que reconozco cuándo le falta sal.
—¿Hay pocos cocineros que no prueben la comida?
—Hay demasiados cocineros a los que no les gusta comer o que no les gusta probar lo que están haciendo. Probar las cosas continuamente es un coñazo, en contra de lo que la mayoría de la gente pueda pensar. Pero siempre me acuerdo del consejo que me dio un jefe mío (Salvador Gallego) hace años: “Alberto, sacrifica antes tu estómago que tu orgullo. Cuando tú saques una cosa, tienes que saber cómo está, porque si a ti alguien te devuelve un plato porque está soso, porque se ha fermentado o porque tiene un punto de acidez que no debiera de tener, es tu orgullo el que se daña. Mientras que, si tienes que probar la misma salsa doce veces durante el servicio, es tu estómago el que sufre”. Es poco común encontrarte cocineros que prueben las cosas continuamente y hay gente que, desde el público, tampoco lo entiende. Evidentemente, no todo el mundo tiene el mismo rango de acierto. Ten en cuenta que, cuando tú cocinas para otros, tú no juzgas por tu propio gusto. Cada cocinero, que tiene que ser profesional y tiene que tener oficio, tiene que saber exactamente qué es lo que tiene que sacar en la cocina en la que esté, y esto es fundamental. Cuando yo he trabajado para otros, el rango de gusto, de intensidad y de potencia no era el mío, era el de mi jefe, que me decía “yo esto lo quiero así”.
—¿De cuántos factores depende esto?
—Tienes que aprender a reconocer los sabores, las intensidades, las densidades… Hay un montón de factores que tienes que tener en cuenta para hacer las cosas como tú crees que son. En contra de lo que se llevaba hace treinta años, los conceptos ahora ya no son tan académicos como antes. Cuando yo empecé a estudiar, te ponían un libro de Auguste Escoffier encima de la mesa, o te ponían uno de Henri-Paul Pellaprat… y esa era la cocina que había que hacer y ya está. Y una salsa holandesa era una salsa holandesa. Esto ha cambiado; ahora una holandesa puede ser más ligera, más acidulada, puede ser con una mantequilla de oveja en vez de con una mantequilla de vaca, con unos huevos o con otros… Hay tantísimas cosas que pueden variar que el término “holandesa” se ha quedado un poco para una emulsión de yemas de huevo con mantequilla tibia y acidulada algunas veces. Antes no. Antes mandaba El práctico (Rueda, 1970) o Le Répertoire de la Cuisine (Sourcebooks, 1977). En prácticamente todas las cocinas en las que he trabajado muchos años, El práctico o L’Art Culinaire Moderne (Argós, 1956) de Pellaprat (la edición francesa o la española) siempre estaban allí. Eran volúmenes muy profesionales. Eso antes valía. Ahora mismo vale para reconocer la base y para evolucionar a partir de ahí. Hace 40 años, hacer una salsa Périgourdine y meterle manzanas era no tener ni puta idea de lo que estabas haciendo. Pero eso ha cambiado un huevo.
—¿La primera cocina en la que trabajaste fue la de un colegio?
—Sí. En el Virgen del Bosque, en Villaviciosa de Odón. Cuando estaba en la escuela de hostelería tuve que buscar prácticas. Ahora se hace de otra manera: cursas tus estudios y luego tienes un periodo de prácticas. Iba a clase por la tarde y todas las mañanas hacía prácticas. Me levantaba muy temprano, iba a la cocina del colegio, dábamos de comer allí a mil chavales y luego me iba a la escuela y terminaba el día. Los fines de semana te buscabas algo para trabajar o hacías prácticas en un sitio con algo más de nivel para aprender cosas diferentes o bien para sacarte unas perras. Yo convalidé lo uno y lo otro. En el colegio, cuando llegué, no tenía ni puta idea de nada. Aquel trabajo me pareció maravilloso y picábamos las cebollas, batíamos los huevos, picábamos los tomates, los ajos… Era una cocina muy tradicional en funcionamiento para un volumen tan grande. Ahora mismo eso ya no existe. Si tú le pides al proveedor que te mande las cebollas picadas, te las manda. Y la empresa que lo lleva sabe que le sale más a cuenta pagar la cebolla picada que pagar a un tío para que las pique. El huevo ya se compra pasteurizado…
—¿Qué recuerdas del primer día?
—Llegué a la cocina y me preguntó el jefe de cocina: “¿Tú sabes darle la vuelta a la tortilla de patatas?” Yo le respondí que no tenía ni idea, y entonces me dijo: “No te preocupes, que hoy vas a aprender”. ¡Imagínate! ¡Tortillas en sartén para mil niños! Igual le di la vuelta a 300 tortillas.
—¿Utilizabas un plato para ayudarte a darle la vuelta a las tortillas?
—Sin plato ni nada. Tenía el tío diseñado un sistema de traslación de sartenes. A mi derecha había una señora con dos sartenes y dos fuegos, se echaba el batido, se le daba un meneo, se pasaba a una plancha bastante grande, vuelta a una, vuelta a otra, la iba pasando… y al final había otra señora que la sacaba y las sartenes volvían al principio. Ahora me pego la vuelta a las tortillas con los ojos cerrados.
—¿El ser cocinero está más cerca de lo artístico?
—Esto de la cocina y el arte ha dado para mucho. Pero, primero, tendríamos que definir qué es el arte. Podemos definir que alguna de las disciplinas artísticas como la música, la pintura o la danza lo son porque despiertan emociones en quien las observa o las consume, pero también es cierto que no todo lo que se pinta se podría conceptualizar como arte, no todo lo que se danza es artístico y no todo lo que se escribe es arte. En la cocina soy de los que piensan que cada uno opine lo que quiera. Yo creo que lo que hago no es arte; es un oficio al que le tengo un cariño especial. Puedes despertar emociones en la gente más allá de lo que se puede despertar en otras cosas, pero también hay gente que se emociona un huevo cuando se sienta dentro de un coche y no denominamos a la automoción un arte. ¿Eso es arte? Es subjetivo. Tengo muchos compañeros y comensales que defienden que la cocina es un arte, pero yo prefiero quitarme esa presión de encima diciendo que cocino y ya está. ¿Que viene alguien y me dice que lo que yo hago es artístico? Pues bien. ¿Que alguien me dice que no? Pues también bien. He llegado al grado en el que me he dado cuenta de que si no me preocupo por eso soy más libre, y lo que más busco cuando cocino es la libertad.
—¿Te acuerdas cuando hace unos años se definió la cocina tecnoemocional?
—Somos cocineros, nos adaptamos a los cambios. Siempre nos hemos adaptado a los cambios muy rápidamente. Hemos cambiado muchísimo en muy poco tiempo. Cuando hablamos de cocina de vanguardia y cocina tradicional, resulta que siendo conceptos necesariamente temporales, lo que denominamos como tradición ni se parece a aquello que fue cuando también lo denominábamos tradición o incluso vanguardia, porque cualquier tradición ha tenido un punto de nacimiento. Hay platos que consideramos muy tradicionales que tienen una vida cortísima y que evolucionarán hacia una cosa u otra e incluso a su desaparición. Hay platos que te puedes encontrar en los tratados clásicos de cocina que no ves en ningún sitio, y cuando digo ningún sitio me refiero en ninguna mesa de restaurante o de casa. Están escritos, pero han volado.
—¿Por qué?
—Porque los gustos cambian, las necesidades cambian y todo lo que nos rodea cambia. Los platos, para alcanzar el estatus tradicional siempre han seguido dos caminos diferentes: el popular y el de alta clase. Ha habido muchos platos que se han creado en las grandes cocinas, cuando solamente estaban en las casas de los príncipes, de los duques y de la nobleza. Había un tipo que, por el motivo que sea, elaboraba un plato, muchas veces en honor a alguna cosa o acontecimiento, y luego, por la calidad en la mayoría de las veces, ha ido bajando hasta que ha alcanzado a todo el mundo. Después ha habido el caso contrario: platos surgidos de la necesidad han adquirido tal calidad que han ascendido a las altas cocinas y ya los consideramos como platos genéricos que entendemos como tradicionales de todo el mundo, pero luego cambian y desaparecen.
—Emilia Pardo Bazán, en el prólogo de La cocina española moderna (Renacimiento, 1913), decía que la mayoría de los platos extranjeros podían hacerse a nuestro modo: “No diré que metidos en la faena de adaptarlos no hayamos estropeado alguno, en cambio a otros —y citaré por ejemplo las croquetas— los hemos mejorado en tercio y quinto”. La croqueta nació en Francia en siglo XVIII y fue introducida en España a principios del siglo XIX. Después de todo, a Pardo Bazán le parecía “el culmen de los fogones patrios”.
—Como muchas otras cosas que te decía. Cuando hablamos de la tortilla de patatas, por ejemplo, pensamos en ella como un plato que nos ha acompañado durante 500 años. En este caso, el origen está documentado: las guerras carlistas. Sin embargo, nos olvidamos de que las patatas no son un producto muy nuestro hasta hace muy poquito. Vinieron de América y, curiosamente, en ninguno de los países americanos en los que llevaban consumiendo la patata muchísimo más tiempo que nosotros, y que tenían huevos a su alcance igual que nosotros, han desarrollado la tortilla de patata. Sin embargo, aquí sí. Otras cosas que ellos hacían con la patata nosotros no las hacíamos hasta hace bien poquito, porque ahora la permeabilidad cultural ha crecido muchísimo y le hemos dado un nombre: cocina fusión, que me meo de la risa, porque es una cosa que parece que hemos hecho desde hace cuatro días. Tendemos a pensar mucho en todo lo que venía de América; durante años, teníamos muchísimo contacto con ellos porque nos venía directamente aquí, mientras que nada de lo que venía de Asia nos llegaba, porque no había ni esa línea de transporte ni de comunicación. En el momento en que la comunicación se expande, sobre todo a través de internet, ha cambiado la vida en la cocina de los pueblos.
—¿Más que los libros?
—Mucho más que los libros. Un libro es una cosa de un consumo, no diré puntual pero sí individual, mientras que internet es de consumo general y masivo. El libro más famoso de cocina internacional y más clásico no tiene los millones de lecturas que ahora traduciríamos en visualizaciones de un tipo haciendo una receta en Instagram.
—¿Se ha democratizado tanto la cocina que internet ha abierto la mentalidad y el paladar?
—Sí. Y sobre todo se ha extendido muchísimo más. A los que somos amantes de los libros como yo, nos gusta leer y ver cómo escribe cada uno de los autores. Pero no cada autor escribe bien. Ni siquiera grandísimos cocineros escriben bien lo que hacen, para empezar porque no tienen por qué. Exigirle a un cocinero que sea buen escritor es algo que puede ser o que no. No todo el mundo tiene la facilidad o el don de saberse explicar y de coger una receta y saberla contar bien, pero sí que es cierto que YouTube nos ha facilitado mucho el ver cómo hace un tío una cosa. El medio es cojonudo. ¿Qué es lo que pasa? Que hay tanta gente haciendo pollos con tomate, por ejemplo, que es muy difícil saber a qué referenciarte. Con los libros, claro, quien llegaba a publicar uno nunca era un mindundi. Ahora se publican muchos más libros y con más facilidad. No quiero decir que la gente que escribe libros ahora sea una mierda, en absoluto, pero sí que es verdad que para hacer el Pellaprat tenía que haber una persona muy armada. Estos tíos eran unos putos bestias, tenían la posibilidad de publicar un libro, pero cualquier cocinero que a principios del siglo XX quisiera publicar un libro no tenía esa posibilidad.
—¿Se veía forzado a explicarlo muy bien?
—Para su gente, nada más. Pero no tenía las posibilidades de publicar un libro, porque tú eras un cocinero de medio pelo o no de los más grandes y te ibas a una editorial y no tenías refrendo. Por eso el número de libros que se publicaban entonces era mucho menor que el de ahora. Ahora las posibilidades editoriales han subido muchísimo. Todos sabemos que los libros de cocina son de los más vendidos de cada una de las editoriales a no ser que estén muy centrados en un tipo de producto concreto. Las grandes editoriales publican libros de cocina sin parar porque se siguen vendiendo mogollón. La gente quiere saber cómo hacer las cosas.
—¿Cuánta gente ha llegado a tu tortilla de patatas a través de Reina roja, de Juan Gómez-Jurado?
—Pues unos cuantos. Juan siempre mete historias de amigos y conocidos. Un día me dijo: “Oye, Alberto, ¿tú cómo haces la tortilla?”, se lo expliqué y lo metió en Reina roja. Lo que me llama la atención es que la gente la reconozca, porque él no dice “la tortilla de Chicote”, sino que —escribe— Jon Gutiérrez hace una tortilla así, así y así. Leer a Juan, por lo menos para los que le conocemos, es muy divertido, porque siempre mete un montón de cosas de ésas que tú no te das cuenta pero que están ahí. Es un tío extremadamente generoso a la hora de escribir.
—Siguiendo con los libros, tu primer ejemplar de El hobbit te llegó con 12 años. ¿Quién te lo regaló?
—Mi prima Aure. Yo he leído mucho desde que era un chavalín. He tenido la fortuna de que en mi casa se leía un montón. Cuando ves a tus padres hacer cosas, tú las haces también. También tenía unos primos que vivían cerca de mi casa, donde yo creo que incluso se leía más, y entre los libros que tenía yo y los que tenían mis primos nos los cambiábamos todos y leíamos mogollón. Y encima mi tío, el padre de estos primos que te digo, se preocupaba de traerles cosas muy diferentes que yo no había visto en la vida. No sabía lo que era ciencia ficción, ni literatura fantástica, ni nada. Creo que lo primero que cayó en mis manos fue El hobbit y me abrió un mundo muy diferente. Siempre he sido muy fan de [John Ronald Reuel] Tolkien, me gusta muchísimo y me lo leo y me lo vuelvo a releer.
—Tienes no pocas ediciones…
—Sí. Lo de El hobbit es ya una cosa como particular. Intento buscar diferentes ediciones para tenerlas, por ese pequeño afán de coleccionismo. Yo tengo muchos libros no por el afán de coleccionarlos, sino porque me gusta leerlos y no me gusta quitármelos de encima y tengo la fortuna de poderlos almacenar. Aquí, en Omeraki, me traje la biblioteca gastronómica. Lo he traído todo. Calculo que habrá 1.100 o 1.200 volúmenes además de todo lo que hay en casa de otro tipo de cosas: novelas, arte, fotografía y cómics. Por desgracia el cómic todavía lleva esa etiqueta de producto juvenil que yo creo que no debería de tener.
—Tolkien incluía una vasta colección de alimentos y platos en sus obras. ¿La cocina empezó a gustarte a partir de estos libros en los que se detallaba qué comían los personajes?
—En absoluto. A mí la cocina me empezó a gustar el primer día que entré en una cocina. De hecho, hasta que no entré en una cocina, yo no tenía la certeza de que aquello pudiera ser lo mío. Me metí ahí no sé muy bien por qué; en una orientación en el colegio me dijeron que se podía estudiar cocina y alta cocina y me apunté con más miedo que vergüenza, pensando sobre todo que tenía diecisiete años y que estaba más que a tiempo de darle la vuelta al destino haciendo otra cosa. Entré por primera vez a la cocina, me puse la chaquetilla y me compré mis primeros cuchillos, que era lo que te exigían en la escuela, sin saber si aquello me iba a gustar. Yo había cocinado en casa dos veces con mi madre y tampoco me había despertado una cosa loca. Sí, era divertido, porque cocinar un día en tu casa con tu madre, hacer unas rosquillas o unos bizcochos, pues es divertido siempre, pero cocinar a nivel profesional no tiene nada que ver. Es una movida diferente. Y el día que entré en una cocina por primera vez se me despertó una visión de que aquello podía tener mucha proyección.
—¿Y cómo aprendieron las madres o las abuelas?
—A calzón quitao. Los caminos de comunicación eran muy diferentes. ¿Sabes cuál era un lugar de comunicación o de conocimiento culinario que ahora prácticamente no existe? Los mercados. La gente iba al mercado y le preguntaba por ejemplo al pescadero o le decía la señora o el señor de al lado cómo se hacía. La gente tenía recetas de sus vecinos y lo mismo no tenían ningún libro de cocina, pero sí esas libretas donde apuntaban cómo se hacían las cosas. Era un conocimiento que se pasaba de unos a otros. Cuando mis padres se casaron, a mi madre le regalaron La cocina completa (Espasa-Calpe, 1933) de la Marquesa de Parabere y el Manual de cocina (Almenara, 1962). Para mí, eso refleja un momento de una época. Mira [Alberto lee la dedicatoria que le escribieron a su madre en el Manual de cocina]: “Si después de encasquetarte este ‘librito’ a José le da una indigestión, puedes ir despidiéndote de tu actividad en el matrimonio. No me decepciones, ¿eh? Te quiero”. ¡Tócate los cojones, Julián! Pero es que en aquel momento era así.
—“El hambre es un proceso, una lucha del cuerpo contra el cuerpo”, dice Martín Caparrós en El hambre. ¿Comer es una necesidad, un derecho o un placer?
—Comer es una cosa y alimentarse es otra diferente. Cuando ya le damos a comer un valor que tiene que ver con lo gastronómico, entonces estamos hablando de la evolución del hombre y de la evolución de los pueblos. La búsqueda del placer con el hecho de alimentarte, para quien no tiene para alimentarse es prácticamente un insulto. Hablarle de solamente una mera alimentación a quien tiene la posibilidad de disfrutar con lo que come, es como dejarle la cosa a mitad de camino. Por lo cual, el hombre ha ido evolucionando desde la alimentación a la gastronomía. Hay un tratado muy bonito de Faustino Cordón, que se titula Cocinar hizo al hombre (Tusquets, 1979), donde define en buena parte que cocinar es una de esas cosas que nos diferencia y nos identifica frente a todos los animales que están a nuestro alrededor. Todos los animales consumen un producto tal y como está en la mera naturaleza. El tigre se come la gacela y no la cocina. Se la come como viene. Nosotros no. Nosotros hemos desarrollado un modo de tratar los alimentos que tiene que ver, ya no solamente con que sean más digeribles —que esto es un proceso adyacente—, sino con la búsqueda del sabor. Con la búsqueda de una mayor parte de placer.
—“Gandalf encabezaba ahora la marcha. —No nos salgamos del camino, o ya nada podrá salvarnos —dijo—. Necesitamos comida, en primer lugar, y descanso con una seguridad razonable; además es muy importante internarse en las Montañas Nubladas por el sendero apropiado, o de lo contrario os perderéis y tendréis que volver y empezar de nuevo por el principio (si llegáis a volver)”. ¿Cuáles son los sabores de tu camino?
—Hemos de seguir un camino para sentirnos seguros y garantizarnos la supervivencia. Los caminos siempre son rutas o senderos que otros han abierto. Lo que hoy es un sendero seguro un buen día fue una primera ruta para alguien que la abrió. Seguramente, si ese que lo abrió no hubiese salido de los caminos establecidos o de los senderos que ya estaban dibujados, ese camino no se habría dibujado nunca. Con lo cual, Gandalf no podría haber estado nunca con Bilbo Bolsón transitando por las Montañas Nubladas porque nadie habría abierto ese camino. Abrir un camino implica siempre una suerte de valentía, de consciencia —porque te pueden matar por el camino—. De hecho, en el último libro de cocina que publiqué, Cocina de resistencia (Planeta, 2021), hay un pequeño speech al principio en el que hago una rotura de cocina académica, porque en aquel momento era cocinar con lo que había, cuando estábamos encerrados todos en casa: “Para mí, una receta es una guía, un camino amplio para transitar mientras hago lo que más me gusta. Es como dar un paseo por el bosque: hay distintos caminos que puedes seguir, unos más amplios, otros más angostos, pero a cada paso puedes decidir por dónde ir. Si prefieres ir por un lado, bien, y si prefieres por otro… también. Incluso te recomiendo que, de poco en poco, y cuando más te apetezca, te salgas del camino para mojarte las botas con el rocío adherido a las hierbas del camino o irte un poco más allá, donde no se ha pisado antes, para hacer tu propio paseo, que quizá termine siendo un camino más adelante”. Los cruces de caminos siempre han sido lugares en donde todo se encuentra y todo se separa. Que tú sepas que hay un camino hacia al Norte, no quiere decir que lo tengas que seguir. Está ahí, alguien lo abrió, y en algún momento dijo: “Vamos al Norte”.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: