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Alcalá de Henares: Historia entre ficciones

Alcalá de Henares: Historia entre ficciones

De izquierda a derecha: Manuel Mateo, Paula Varona, Jesús Calero,  M. J. Solano y Lara Sánchez

Todos somos fruto de las miradas ajenas. No quiero hablar de mi mirada sobre la ciudad ni de mi lectura sobre el libro de Alcalá de Henares editado magníficamente por Tinta Blanca, sino tratar de compartir la mirada de su autor, que es una más, pero no una cualquiera. La de Jesús Calero es una mirada de lector, de músico, de cronista, de paseante, de arqueólogo, de poeta. Y con ella a cuestas, mira la ciudad de Alcalá y “nos hace un Cummings” de versos escondidos, porque es legítimo y porque ni escribiendo ni mirando nadie pone lo que no tiene:

“Ignoro tu destreza para cerrar

y abrir; sólo algo en mí comprende

que la voz de tus ojos es más pura que todas las rosas.”

Decía Machado que “ni está el mañana ni el ayer escrito”. Y más aún, podríamos decir que el pasado, a veces, resulta impredecible. Y eso es lo que hace Calero en este libro, que además de versos tiene cierto pulso de aventura y un regusto inequívoco de novela. No es un libro de Alcalá, o no solo. Es un libro de historia cultural, y por ello su lectura es dos veces impredecible, o imprescindible.

"A menudo el fruto de las ruinas es literario, porque no podemos evitar vernos reflejados en ellas"

Hay un verso de Cirlot que viene a cuento de esa imposibilidad de escaparse de lo que uno es y lo que uno mira: “Las llaves se deshacen cuando vienen las ruinas”: no se puede rehuir la mirada ni dejar de pensar en lo que esconden. A menudo el fruto de las ruinas es literario, porque no podemos evitar vernos reflejados en ellas (por eso Calero habla de “una historia entre ficciones”). Para este ejercicio especular que el autor nos propone, no necesitamos acudir a la arqueología, ni a la antropología: basta una narrativa desde la convicción o la experiencia de que el futuro es, con toda probabilidad, pura literatura de ruinas. Desde el origen, desde Homero, desde los griegos. Heráclito puso el acento sobre ello: “Escombros sembrados al azar, el más hermoso orden del mundo”. Toda esa teoría es llevada a la práctica en los capítulos de este libro de Alcalá. Porque es sobre todo un libro sobre la destrucción, y entiéndanme: los hechos históricos desfilan por los capítulos del libro como una trepidante ficción, y es curioso, pero ocurre algo muy distinto con su latido literario. Guarda verdades lentas sobre el corazón, sobre la ira y sobre la victoria, sobre el llanto y la derrota.

El lector recuerda, porque una vez lo recordó el escritor y hay siempre un hilo rojo entre los libros, al caudillo acadio Naram–Sin, que quiso borrar de la memoria de los hombres la existencia de la ciudad de Ebla —una de las primeras— y logró, al incendiarla hace más de 4.200 años, preservarla para siempre en el conocimiento. La destrucción ocurrió, pero el fuego que devoró el palacio convirtió su archivo en el horno que fijó para siempre, al cocer las tablillas cuneiformes que guardaba, el relato más completo de la vida y la importancia de la ciudad mítica. Es una ley: toda aniquilación resulta inolvidable, imborrable. Por eso en el libro de Alcalá lo inexistente tiene tanta fuerza como lo que perdura.

"Sólo como algunos fue capaz de dinamitar tristezas con pensamientos, que son la verdadera revolución del preso"

Terminamos como comenzamos, con Cummings. En sus poemas no cabe un encabalgamiento más, no puede sonar mejor su música, y Jesús Calero de música sabe por lo que calla más que por lo que dice. Como cuando escribió hace mucho tiempo sobre la erótica de las palabras en un juego de sombras en Zenda. El juego iba tan en serio que cuando uno leía esos relatos, notaba cómo cortaban las metáforas, descubría lugares indómitos en el corazón, o recordaba alguna vieja cicatriz olvidada, sin perder la sonrisa. Calero en las «Sombras» era el irónico, el lírico inteligente, el ambulanciero preso en la cuarentena del Covid, como todos, pero sólo como algunos fue capaz de dinamitar tristezas con pensamientos, que son la verdadera revolución del preso.

“Ya que sentir es lo primero,

quien le preste atención

a la sintaxis de las cosas

nunca te besará de la cabeza a los pies.”

Eso, precisamente, es lo que ha hecho Calero con Alcalá: ha ignorado el análisis sintáctico de la memoria de una ciudad milenaria y la ha ido besando en un recorrido que va y vuelve de la piel al corazón, con la ayuda imprescindible, pues sería muy injusto no concederle el mérito de la mirada conjunta del libro, de Paula Varona. Ella, con sus pinceles y sus acuarelas inolvidables, se encarga en este libro sobre Alcalá de Henares de que los besos literarios estén cargados de luz.

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