“Era un domingo de mitad de verano en que todo el mundo repite: “Anoche bebí demasiado”. Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de su sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca”.
Así comienza El nadador, que es probablemente el relato más famoso de Cheever, tanto por su calidad intrínseca como por su versión cinematográfica dirigida por Frank Perry y protagonizada por Burt Lancaster en 1968. La narración discurre en un condado imaginario, escenario de muchos de los relatos del autor, un barrio residencial de chalets habitado por burgueses pudientes, profesionales bien considerados y pagados que todas las mañanas toman un tren a buena hora para dirigirse a Nueva York, a sus respectivas actividades. Hay una constante en la descripción de sus formas de vida, de ellos y sus esposas: la omnipresencia del consumo alcohólico. No son exactamente dipsómanos, pueden controlar su ingesta, aunque invariablemente hay quien acaba embriagado en cualquiera de sus constantes recepciones, fiestas en las casas de unos y otros, que constituyen la esencia de su vida social, junto al elitista club del que son socios o la ceremonia religiosa de los domingos. Son buena gente mientras no se demuestre lo contrario. Los relatos de Cheever profundizan descarnadamente en la naturaleza y psicología de una clase social media alta, celosa de su estatus, un tanto estólida, cuyas alcohólicas diversiones encubren con demasiada frecuencia el vacío de su existencia y sus miedos interiores.
Probablemente Cheever fue uno de los autores mejor dotados para esta materia narrativa y, además, poseía información de primera mano, porque él fue a su vez un alcohólico notorio.
Nacido en Quincy (Massachussetts) en 1912 y fallecido en Ossining (Nueva York) setenta años más tarde, está considerado uno de los más formidables narradores de su tiempo. Publicó numerosos relatos, sobre todo en el prestigioso The New Yorker, por los que recibió un premio Pulitzer cuando se editaron en forma de libro, y varias novelas: La crónica de Wapshot, El escándalo de Wapshot, Bullet Park, En la cárcel de Falconer y ¡Oh, parece un paraíso!.
Su mundo interior está reflejado en sus Diarios, de sinceridad desacostumbrada, y sobre todo en sus Cartas, caso característico de deslealtad de los herederos, pues dio instrucciones a su hijo Benjamin para que las destruyera y él las editó y entregó para su publicación —probablemente para “hacer caja”—. En estos dos libros se muestran los aspectos menos “socialmente correctos” de su personalidad: su homosexualidad, más o menos encubierta, y su alcoholismo. Este último fue probablemente heredado de su padre, que fue pobre y alcohólico, mientras él fue, por el contrario, un escritor de éxito y pertinaz bebedor. En ellos se narran escenas de notable crudeza, como cuando describe que desde primera hora de la mañana debe contenerse para no entrar a saco en la alacena donde se guardan las bebidas, hasta las doce del mediodía, cuando al fin puede servirse el primer trago de whisky. Éste y la ginebra fueron sus compañeros constantes a lo largo de toda su vida adulta. La consecuencia es que, según su hijo, su vida estaba trufada de fingimientos y falsedades: predicaba la monogamia y a escondidas era promiscuo, fingía detestar la ambigüedad sexual pero no podía reprimir su tendencia homosexual, aunque sus infidelidades alcanzaban a ambos sexos. En sus peores épocas bebía ginebra desde primera hora de la mañana, y era también un fumador compulsivo. Cuando participó como profesor de escritura creativa de un curso en la universidad de Iowa, hizo amistad con Raymond Carver, y ambos dieron rienda suelta a su deriva alcohólica: “No hacíamos más que beber”, reveló Carver tiempo más tarde. Todo ello le condujo a la postre a un internamiento de casi un mes en el Smithers, un centro de desintoxicación, experiencia que vivió como un suplicio. Hay una frase tremendamente significativa en su correspondencia:
“Mi lucha con el demonio del ron. Hay un terrible parecido entre la euforia del alcohol y la euforia de la metáfora —la sensación de que la imaginación es ilimitada— y a veces sustituyo o aumento una con la otra”.
Este pensamiento nos lleva directamente a reflexionar sobre la relación entre la ebriedad y el acto creativo. Hay un acuerdo casi unánime de que es imposible escribir bajo el efecto del alcohol o cualquier otra sustancia estupefaciente, al menos algo mínimamente apreciable, y sin embargo no deja de resultar chocante la interminable nómina de genios literarios alcohólicos, que es desmesurada.
Una escena del relato “El camión de mudanzas escarlata”, que trata de un borracho social inveterado, es particularmente estremecedora:
Charlie se sentó a su lado.
—Gee-Gee.
—¿Qué?
—¿Vas dejar de beber?
—No.
—¿Dejaras la bebida si yo también la dejo?
—No.
—¿Irás a ver a un psiquiatra?
—¿Para qué? Me conozco. Lo único que tengo que hacer es llegar hasta el final.
—¿Irás a ver a un psiquiatra si yo te acompaño?
—No.
—¿Vas a hacer algo para ayudarte?
—Tengo que enseñarles.
Entonces echó hacia atrás la cabeza y sollozó: “Oh, Dios mío…”.
Un diálogo implacable que escenifica la inevitabilidad del alcohol para el dipsómano. John Cheever escribió en su diario:
“Lo más maravilloso de la vida parece ser que casi desconocemos nuestras posibilidades de autodestrucción. Tal vez la deseemos, soñemos con ella, pero nos disuade un rayo de luz, un cambio en el viento”.
Lo que se ha llamado “La fascinación por el abismo”. Posiblemente Cheever buscaba escapar de un mundo feo que no le gustaba refugiándose en sus grandes pasiones, la creación literaria, la sexualidad desenfrenada y, por encima de ellas, el “paraíso artificial” del alcohol.
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