«Poe es el más indigno, el más depravado de los seres (…); es un irracional, un enfermo del genio, un loco agitado por los espíritus de la falsedad, de la furia y de la inmoralidad (…); un demonio delirante que corre y aúlla en las tinieblas, monstruoso bastardo del diablo y del genio».
La crítica fue publicada en una revista literaria de Edimburgo en 1858, es decir, casi veinte años después de la muerte de Poe. No hace falta ser un lince para advertir que a los muy puritanos escoceses la literatura fantástica y algo desquiciada de este no resultaba de pleno agrado. En realidad, esta hostilidad hacia el hombre y su obra la inició tras su muerte el que fue su albacea literario, el reverendo Rufus W. Griswold, su supuesto amigo y en realidad rival de escritura: un mediocre del que probablemente nadie se acordaría si no fuera por las frases despectivas de su necrológica publicada en el New York Tribune el 9 de octubre de 1849:
«Irascible, envidioso…, parecía desprovisto de sentido moral, y lo que es todavía más extraño en una naturaleza altiva como la suya, no tenía ningún sentimiento del honor».
Estas palabras de la citada necrología, que posteriormente se convirtió en la introducción a las obras completas de Poe, compiladas por Griswold, provocaron una airada reacción en Charles Baudelaire, su mayor valedor en Francia, que exclamó: “¿Acaso no existen leyes en América que prohíban a los perros la entrada en los cementerios?”
La imprecación del autor de Las flores del mal viene muy a cuento, porque la forma en que la obra de Poe se dio a conocer en Francia —lo que le salvó probablemente del olvido al que parecía destinado por la indiferencia u hostilidad del mundo literario anglosajón— fue verdaderamente chusca. En 1846 fueron publicados casi simultáneamente dos relatos de autores franceses en sendos periódicos, “Un delito sin precedentes en los anales de la Justicia”, en el diario Le Quotidienne, obra de un tal G.B., y “Un sangriento enigma”, de Emile Forgues en Le Commerce. Los textos eran prácticamente iguales, lo que dio lugar a una doble acusación de plagio cruzada entre los editores de las publicaciones. La investigación reveló que ambos autores eran plagiarios, y sus escritos meras traducciones poco afortunadas de «Los crímenes de la calle Morgue», de un casi desconocido en Francia Edgar Allan Poe. El episodio suscitó la curiosidad de Baudelaire, que quedó fascinado por el relato original, leyó sus obras completas y promovió su publicación en Francia. Desde ese momento la influencia de la obra de Poe se extendió como una ola en dicho país, y afectó a autores tan importantes como los poetas Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine y Valéry; narradores como Villiers de l’Isle Adam, Maupassant y Gautier; novelistas como Julio Verne y, sobre todo, los que siguieron la vía inaugurada por Poe de la llamada novela policiaca de enigma: Gaboriau, Eugène Sue, Ponson du Terrail, etc.
Pero vayamos al asunto que nos interesa. Las desorbitadas diatribas de Griswold y otros que hemos leído fueron motivadas sobre todo por la vida pública de Edgar Allan Poe y su impenitente alcoholismo, que malogró su existencia. Poe no fue precisamente un adolescente o un joven fácil de trato: huérfano de unos padres cómicos ambulantes, fue adoptado por el comerciante John Allan —más bien por la esposa de este—, con quien el escritor jamás se llevó bien, lo cual no es difícil de comprender, porque Poe se volcó en una vida disoluta en su estancia en la Universidad de Virginia, donde comenzó a beber inmoderadamente y a contraer crecientes deudas de juego, que su padrastro se negó a pagar a partir de cierto punto, lo que provocó su ruptura definitiva. Intentó ser oficial del ejército pero fue expulsado infamantemente de West Point, se casó con su prima Virginia, una niña, en un matrimonio presumiblemente “blanco”, y se fue a vivir con la madre de ésta, la tía Clemm. Tratando de ganarse la vida con la pluma, ejerció el periodismo en varios medios y de todos ellos fue expulsado por sus recurrentes episodios agudos de alcoholismo; tras el fallecimiento de Virginia intentó concertar nuevos matrimonios con mujeres de mayor edad pero de economía saneada, que se vieron frustrados de nuevo por el alcohol; incluso obtuvo un puesto en la administración merced a los buenos oficios de gente bien situada que quiso protegerle, pero no llegó a ocuparlo por presentarse borracho a recoger su nombramiento. Tuvo etapas de esplendor literario, ganando diversos concursos con sus relatos, y obtuvo un éxito resonante con la publicación de su célebre poema El cuervo, que fascinaba a los auditorios —mayoritariamente femeninos— y le permitió ganarse la vida durante una época con conferencias en las que declamaba sus versos, favorecido por su aire romántico y atormentado, y su voz bien timbrada. Pero su vida estaba destinada a ir de fracaso en fracaso, siempre a causa del “demonio” del alcohol, su némesis.
No encuentro precisamente ningún placer ni en los estimulantes a los que me entrego con frecuencia tan vehementemente. No es en verdad por amor al placer por lo que he expuesto a la ruina mi vida, mi reputación y mi razón…
Esto escribió Poe en una carta a un amigo. Se hace patente que era consciente de que el alcohol le destrozaba, y que intentó luchar contra su adicción. Lograba pasar largos periodos de plena abstinencia, en los cuales creó sus portentosos escritos, pero bastaba un contratiempo doloroso o, más sencillamente, encontrarse con algún viejo camarada, para que se precipitara a la taberna, donde bebía de forma compulsiva y desmesurada en episodios de abuso alcohólico que se prolongaban durante días. El 5 de octubre de 1849 fue encontrado desvanecido en una callejuela de Baltimore, caído junto a un albañal; fue trasladado al hospital, sumido en un demoledor ataque de delirium tremens, y falleció en la madrugada del día 7. Dice el mito, probablemente sin fundamento, que fue víctima de pérfidos agentes electorales, pues era día de elecciones en Baltimore, y que estos lo reclutaron junto a otros “desheredados” para que les acompañara, bebiendo a su costa en todas las tabernas, y votara por su candidato en una circunscripción electoral tras otra, aprovechando las pocas garantías que ofrecían tales sufragios. Aquella fue la borrachera definitiva.
Se ha dicho que su literatura era un tanto descuidada, y que su obra gana mucho con las traducciones. Los lectores de mi generación gozamos de sus Narraciones extraordinarias en la edición del Libro de Bolsillo de Alianza, traducidas por Julio Cortázar, lo cual es una garantía de calidad y pone una vez más de manifiesto la importancia de la labor de los traductores. Y a pesar de todos los reproches que le puedan ser formulados, sus logros fueron extraordinarios. Por centrarnos en solo uno de ellos, Poe tiene el honor de ser el creador de la novela policiaca moderna. En tan solo tres relatos, “Los crímenes de la calle Morgue”, “La carta robada” y “El misterio de Marie Roget”, sienta las claves del género policiaco de enigma: un detective aficionado —en este caso Auguste Dupin—, singularmente dotado de una mente analítica superior, acompañado por un amigo y colaborador que ejerce de cronista, encuentra la solución sin apenas esfuerzo a tremendos misterios ante los que ha fracasado un cuerpo de policía adocenado e inepto. El modelo será seguido casi al pie de la letra por ilustres epígonos, como Gaboriau, Conan Doyle o Agatha Christie. Tan solo por este logro, Poe merece ser elevado —pese a su vida desordenada empapada en alcohol— al Olimpo de los grandes literatos.
Puede que fuese un alcohólico loco, pero era un genio, y como el mismo dijo «la ciencia no ha demostrado aún si la locura es o no la más sublime inteligencia», o algo así.