“Con una mujer solo se pueden hacer tres cosas: quererla, sufrir, o hacer literatura.”
(El Cuarteto de Alejandría, Larry Durrell)
La noche caía, sucia, sobre el arco de La Corniche. El hombre caminaba despacio fumando un cigarrillo y pensando en Justine. Tiene que llamarse así, hace juego con sus ojos, pensó absurdamente. Y cuando termine de escribir esos recuerdos, ya no importará su verdadero nombre.
Hablas de muchas mujeres en tus novelas, pero nunca has hablado de mí, le dijo ella una tarde, desnuda sobre las sábanas revueltas del Hotel Cecil. Supongo que el amor no es materia de tu escritura; necesitas acompañarlo de remordimiento, y yo aún no lo soy. Pero dame tiempo.
Él se lo dio. ¿Cómo no dárselo a aquella belleza sensual, independiente, compleja y misteriosa? De ascendencia italiana, el tiempo transcurrido en aquella ciudad babélica le había permitido modular el acento hasta hacerlo casi imperceptible. Solo en los momentos de pasión, enredada en el cuerpo de capitán conradiano de ese hombre, recuperaba la libertad obscena de su lengua. Dio, non hai idea de quanto tu mi piaci. Mi fai bollire il sangue, amore mio. Ti mangerei tutto.
Aquella mujer era capaz de leer en su deseo como Hypatia en los cuerpos celestes. Parecía a veces una jovencita, suspendida en una edad incalculable e ilegal y otras, un espíritu antiguo escapado de las llamas de la biblioteca de Alejandría y refugiado en un cuerpo de diosa.
A él le fascinaba esa dualidad. La miraba desnuda en mitad de su insomnio de escritor, el cuerpo flexible, elegante, como de gacela dormida, de piel suavemente bronceada en las tardes de arena de Stanley Bay, preguntándose si todo aquello era fruto de una construcción personal o, por el contrario, consecuencia de la decantación genética, compleja y perfecta que solo es posible en algunas mujeres del Mediterráneo.
Le fascinaba el oscuro laberinto que conectaba su coño con su cabeza. Arrogante, como todos los egoístas enamorados, trataba de ocultar aquella fascinación para derramarla exclusivamente en su escritura; no deseaba derrochar ni una sola de las palabras o las miradas atesorando cuidadosamente cada detalle de ella sin hacerla partícipe de sus descubrimientos, sencillamente porque le era muy útil para trabajar. Esos momentos son los que colman al escritor, no al enamorado, y perduran para siempre. Se los puede corromper con palabras, pero no destruir, pensaba mientras se acercaba, excitado, al cuerpo dormido de la mujer, separándole suavemente las piernas, abriéndose paso a través de la carne hasta que ésta cedía, húmeda y confortable, y ella abría los ojos, sonriente.
Sonríes como una niña; podrías ser ahora una de esas flores recién abiertas de la Rue Lepsius cuyo maquillaje excesivo no logra ocultar sus quince años; podrías ser una colegiala asustada del barrio de Massalia en brazos de su primer amante; o incluso podrías ser mi hija… Los ojos de miel dorada de la mujer cambiaron, de repente, a un oscuro insondable. Se besaban con fiereza de lobos hambrientos, porque él, tan experimentado en el sexo como en las palabras, había aprendido a construir lugares prohibidos a la medida de la poderosa imaginación de ambos.
Eres mi pequeña putita y harás todo lo que yo te pida. Hundía, violento, el miembro excitado en un coño que chorreaba deseo por los muslos, por el culo dilatado de placer. Él entonces separaba el torso y la miraba con distancia, sonriendo, un trazo de luz en la noche sobre su piel oscura de marino. La hacía gemir tan fuerte que tenía que taparle la boca con la mano para evitar escandalizar a los vecinos. No grites, zorra, le decía al oído, clavándose con rabia, moviendo las caderas al ritmo de aquel vientre oscuro, cada vez más ajeno a él; cada vez más poderoso; más dueño de su polla y de su corazón. Sentía cómo el deseo de correrse con furia en aquella carne salvaje y hermosa le subía por las ingles, por el cerebro, por el miembro duro que martilleaba con locura, a punto de reventar. Quería derramarse ahora, allí mismo, en aquella reina egipcia con coño de esclava troyana entregada; en aquellos ojos que lo miraban temerosos de las sacudidas poderosas, casi animales, del guerrero cegado por el deseo de matar y de morir. Eres mía, le decía mordiéndole los pezones, el cuello, la cara. Eres tan mía que te dejaría cicatrices para que todos me reconocieran en tu piel. Yo te gané, puta; vencí al mismísimo César y estoy aquí, como un nuevo general romano con mi gladio goteando sangre enemiga. Ella lo miraba por entre la niebla del deseo reflejada en aquellos ojos de gladiador, o de animal, y sentía un miedo tan real, tan excitante que le hinchaba los pezones oscuros, los labios desnudos del sexo.
Mi fai letteralmente bruciare di passione. Veni, inchioda il tuo gladio, maschio. Vieni qua con me.
No; primero vas a venir tú, troia. Una vez más, córrete una vez más y luego me derramaré yo. Tengo mucha leche para ti, caliente, espesa y abundante, como te gusta, puta. Cabalgaba incansable, feroz, entre sus caderas y al mismo tiempo, con un dedo suave, casi dulce, masturbaba su clítoris de manera deliciosa, paciente, excitante. Ella gritaba, ronca, sin saber muy bien de dónde salía un placer tan incontrolable; él acallaba sus gritos sellándole la boca con besos apasionados. Por fin, cuando aquel cuerpo de hermosa pantera en celo se relajó volviendo a ser el de una jovencita bajo el peso de un general romano, él se corrió con un gruñido de placer, como una especie de quejido de dolor solitario.
Ella lo miró un buen rato, dormido, exhausto, sonriente. Le besó el cuello aspirando su olor limpio de hombre, lamiendo el sudor dulce de sus axilas. Le amaba tanto en aquellos momentos que le dolía mirar alrededor, negándose a dejar entrar en sus ojos la luz de un mundo que no podía compartir con él. Eran, incluso haciendo el amor, dos solitarios irreversibles, y no había nada que hacer.
Si vas a Troya, morirás en la batalla, pero te recordarán eternamente; si no vas, vivirás una vida plena, pero tu tumba y tu memoria se perderán con los últimos testigos, como lágrimas en la lluvia. Estaba decidido. Su vida no valía nada; lo único que deseaba en este mundo era vivir en las novelas de aquel hombre singular, y sabía que solo había una forma de conseguirlo.
Con su ligero vestido blanco y los zapatos de tacón en la mano, de puntillas sobre el mármol, cerró con cuidado la puerta de la habitación sin quitar el cartel de No Molestar. Luego se dejó engullir por el bullicio de Alejandría como una paloma sacrificada en el altar pagano de un dios.
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