En noviembre de 1981 mis padres me dejaron celebrar mi cumpleaños invitando a mis amigas al cine Carlos III de Madrid, para ver Indiana Jones en busca del arca perdida. Fue una maravilla de tarde que, aunque se complicó por algún asunto en el que no vamos a entrar ahora, me dejó dos recuerdos imborrables: aquel Harrison Ford, y la novela Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, regalo de una niña de mi clase a la que creo que nunca se lo agradecí lo suficiente.
Poco se puede decir de Alejandro Dumas que no se haya contado ya. Era inmenso y excesivo en todos los sentidos: comida, bebida, fiestas interminables, viajes, libros e imaginación. Utilizó la Historia a su antojo, como si fuera un gran decorado para sus tramas, y tomó lo que quiso de la realidad con una facilidad extraordinaria. Adorado y vilipendiado, exprimió la vida y escribió casi hasta el día de su muerte.
Pero empecemos por el principio.
Nieto de un marqués de oscura reputación y de una esclava negra, y sobrino de un tratante de esclavos y de un traficante de armas. Hijo de uno de los generales más heroicos de la Revolución francesa, al que apodaron el Conde Negro, ¿qué otra cosa podemos esperar de nuestro autor, sino una personalidad arrolladora y una fuerza vital asombrosa?
Su nombre completo era Alexandre Dumas Davy de la Pailleterie, y nació al Norte de París, en Villers-Cotterêts, el 24 de julio de 1802. Su padre, Thomas-Alexandre Dumas, cayó en desgracia con Napoleón a la vuelta de la campaña de Egipto, —cuestión de ego—, y estuvo dos años encerrado en una prisión de Nápoles, en la que fue envenenado. Regresó a casa enfermo y ya no se recuperó, falleciendo en 1806, cuando su hijo tenía sólo cuatro años. A pesar de lo pequeño que era en aquel momento, Dumas quedó marcado por su figura casi legendaria, engrandeciendo siempre sus hazañas, y tomándolo como modelo para la creación de algunos de sus héroes, porque en lo que se refiere a sus villanos, es más que probable que se inspirara en el resto de su ascendencia paterna.
Gracias a la escasa pensión que les concedió el gobierno, recibió una educación académica deficiente y fue autodidacta. En sus Memorias relata cómo aprendió a leer él solo, con la Historia natural, general y particular del sabio Buffon, que llegó a obsesionarle. Son treinta y ocho tomos y era apenas un niño de cinco o seis años, pero con Dumas separar ficción y realidad nunca merece la pena. Continuó con Robinson Crusoe, y con la prensa que encontraba, y finalmente ingresó en la escuela del abate Gregorio, cerca de su casa. Sin pudor, se describe a sí mismo en esos días como guapo, alto, delgado, atlético e inteligente. Al sufrir las burlas de los otros niños por su arrogancia y su excesiva confianza en sí mismo, nos cuenta que zanjó el asunto a puñetazos. Salió vencedor, por si tenían ustedes alguna duda.
Trabajó como pasante en un par de notarías, y en sus ratos libres cazaba y escribía obras de teatro. En 1823 consigue un empleo en París, como escribiente del Duque de Orleans, y lo compagina con la escritura, hasta que el 16 de febrero de 1829, el Teatro de la Comedia Francesa estrena su obra Enrique III y su corte. El éxito es tal, que al día siguiente Dumas, su vida y su ascendencia, se convierten en la comidilla del “todo París”. En la sala abarrotada, estaba Víctor Hugo, quien confiesa que esta representación le sirve de inspiración. Desde entonces, Dumas se dedica profesionalmente a escribir, y lo que gana le da la posibilidad de viajar a Suiza, Italia, Bélgica, o Alemania. Comienza así sus relatos de viajes que ya nunca abandonará. Apasionado de la Historia —fue un gran lector de Walter Scott—, hacia 1838 conoce al profesor Auguste Maquet, y surge lo que parece la alianza perfecta: los conocimientos de Historia del primero, unidos a la maestría con la pluma del segundo, logran inmejorables resultados. Tras la magnífica acogida de El caballero de Harmental, el folletín de Los tres mosqueteros comienza a publicarse en el periódico Le Siécle en 1844 y el éxito ya es delirante. Poco después le siguen El conde de Montecristo y el resto de superventas, con los que gana ingentes cantidades de dinero, que despilfarra con una facilidad admirable. Casado poco antes con la actriz Ida Ferrer, el matrimonio se rompe enseguida, porque la voracidad de Dumas lo abarca todo, mujeres incluidas, por supuesto: Maríe-Catherine, Belle, Camille, Emilia… La lista de amantes es interminable, al igual que la de celebraciones, banquetes, vinos y novelas escritas. Todos quieren ser amigos de Alejandro Dumas, que se ha convertido en un auténtico fenómeno social y editorial en el mundo entero. Se hace construir un castillo, al que llama —adivinen— Monte Cristo, y levanta el Teatro Histórico para representar sus propias obras. Derrocha fortunas, vida y creatividad.
El ministro Salvandy le pide que en su viaje a Argelia haga una parada en Madrid, para asistir a la boda de los duques de Montpensier en calidad de cronista oficial. Poco antes se habían publicado Un invierno en Mallorca, de Georges Sand y Carmen, de Merimeé, así que España estaba de moda en Francia. Dumas se queda enamorado de Madrid, y considera que sus mujeres son las más hermosas, sus gentes las más hospitalarias, y la Puerta de Alcalá, una bellísima obra de arte. Se siente querido y admirado. Continuando el viaje hacia el Sur, se encuentra con Toledo y su historia, Granada y sus bandoleros serranos, Cádiz y su costa… España le parece una maravilla y lo refleja en la obra De París a Cádiz, un viaje por España.
A su regreso a Francia, su colaborador Maquet lo demanda por las diferencias en el reparto de sus ganancias, y tras un juicio tristemente mediático, el escritor más famoso de Francia es condenado a pagar una enorme suma de dinero que ya no tiene, porque sus años de constante despilfarro le han pasado factura; se endeuda por encima de sus posibilidades. Pasa de ser uno de los escritores más admirados a uno de los más desacreditados. La envidia que había desatado su éxito se expresa en críticas feroces, muchas veces de índole personal: aparecen pasquines con caricaturas suyas, acentuando el color moreno de su piel y su pelo característico, o vestido de espadachín rodeado de pequeños mosqueteros. Lo acusan de ser una fábrica de novelas, de emplear a más de cincuenta “negros” para escribirlas, y de ser un explotador. Se convierte en el objetivo fácil de los considerados “expertos”, porque la realidad es que el gran público le sigue siendo fiel.
Entre la presión de sus acreedores y su nefasta relación con el gobierno de Napoleón III, huye a Bélgica. Se ve obligado a cerrar su teatro y a vender sus propiedades, y entre sus idas y venidas a Francia, pasa una temporada en Rusia; después reside durante unos años en Italia, donde congenia especialmente bien con Garibaldi, quien en 1863 le nombra director de las Excavaciones y Museos de Nápoles, con residencia palaciega incluida en el cargo. A pesar de que algunas de sus novelas son incluidas en el Índice de Libros Prohibidos por la Santa Sede, él sigue escribiendo y publicando relatos. Cuando vuelve a Francia envejecido y enfermo, se queda a vivir en Puys, en casa del otro Alejandro Dumas, su hijo ilegítimo a quien había reconocido muchos años antes, también escritor. Muere allí el 5 de diciembre de 1870, de un infarto fulminante, cuando estaba redactando su Gran diccionario de cocina. A los dos años de su fallecimiento, sus restos se trasladan a Villers-Cotterêts, su ciudad natal, y por fin, en el año 2002, se le entierra —por tercera vez— en el Panteón de París, 132 años después de su muerte.
El secreto de Dumas reside en su fuerza, en esa capacidad de inspirar una enorme ilusión en el lector. Nos habla de amistad, amor, nobleza y honor elevados a su máxima expresión, y al transmitirnos esos valores consigue que nos sintamos capaces de lograr cualquier objetivo. Sus personajes principales son reales, y tienen rasgos inolvidables: recordemos por ejemplo la prodigiosa memoria de Edmundo Dantes, o su inteligencia; la ingenuidad del primer D´Artagnan, o el señorío de Athos incluso cuando se ha bebido media taberna; la elegancia de Richelieu, el poder de seducción de Milady, o la envidia y cobardía de los Danglars y los Villefort. Son insuperables.
Queridos amigos, les propongo que esta noche se pongan en pie, alcen sus copas y con un buen burdeos —o con lo que ustedes tengan a bien—, brinden por él y por su legado. A fe mía que se lo debemos.
Dña. Paula, coincidimos en la exaltación de Dumas, del amor, la nobleza y el honor, valores eternos, deseables y, hoy, casi ausentes. Enemiga del perroflautismo y del posmodernismo temo se ha convertido con esta reseña, denostadores de todo lo bueno que el ser humano conserva. Loa eterna a Dumas y sus irrepetibles personajes, cuya lectura nos hace traspasar con otro ánimo el trascurso de nuestras pobres vidas.
Que redacción tan ágil y pícara, dotada de frescura y amenidad. En pocas palabras da una idea muy clara de Dumas.
Deseando leer tu próximo artículo, Paula!
Qué interesante la vida de Dumas. Gracias Paula Torres Gorozarri por este artículo tan ameno.
Siempre brillante. Despiertas nuestra pasion por los libros.
Engorabuena