Fotografías: ©Victoria R. Ramos.
El viento arrecia y la lluvia azota con saña los edificios del centro de Madrid. Es el primer jueves de marzo y en el vestíbulo del Espacio Fundación Telefónica no hay espacio para el frío o para la furia de ciclogénesis explosivas. Allí, nada más entrar, golpea el calor y un nutrido grupo de gente aguarda. No es el ambiente habitual previo a la presentación de un libro o a un evento literario. No hay silencio, ni grupos aislados. Nada de expectación cuasi silenciosa. Se charla, se eleva la voz, se ocupan los ascensores y las escaleras, se esparcen bolsos y abrigos, se celebra la presencia en este espacio con alborozo, algarabía, caos y sin disimulos. Casi se diría que todos y cada uno de quienes aguardan para coger sitio en el anfiteatro donde Alejandro Palomas, premio Nadal 2018, va a vestir de largo su ya premiada novela, fueran amigos íntimos, familiares o hinchas de un particular equipo compuesto por el autor en exclusiva. Algunos —durante la firma constataré esa sensación y la de que son mayoría— parecen más que dispuestos a adoptarlo y llevárselo a casa. Esto, barrunta quien no ha entrado aún en el universo Palomas, no es una presentación sin más, es una fiesta.
En el anfiteatro aún reina la calma. Los técnicos que hacen que cada presentación en este espacio, su grabación y su traducción simultánea a lengua de signos fluya con perfección milimétrica, ultiman detalles. Bajo la pantalla, hoy se diría invisible, una mesa ejerce de altar pagano rebosando exuberancia de flores coloridas. A su lado, un ejemplar abierto de Un amor (Destino, 2018), la novela que hoy nos reúne. Es, en efecto, un altar a la familia, a la diferencia, a los perros, a lo cotidiano, al humor, a lo diferente, al miedo a no encajar y a no ser, a los niños porqué, al tocar hasta que duela, a esas risas contagiosas que hacen que los muertos hablen felices e incluso a las miradas cándidas como la de Amélie. O la de Amelia. A la sabiduría de mujeres que viven en paz porque saben que la verdad, aunque se calle, es siempre verdad. Todo eso cabe en una mesa llena de flores de colores y cuencos de cristal. Todo eso y más cabe en el último premio Nadal.
Alejandro Palomas (Barcelona, 1967), licenciado en filología inglesa y traductor, se estrenó en esto de la literatura con El tiempo del corazón (Siruela, 2002). Desde entonces van 16 libros y alrededor de un centenar de traducciones publicadas (a menudo con seudónimo). El secreto de los Hoffman (Plaza&Janés, 2008) populariza su nombre y El alma del mundo (Espasa, 2011), lo consolida como figura presente en ciertos premios literarios. Con las publicaciones en su Facebook de varias anécdotas de su madre descubre que la acogida es increíble y que los lectores quieren más. Es el germen de Una madre (2014, Siruela), el inicio de los libros —la siguen Un perro (Destino, 2016) y Un amor (Destino, 2018), aunque son perfectamente legibles en completo desorden y de forma independiente— que giran en torno a una familia compuesta por una madre albina propensa a las torpezas y los despistes, de mirada cándida y risa contagiosa, Amalia, y sus tres hijos, Fer, Silvia y Emma. Además de sus perros, claro está. Entre medias se cuela Un hijo (Bridge, 2015), y con ella la consagración definitiva, el éxito de ventas y el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. Alejandro suma las charlas en colegios, sobre bullying, a su ya ajetreada agenda.
Se consolida un fenómeno peculiar, el del idilio con sus lectores. De ahí el ambiente que se respira en la sala. Sus lectores no es que le quieran, le adoran. En parte por sus libros, en parte por ese carisma y ese sentido del humor que desarman, y que el catalán exhibe con una naturalidad y una espontaneidad casi pasmosas. En parte porque es difícil encontrar autores que hayan mimado como Alejandro Palomas su relación con los lectores. Su periplo por clubs de lectura, bibliotecas, blogs literarios, unas redes sociales en las que dice sentirse muy querido junto con esa personalidad en la que literatura y vida se funden, y esa mirada intensa que escudriña el mundo mientras responde con naturalidad las preguntas más directas y personales terminan de conjurar la magia. Las últimas páginas de este premio Nadal 2018, las de agradecimientos, mencionan expresamente a “su gran familia de Facebook, de Twitter y de Instagram, la mejor red sobre la que puedo jugar a inventar cosas hermosas”, sin olvidar a los libreros por abrirle sus puertas, a los profesores y maestros, a las bibliotecarias —destacando el femenino— de este país y a un puñado de nombres entre los que destaca el de Belén Bermejo, editora de Espasa, todo un referente tan respetado como apreciado en el sector del libro.
En la presentación afirmará que le “cuesta mucho sentirme querido, pero me siento querido sobre todo por mis lectores, es tal vez por quien más me siento querido. Cuesta mucho que te quieran de verdad como eres, incluso sin escribir. Si encima te quieren por lo que haces… Y lo que hago es lo que soy”. Palomas habla de sus recuerdos de infancia, de sus miedos pasados y futuros, de su dificultad para vivir en el presente de indicativo, de sus heridas, y de las cosas que odia en un mundo en el que ya no se pueden expresar opiniones políticas o sociales, ni mucho menos odios. De ahí que él los pase por un filtro peculiar, el de una anciana adorable, torpe e inocente que tiene todo ya perdonado de antemano y que aplica el verbo «empotrar» en lugar de su odiado «empoderar» en las situaciones más inverosímiles.
Alejandro se ríe mucho porque dice que aprendió muy pronto a sobrevivir riéndose de sí mismo, pero al mismo tiempo clava esa mirada que, como algunos párrafos de sus libros, se mete hasta las entrañas. Dice que es un observador nato y que en privado no habla de sí mismo.
En su universo literario conviven la cotidianeidad con los personajes que sienten que no encajan en la normalidad —¿quién establece los parámetros de lo que es «normal»?— del mundo que habitan. Los más conocidos, Guille —el protagonista de Un hijo, un niño víctima de maltrato escolar— y Amalia, esa mujer despistada, torpe, albina, casi ciega, a ratos sabia, a ratos casi surrealista, siempre buena, siempre inocente, siempre fuerte pese a su apariencia de vulnerabilidad, el eje en torno al cual gira su familia ficticia. Son personajes que buscan su sitio, un lugar donde les quieran, donde se les acepte tal y como son. Son, ni más ni menos, que el reflejo de su autor. Un hombre capaz de escribir libros tragicómicos en los que siempre hay mentiras, secretos, heridas sin cicatrizar, rabia aprisionada, miedos tanto a la orfandad como a la identidad, ése que nos sacude a todos cuando nos planteamos mirarnos desnudos de excusas al espejo para ver qué y cómo somos en realidad. En sus novelas, bajo capas y capas de ternura, risas y amor, se atisba una dureza de pedernal. La de la vida. La de los supervivientes. En ellas hay madres preguntando con voz ida si van a morir, mujeres enfrentándose a décadas de vacío en vidas que se han escapado y gente buena que elige fatal, dejándose hacer daño. Hay dolor, rabia, miedos, furia, enfermedad, orfandades, abandonos y cansancio. Porque mentir cansa. Y vivir, según cómo se haga, también.
“Lo sorprendente, lo que a día de hoy sigue maravillándome, es que aunque el destino nos demuestre una y otra vez que juega siempre con las cartas marcadas y que lo nuestro, lo único realmente nuestro, es pasar, nos empeñamos en querer olvidarlo, porque vivir eso, sabiendo que el destino gana sí o sí y que lo único que importa es jugar, sería vivir en el descuento, nacer perdiendo, y eso no”. —Un amor, Alejandro Palomas
También hay flores. En la portada, en el primer párrafo, en la americana con la que recogió su premio Nadal y en los pantalones que ha devuelto antes de esta presentación. Flores que brotan de un pasado que, olvidado, resurgió hace poco “tras una sesión de diván”. Recordó la floristería La Pimpinela, en la barcelonesa calle de Sant Elies, la que fuera su refugio hasta los siete años, entre pétalos y confidencias. A la pregunta que cómo se sintió al recibir el Nadal responde “cubierto de flores”. Luego se mudaron a un pueblo del Maresme y aquel niño sensible, rubio y brillante se acostumbró a las palizas en el colegio y a odiar que se metieran con una madre “albina, hippie y chilena”.
En la conversación con Inés Martín Rodrigo, escritora y periodista de ABC, dice Palomas que una albina no se puede esconder, casi todo lo demás sí. Un superdotado puede fingirse tonto, un gay puede levantarse una coraza. Para evitar el daño se disfrazó de otro hasta que llegó un punto en que no supo dónde terminaba el personaje. Desnuda su pasado con naturalidad y seguridad, con la firmeza del que lo revisita de forma habitual, no en vano dice que para él —y es difícil saber si habla sólo de la novela— el tiempo es circular: “No soy muy bueno viviendo el presente, no se me da muy bien, he llegado al presente continuo, aún no al de indicativo. Vivo mucho el tiempo circular. Veo posibilidades en cualquier cosa. Soy muy arrebatao”.
Martín, que arranca la presentación con una de las citas finales del libro —“primero la vida, después un amor”—, asegura que Alejandro Palomas es amor. “Amor a sus lectores, su familia, la literatura, sus perros, sus amigos… Quien le ha leído lo sabe. Su vida son sus libros, y sus libros son su vida”. El lector se siente parte desde el principio, destaca la periodista, los personajes le abrazan desde el arranque y el tono es cercano, “tejido en el costumbrismo de nuestra realidad más cotidiana”.
Al preguntarle cuánto hay de su familia en su reflejo literario, el autor responde: “A mí me flipa esto. Y me encanta. Me encanta porque es de portería, y yo soy muy portera”. Bueno, añade Martín, “los periodistas y los escritores somos porteras en potencia”. “No tan en potencia”, sentencia tajante el barcelonés, y las carcajadas resuenan por la sala. Asegura que tiene una madre, dos hermanas, una limpia mucho y otra nada, una tiene una novia y la otra tiene un marido, él tiene un perro, su madre tiene una perrita… A partir de ahí casi nada se corresponde con lo que ocurre, aunque “el arquetipo es el mismo”.
Martín se confiesa enamorada de la protagonista, Amalia, y su aplicación del verbo «empotrar». El autor confiesa que dudó “mucho, porque estamos en un momento en que cuesta hacer según qué cosas y meterse en según qué líos. Hay expresiones que odio profundamente: el empoderamiento, la transversalidad, la zona de confort… Las odio, y como no puedo odiar nada, porque ahora no se puede odiar nada, pues meto a esta mujer tan buena, tan cándida, a la abuelita que tienes perdonada desde un principio y puede decir lo que le da la gana, y la utilizo para sacar todo lo que yo no puedo decir en la vida”.
No es el odio lo único prohibido. Temas de actualidad: saltan a la palestra el secuestro de libros, la prohibición de una obra de arte y, aquí sí, asoma el Palomas más serio. “Si yo me meto en ese río pierdo veinticinco lectores en diez minutos. Antes no se hablaba de sexo. Ahora la intimidad no es lo sexual, sino tus opiniones, la intimidad es la social y política y lo estamos normalizando. No se expresa”.
Asegura que después de tanto recorrido el gran romance es el que mantiene con su familia, que no le afectan los premios y que su primer pensamiento al recibir al Nadal fue preguntarse qué iba a hacer con su perro durante la promoción. “Tengo un pedazo de premio, tengo el cariño de la gente». También confiesa que al recogerlo le salió esa parte de niño que aún le queda y pensó: “Lo he conseguido. He conseguido sobrevivir. Me están mirando y nadie se va a reír de mí”.
En un momento determinado reclama a su Lola, Lolita. Resulta ser la mujer rubia y alta que, al poco de entrar, se ha sentado a mi lado con un “háblame, que estoy nerviosa”. “Esta gira y este libro van de flores”, establece Alejandro de forma tajante. Su abuela y su madre eran floristas, la floristería fue su refugio y creció escuchando confidencias de mujeres que hablaban de los hombres de la familia, su padre y su abuelo, “un par de cafres”, remata. “Hoy nos vamos a dar el lujo de estar en familia”.
Lola indica: “Haz un ramo a quien tú más quieras”. “¿A quien yo más quiera?”, el autor parece genuinamente desconcertado. “A quien yo más quiero no está aquí, porque es Rulfo, mi perro”. Lola, que una vez metida en faena controla los nervios a la perfección, es la encargada de la metamorfosis de la mesa florida. Sus dedos bailan entre pétalos y tallos haciendo su magia, mientras Alejandro arrebata la batuta de la charla a Inés Martín, que termina, también, entre flores. El mal tiempo se ha quedado fuera, pero hay un ciclón en acción en la sala y es, por supuesto, el escritor. Entre disparo y disparo, disfrutando como una enana desde hace un rato, me pregunto cuánto han tardado sus agentes y editores en saber que tenían una bomba entre manos.
Mientras florista, periodista y escritor pelean con mandiles y floreros Alejandro habla: “Me preocupan mucho esos niños que viven el bullying todavía, y parece que la situación está como arreglada porque se habla de ello, pero se sigue maltratando la diferencia y eso es algo que me horroriza. Lo peor de eso es que hay un 10% de ti que sigue siendo ese niño siempre, y por eso cuando voy a los colegios siempre los reconozco… Lo que se castiga es la diferencia. Hay muchas personas que brillan al final, y que parten de una oscuridad profunda. Que han tenido que aprender a brillar con mucho esfuerzo. No digo que yo brille, pero sí que llegué muy cansado a ese premio, porque han sido muchos años de tener miedo a que se rían de ti. A ratos creo que sigo siendo ese niño, que hay una parte de mí que no se va, que sigo sin ser valiente”.
Y sin embargo, a los 50, Alejandro Palomas asegura sentirse reconciliado por fin consigo mismo. Rechaza la identificación de bondad con fragilidad y los prejuicios contra los buenos sentimientos, que algunos tachan hoy de buenismo. Si Amalia es su reflejo, Alejandro no parece ser ya, como tampoco lo es ella, alguien que se dejó querer mal por temor a no ser querido, a no merecer más. “En el fondo lo que todo el mundo quiere es que le quieran. Amalia lo tiene muy claro y yo doy gracias de poder tenerlo tan claro para que ella lo tenga así. Hay que ser quien uno es”, resume, sereno, el autor. “Amalia es así, lo que ves es lo que hay, yo soy así. Hoy, mañana no lo sé. Es tan imperfecta que te la quedarías. A todo el mundo le gustaría poder mostrarse así delante de los suyos y no sentirse juzgado en casa”.
Tal vez en esa simplicidad, en esa profundidad de sentimientos y empatía enmarcados en una falta de juicios, en una red de seguridad con la que se pueda contar si tropiezas, en esa familia rara e imperfecta con la que muchos sueñan, radica parte del secreto del éxito de Alejandro Palomas. Yo, tras lanzar las últimas fotos, dejo al autor aún sonriendo, aún charlando y firmando a una larguísima cola de lectores que augura que saldrá de aquí con agujetas en la diestra. Junto a sus manos, reposa un jarrón con flores.
Once citas del autor:
—“Yo no sé si le tengo amor a la escritura. No lo sé, la verdad es que la escritura soy yo. No tengo con ella una relación tan alejada como para quererla. Forma parte de mí. Es como vivir o ser. Algo que he hecho siempre a través de la literatura. Soy yo, es una extensión de mis terminaciones nerviosas, no tengo perspectiva para quererla, no puedo deshacerme de ella”.
—“No se puede odiar nada, y yo odio tanto… Odio el silencio, que es lo peor que te puede pasar, porque claro, qué haces, te conviertes en escritor. Tienes que encontrar los canales adecuados para que eso sea comestible y para que no sea oscuro. Tienes que transformar las emociones jevis en algo positivo”.
—“El sentido del humor es sobrevivir, es supervivencia. Aprendí a reírme de mí mismo antes de que los demás lo hicieran, porque de ese modo la burla que viene del exterior no te afecta. Soy un experto en eso, en reírme de mí, algo heredado de mi Amalia particular. Mi madre aprendió a reírse de sí misma cuando era muy pequeña”.
—“Ya no necesito tanto a la madre —ya me vale, a los 50— y estoy descubriendo a la mujer, y es mucho mejor”.
—“¿Síndrome de la página en blanco? Nunca, jamás. ¿Yo? Página en blanco, ninguna. Yo veo una página o un ordenador encendido, y lo lleno. Es como orgánico, me sale, no tengo ese miedo, y además es que no lo entiendo”.
—“Tengo la suerte, no sé cómo ha sido, de que en las redes sociales se me trata súper-bien. Es un mundo que no tiene fin. La crítica literaria… Debería importarme mucho. Si digo que no me importa, me crujirán. Si digo que no lo sé, también. Si digo que me importa mucho, también. Creo que cada vez somos mundos más separados”.
—“Con la literatura se puede decir todo y se debería poder decir todo, pero cada vez se puede decir menos. Cada vez hay más ismos. Primero hay una censura y después, cuando está extendida, ya no hay que seguir fumigando, y ahí llega la autocensura, porque te acostumbras. Y el trabajo lo haces tú. Yo participo de eso. Lo pienso al escribir: «Igual esto va a sentar mal al colectivo tal». Por eso cojo voces inapelables, a la ancianita que dice las cosas que yo diría. Con esa candidez y esa inocencia de abuelita buena… Es mi forma de lidiar con la censura. Si como narrador dijera todas esas cosas estaría en la cárcel”
—“Sin lectores no hay libro, yo los necesito, y yo no escribo para mí… Si tú escribes para publicar es para los demás, si escribes para ti llevas un diario. Yo escribo para disfrutar y para hacer disfrutar. Si no me disfrutan la hemos cagado”.
—“Yo un libro lo leo hasta la página 32. Ahí o sucede o no, o te enamoras o no”.
—“Hay una película que todo el mundo ha visto, que a mí me gusta mucho y que mucha gente dice que es una cursilada, yo vadeo entre lo cursi —me mola vadear ahí—. Lo jevi de Amélie es que hay un mundo, y esos ojos te van guiando por una realidad que no es la tuya y que es tan… es como táctil. Hay gente que no entra en ese mundo, igual que no entra en el mundo Amalia. La deficiencia incomoda. Y yo juego mucho con eso. Está esa candidez, esos ojos de niña pequeña, esa torpeza… y no la puedes regañar, lo que viene es el rechazo, porque toca demasiado. Y a mí me gusta eso, es lo que yo hago en literatura, tocar hasta que duela”.
—“Hay gente que tiene un color especial, yo los veo en los colegios, una luz especial en la mirada, una curiosidad, una forma especial de pedir respuestas, yo los llamo los niños porqué”.
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