En el grupo de gente que visita anualmente Chile están los que van por la belleza de Valparaíso o de Atacama, los que van por el mar o la fiesta o la comida, los que se encuentran por allí de camino y finalmente otro grupo, conformado por unos pocos: los que van por la poesía. Se dice que Chile es un país de poetas porque tienen a Huidobro, a Mistral, a Neruda, a Lihn, a Parra, a Zurita y a Rojas y también a Lemebel, pero en realidad son los poetas chilenos los que se encargan de decir que Chile es un país de poetas. Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) ha escrito, desde “Chile”, el despacho minúsculo de su casa en Ciudad de México, un libro sobre ellos. Zambra ya era conocido en España gracias a sus dos primeras nouvelles Bonsái y La vida privada de los árboles (Anagrama, 2006, 2007), así como por su vuelta a los años de la dictadura chilena en Formas de volver a casa (2011). La familia ocupaba una posición central en todos los libros del autor, y Poeta chileno (Anagrama, 2020) no es una excepción, si bien aquí hemos de asumir que toda relación natural está ironizada: la familia es “familiastra” y la identidad chilena explota en un absurdo de contradicciones cuando llega Pru, una periodista neoyorquina. Como la gata Oscuridad que aparece en la cubierta asistimos, a lo largo de más de cuatrocientas páginas, al vaivén poético y familiar de Gonzalo y Vicente, padrastro e hijastro o simplemente amigos.
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—Empezaste escribiendo poesía y Bonsái, en cierta medida, está concebida como un poema, con esa idea del cuidado, de que todo parece estar de más. En Poeta chileno hay un peso estructural mucho más grande.
—Sí, me disculpo por eso… Publicar libros largos es una descortesía, me tranquilizaba ser autor de puros libros cortos. El solo hecho de publicar un libro es absurdo, es como decirle al mundo, con redobles de tambores, ¡léeme! Y ahora más encima me salió un libro largo. Lo siento.
—En Formas de volver a casa, y en general en la literatura de los hijos, está la presencia de la familia como algo irreconciliable, que pesa sobre los hijos en forma de culpa o de condena. En Poeta chileno, sin embargo, hablas de “familiastra” e ironizas toda relación “natural”.
—Sí, esta es más una novela sobre los compañeros de juego. Me gusta mucho esa cita que abre la novela, que viene de El gran Maulnes, pero traducido intencionalmente mal, o tal vez recordado de memoria, en «Los dominios perdidos», del poeta chileno Jorge Teillier: «No hay casa, ni padres, ni amor: / solo hay compañeros de juego». Igual no me gusta reducir las novelas a temas. Últimamente pensé muchas veces que en la literatura el tema principal siempre es pertenecer. Es el único tema inevitable. No es que decidas hablar de eso, sino más bien que todos podríamos contar cualquier historia a partir de las tensiones de pertenencia, las comunidades a las que pertenecimos o quisimos pertenecer. Cómo nos relacionamos con la primera del plural y con la primera del singular. Siempre está esa tensión entre el yo y el nosotros. Del adentro y del afuera. De pronto ese nosotros es la pareja, la familia, el barrio, el país, el mundo. Todos los relatos hablan de eso o pueden ser leídos desde ahí.
—¿Qué papel crees que juega la originalidad en la creación literaria contemporánea?
—El pensamiento acerca de la originalidad paraliza y deprime, sólo puedes volver a bailar cuando dejas de pensar en ella. Yo creo más bien que la originalidad es inevitable y sin embargo estos meses horribles me he dejado llevar por la idea de que la estamos perdiendo. Igual hay algo hermoso en la pérdida colectiva de la originalidad. No es cierto que todos estemos escribiendo lo mismo, pero de pronto sobreviene esa impresión, esa ilusión. En pandemia he sentido muy vivamente, al momento de escribir una frase, que alguien está diciendo exactamente lo mismo que yo y de la misma manera y en ese mismo instante. A veces siento la tercera persona más plena y hasta más verdadera que la primera.
—En el libro hay un claro cisma entre los personajes masculinos y los femeninos. Es algo que ya ocurría en Formas de volver a casa, donde los personajes femeninos eran un contrapunto. ¿Cómo lograste configurar este mapa de la masculinidad?
—Claro, en Formas de volver a casa me interesaba mucho la disidencia de esas figuras femeninas, incluida la madre del protagonista. Y creo que la discusión sobre lo masculino es central en Poeta chileno. La incomodidad ante la palabra «padrastro» de algún modo se proyecta hacia lo propiamente masculino. Los padrastros son los malos, eso demuestran la literatura y la prensa y hasta el lenguaje, el diccionario. Es difícil identificarse con esa figura. Entonces un padrastro no necesariamente se junta con otros padrastros, tal vez porque comparte el prejuicio. Se ve a sí mismo como una excepción. Sucede lo mismo con lo masculino, no es tan fácil identificarse con otros hombres, no es tan fácil sentirte incluido en alguna definición de lo masculino.
—La relación de Gonzalo con la poesía comienza con el entusiasmo y acaba con el fracaso. ¿Es ese el proceso más común?
—No sé. Es que éxito y fracaso son palabras tan manoseadas, es difícil tomarlas en serio. El verdadero fracaso es cerrar la puerta. Algunos lo primero que hacen es cerrar la puerta. Te dejaron entrar, gracias a la poesía estuviste menos solo y fuiste moderada o esporádicamente feliz, y sin embargo apenas puedes cierras la puerta con llave para que no entre nadie más. Yo creo que hay que dejar la puerta abierta. Tal vez la única obligación es dejar la puerta abierta.
—No sé si sigues escribiendo poesía, pero aquí has tenido que hacerlo para identificar a cada personaje con su forma de escribir. ¿Crees que se puede conocer a alguien por cómo escribe?
—Nunca he dejado de escribir poesía, pero supongo que hace mucho tiempo que dejé de escribir buena poesía, si es que alguna vez lo hice, si es que alguna vez la poesía me resultó. Los poemas de mis personajes, por supuesto, no son míos. Los escribí yo, pero no son míos. Y si no los hubiera escrito (escribí muchos más, en realidad) me habría resultado imposible conocer a los personajes… Ese poema de Gonzalo, «Garfield», que aparece en la novela, es una versión irreconocible de un poema mucho más breve y no muy bueno que escribí a los veinte años pero nunca publiqué. No es la primera vez que algo así me pasa. En Facsímil, por ejemplo, hay textos que escribí hace quince años, por supuesto que en versiones bien distintas.
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