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Alejo Stivel: «Tengo la muerte presente pero no le hago caso»

Alejo Stivel: «Tengo la muerte presente pero no le hago caso»

Es importante saber que a casa de Alejo Stivel (Buenos Aires, Argentina, 1959) se ha de entrar con los pies descalzos. Vive en La Prospe desde que llegó a Madrid con su madre en 1976. Fue el primer piso que ella, Zulema Katz, visitó con una agencia. «Como veníamos en una situación tan estresante lo alquiló. El tipo iba a llevarla a ver diez más, pero ella no tenía más capacidad para dedicarle tiempo y energía, y nos vinimos aquí», cuenta el autor de Yo debería estar muerto (Espasa, 2024), un volumen de casi trescientas páginas en las que recoge sus memorias.

Si estas paredes hablaran, para empezar no hablarían mucho, pues Alejo Stivel hizo reformas hace unos años. Tiró una pared de aquí, otra de allí… Era totalmente diferente. «Tiré muchas paredes, con lo cual tiré mucha habladuría también. Pero sí, podrían contar muchas cosas». Señala el músico y productor argentino hacia la pared que tiene enfrente, donde antes había un dormitorio. Ahí compuso «Quiero besarte» con Ariel Rot. A su espalda, toda una estantería de discos y libros con los que se ha ido quedando a lo largo de su vida. Él los llama «los selectos». Mira hacia los elepés que se trajo de Buenos Aires. «Le dije a mi madre que podía dejar toda mi ropa, todas mis zapatillas… pero no podía dejar ni uno solo de mis discos, porque eso era mi vida». En la pandemia liquidó los que le parecían que no eran interesantes y los vendió en la tienda de discos La Metralleta. Se han ido quedando los Beatles, Rolling Stones, Led Zeppelin, Jimi Hendrix, Bob Dylan y el rock argentino. Para disfrute de los melómanos, Alejo acompaña sus memorias de canciones que ponen la banda sonora a cada capítulo, empezando por la reciente grabación de «Soy un animal» con Joaquín Sabina.

Contaba Alejo con diez años cuando Julio Cortázar le firmó en 1970 el disco Por él mismo: «Para Alejandro, con todo el cariño de su amigo Julio». Es una de las muchas joyas que el músico argentino guarda en su casa, como los versos que Juan Gelman le dedicó a los cinco años. Sobre la mesa, un ejemplar con solera de El reino del revés, de María Elena Walsh. Toma acomodo Rebeca, una de las dos gatas de Alejo. Mirta no será vista durante la siguiente entrevista. Rebeca se sube al sofá, restriega su cabeza contra el brazo del entrevistado. Se tumba sobre sus piernas. Se deja acariciar. Ronronea. Alejo saca su móvil —tiene una llamada perdida de Manuel Jabois— para hacer una foto. «Dejé en Argentina a mi gata Celeste. Eso me partió el alma. Hizo que nunca más quisiera tener animales, gatos básicamente. Pero hace cinco o seis años aparecieron estas dos gatas maravillosas y claudiqué». Celeste había sido como una hermana desde los dos años. Recuerda la letra de «Ya soy mayor»: «Un gato durmiendo en mi cama al despertar / me va a acompañar a jugar. / Quiero que alguien cuente un cuento para mí / porque no puedo dormir». Ella es la gata de la que habla en la canción. «Un viaje en barco de quince días no era muy apropiado; los veterinarios me dijeron que iba a sufrir mucho y, además, no sabíamos dónde íbamos a ir al llegar aquí». Rebeca se revuelve en el sofá. Va de salto en salto hasta la silla de barbero en la que está sentado Alejo, que anhela poder vivir doscientos años si pudiera ser.

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—¿Qué razones le hacen sentirse culpable de vivir?

"Soy una persona casi cero culpable. Se me ha educado para vivir sin culpa. No creo haber hecho daño a nadie"

—Creo que eso debe de haber sido una sensación un poco efímera; pudimos escaparnos y salvar la vida, pero no me siento culpable por eso. Soy una persona casi cero culpable. Se me ha educado para vivir sin culpa. No creo haber hecho daño a nadie. Puedo haber tenido mis rencillas con algunos amigos, pero probablemente fue algo a conciencia de mi madre evitar la culpa judeocristiana. No sé lo que es la culpa.

—¿Por quién moriría usted?

—Moriría por por una o dos personas que conozco. Si estuvieran en una situación de vida o muerte arriesgaría mi vida por ellas. También moriría si estuviera en una situación no agradable de vida. Quiero vivir muchos años, pero si no estoy bien, si no estoy en plenitud de mis facultades físicas y mentales… no lo sé. Eso es lo que opino hoy. En mi última ocasión —de las veces que podía haber muerto— me planteé tomar el autobús hacia la otra dimensión si eso que yo sentía en ese momento duraba mucho más.

—Michael Goulden, especialista en terapias corporales de vanguardia en Londres, le preguntó cuánto quería vivir y usted respondió que cien años.

—Sí. Y escribió en la pizarra «Project One Hundred». Quiero vivir cien años, y además estoy seguro que si llego voy a querer vivir más. Me encantaría la vida eterna. Hay mucha gente a la que le dices esto y te contesta que con ochenta años ya ha tenido suficiente. Mi vida es tan entretenida, tan poderosa y tan poco rutinaria (nunca hay un día igual al anterior)… Entiendo que haya gente que si va a una oficina todos los días piense en jubilarse, pero luego se aburre de jubilado. Creo que la vida es muy dura para la mayoría. Por suerte la mía, aunque ha tenido momentos durísimos y muy trágicos, también ha tenido momentos fabulosos. O sea, tengo saldo positivo. Entonces, si la vida sigue así, si puedo vivir doscientos años, pues mejor.

—¿Son tiempos para el optimismo?

"Un millón de personas murieron en Irak y yo no vi nunca que se hayan pedido medidas para sancionar a Estados Unidos por crímenes de guerra"

—Justamente no, por eso mi naturaleza me hace despertar optimista y de buen humor. Hay gente que se despierta de muy mal humor. Yo lo hago de buen humor, sobre todo si pude dormir buen. Más difícil si dormí poco y mal. Soy optimista por naturaleza, natural born, pero según voy tomando contacto con el mundo y con la realidad me voy volviendo más pesimista porque no me dan muchas señales para mantener el optimismo. Hay algunas que sí, pero está complicado. No creo que esté más complicado que en otros momentos. Es más: creo que está menos complicado, aunque es algo que depende de la geografía. Mira la gente que está ahora en Ucrania, en Gaza o en países de África que se encuentran en guerra. Por lo visto ahora mismo hay diecisiete guerras allí y sólo nos enteramos de dos porque son las más cercanas; matan a un tipo en Ucrania y nos enteramos a los diez minutos. Hace cien años igual no te enterabas nunca. Y no hablemos ya de hace ochenta años, cuando en Europa hubo sesenta millones de muertos, que se dice rápido, en la Segunda Guerra Mundial. Y hace quince en Irak murieron un millón. Pero da igual, porque una vida es una vida. Lo que quiero decir es que la transcendencia de Irak no era tanta. Un millón de personas murieron y yo no vi nunca que se hayan pedido medidas para sancionar a Estados Unidos por crímenes de guerra. ¡Mataron a ochocientos mil civiles! No quiero decir que la cantidad haga la diferencia, como tampoco creo que haya diferencia entre los mil doscientos tipos que mataron el 7 de octubre y los treinta mil de ahora. Cada vida es una vida. Lo del 7 de octubre fue un crimen de guerra. La humanidad es un constante horror.

—¿Piensa que hay un repunte de antisemitismo por lo que está sucediendo en Gaza?

—Sí. Y vaya por delante que estoy totalmente en contra de Benjamín Netanyahu, de sus «socios» de Vox y de la matanza. Me parece una barbarie, y espero que Netanyahu acabe sus días en una celda. Pero también espero que acaben en una celda los que atentaron el 7 de octubre en aquel festival y ahora tienen rehenes a los que torturan diariamente o van matando de manera random. Igualmente estoy en contra de condenar a todo el pueblo israelí por algo que hace su gobierno, porque entonces tú serías culpable de las matanzas de Franco. Hay un gran porcentaje de la población israelí que está en contra de Netanyahu, que se manifiesta en contra de él y que quiere que acabe la guerra y vuelva la paz, como sucede en Gaza y Cisjordania, que también quieren vivir en paz. Lo que pasa es que sus jefes, que viven muy bien desde la poltrona dando órdenes, gastan sus millones en armas en lugar de hacer que la población viva mejor.

—Cuenta en el libro que su relación con la política era más emocional que activa.

"Tengo incluso un amigo fanático de Javier Milei, y lo quiero igual, porque es mi amigo de toda la vida. No entiendo por qué apoya a Milei, pero no me voy a pelear con él por eso"

—Sí. No soy militante político. Cuando puedo apoyar, apoyo. Soy de izquierdas, he apoyado a Alfredo Pérez Rubalcaba, he apoyado a José Luis Rodríguez Zapatero y he apoyado a Pedro Sánchez. Esa opción coincide más con mis ideas que la otra. Tengo amigos de derechas, amigos del PP, y nos llevamos bien. Tengo incluso un amigo fanático de Javier Milei, y lo quiero igual, porque es mi amigo de toda la vida. No entiendo por qué apoya a Milei, pero no me voy a pelear con él por eso. La política la tengo un poco inculcada desde nacimiento. Yo me crié en un hogar cultural/político. En mi casa estaba tirado en un sofá, con siete u ocho años, encima de gente que eran o escritores o políticos o actores, oyendo sus conversaciones y las discusiones.

—¿Eran montoneros?

—Bueno, había montoneros y no. Había gente de todo tipo. Cuando oía esas conversaciones yo sacaba mis conclusiones posteriormente.

—¿Fue Paco Urondo quien le dio el El libro rojo de Mao Tse-Tung?

—Sí. Y no sólo me lo dio, sino que me hizo una explicación brutal de la sociedad desde la Edad Media. El comunismo primitivo que se llamaba, el trueque y la explotación del hombre por el hombre. Fue una masterclass de sociología política y yo tenía diez años.

—¿Lo entendía?

—Sí, porque me lo explicó de una manera súper pedagógica, muy simple.

—¿Cómo te cambió la perspectiva la «masacre de Ezeiza»?

—Me asusté mucho, obviamente. Me di cuenta que estaba pasando algo más serio de lo que yo había visto hasta el momento. No había habido una tragedia en Argentina todavía muy grande. La dictadura de Alejandro Agustín Lanusse era más una dictablanda, había muerto muy poquita gente, habían llevado preso a Paco Urondo, pero no había sido tan brutal como la que vino después. Todavía tras lo de Ezeiza estuve un poco —más o menos— jugando con la militancia. Yo tenía catorce años, así que no podemos decir que era una cosa muy en serio. En el colegio había una cierta militancia light, pero según fue pasando el tiempo se empezó a poner la cosa más pesada cada vez y fue dando más miedo. Y como digo en el libro, soy un cobarde. No tengo ningún problema en asumirlo. Creo que la valentía está sobrevalorada. Como diría Joaquín Sabina, que ser valiente no salga tan caro. Hay gente que tiene más valor para algunas cosas, yo tendré valor para otras, pero no para arriesgar mi integridad física ni mi vida. Aunque valoro mucho a la gente que lo hace. Pero también creo que no es menos el que no lo hace. Ezeiza fue un impacto muy grande. Me pareció que estaba viendo una película de tiros.

—Después no podía ver películas de acción por eso mismo…

—Pero eso fue después de que mataran a Paco Urondo. No podía ver ni una película de tiros, ni de cowboys, ni de guerra, ni policiales… No podía.

—Si el miedo se transforma en tristeza, como dice en sus memorias, ¿cuánto hacen las drogas para que se convierta en lo contrario?

—Las drogas sin duda te quitan el miedo. Solamente con saber que tenía la droga en el bolsillo se me quitaba. Me daba tranquilidad sin tomarla. Quita el miedo y las penas, pero también quita un poco las alegrías porque lo que hace es que te anestesia. Si tú estás sufriendo mucho te quita el sufrimiento, pero como suelen decir, para poder ser feliz también hay que saber ser infeliz.

—Ya no tomaba drogas cuando años después de la disolución de Tequila se sintió incapaz de volver a salir a cantar a un escenario, como le sucedió en la presentación de Usar y tirar, de M Clan, en Madrid.

"Cuando empecé a salir a cantar de adolescente tampoco tomaba drogas. Igual fumaba un porrito o me tomaba una cervecita, pero afrontaba ese miedo escénico a pelo"

—Si no, no hubiera tenido miedo escénico; me habría metido una raya y saldría a cantar de puta madre (Risas). Cuando empecé a salir a cantar de adolescente tampoco tomaba drogas. Igual fumaba un porrito o me tomaba una cervecita, pero afrontaba ese miedo escénico a pelo. Pero uno a esa edad es más inconsciente, tiene menos vértigo, entonces hace las cosas más porque sí. Después de veinte años de no subir a un escenario, ya siendo una persona con más consciencia y con más sentido de la realidad, estaba acojonadísimo.

—Joaquín Sabina también pasó por un episodio de miedo escénico…

—Sí. Él dice que fue miedo escénico. Se pone muy nervioso antes de las actuaciones. Yo ya no me pongo tan nervioso salvo en casos especiales, como por ejemplo en Buenos Aires, antes de la primera actuación en mi vida allí. Estaba muy nervioso, muy cagado. Madrid también impone mucho porque están todos los colegas. Hay momentos en los que me pongo muy nervioso, pero no llega a ser pánico, no son nervios paralizantes, sino unos nervios que casi te diría que son hasta buenos. Pero Joaquín se pone muy nervioso, y me sorprende, con tantas actuaciones que lleva encima. ¿Más de mil? Creo que fue una mezcla de nervios y que se sentía mal, se mezclaron varias cosas. Él dice que fue «un Pastora Soler», que sí que parece que tuvo un momento de crack, de pánico escénico. Eso le ocurre a alguna gente de vez en cuando.

—Cuenta en este libro que quizá tenga que agradecerle toda su carrera en los escenarios a Valle-Inclán y al nieto bastardo de Juan Manuel Montenegro. ¿Por qué?

"Participar en un escenario, con esas luces y como en penumbra, tenía una magia para mí súper atrayente. Creo que ahí me picó algo"

—Por la primera vez que salí a un escenario en mi vida. Yo parecía que iba a ser actor (por todo mi entorno) y mi mamá estaba haciendo Romance de lobos, de Ramón María del Valle-Inclán, en el Teatro San Martín, en Buenos Aires, una sala para dos mil quinientos espectadores fabulosa. Es un lugar impresionante que se hizo en la primera época de Juan Domingo Perón. Ahí había dos niños que eran los nietos bastardos de Juan Manuel Montenegro y que iban de la mano de una mujer, como si fuera la abuela. Todos iban vestidos con tela de saco y maquillados para parecer demacrados. Yo iba al teatro muy seguido y si algún día fallaba un niño —porque tenía gripe o por lo que fuera— y coincidía que yo estaba ahí, estaba como loco por salir (esto ocurrió tres veces). Se lo decía a mi mamá y ella me respondía que yo lo que tenía que hacer era ir al cole. Era una obra de cuatro horas todos los días de la semana con un elenco de cincuenta actores y yo iba los fines de semana (viernes, sábado y domingo). El tercer personaje en importancia era la actriz que hacía como de abuela. Yo salía con ella de la mano y veía a tres mil personas del público de pie bramando. Participar en un escenario, con esas luces y como en penumbra, tenía una magia para mí súper atrayente. Creo que ahí me picó algo.

—Con razón decía su madre que le educó para el éxito, ¿no?

—Sí. Eso igual era una boutade que le dijo a los de la compañía de discos cuando venían de listos, como dando a entender que ellos habían hecho que la banda de su hijo, Tequila, fuera famosa. «Yo lo crie para eso», decía.

—Dijo la poeta Louise Glück que miramos al mundo una sola vez, en la infancia, y que el resto es memoria. ¿Hacía dónde mira usted ahora?

—Pues la verdad, por un lado tengo muy poca memoria; soy muy desmemoriado. Al libro le iba a poner Las desmemorias. Pero por otro lado me siento como muy niño. La gente que me conoce muy cercanamente lo nota de una manera bastante pronunciada. Yo tengo la curiosidad de los doce años. Sé que es un poco freak decir esto, pero en muchos aspectos —en otros soy un viejo resabiado, pero poco— de mi manera de ser estoy totalmente en contacto con el niño que fui.

—¿Ha vuelto a saber de su amigo Claudio Méndez?

"No sé si tengo un ángel protector o algo que me saca de ahí cuando está por llegar"

—No. Si este libro lo llegan a editar en Argentina, espero que pase por una librería, lea «Alejo Stivel» y se lo compre. No sé si sabe que me llamo Alejo. Supongo que sí, porque mi nombre es Alejandro Stivelberg, que es como él me conoce. Lo dejé de ver a los nueve años, cuando me cambié de colegio. Así que si ve el libro y lo lee, verá que digo: «Claudio, si estás en algún lugar, da señales». Lo digo mucho generalmente cuando voy a actuar a Galicia o a Asturias, porque él era de allí. Pregunto quién tiene familiares al otro lado del charco y mucha gente levanta la mano, entonces cuento esta historia y digo que el concierto va dedicado a Claudio Méndez. Es un momento emotivo. Pero no sé qué fue de su vida, no sé si vive, no sé nada. De hecho lo busqué por Facebook y encontré a un Claudio Méndez que tiene una edad parecida, creo que casi la misma, y le escribí: «¿Tú eres Claudio Méndez, el del colegio Mariquita Sánchez de Thompson?». Yo estaba convencido que lo había encontrado, pero no era él. Tendría que hacer un documental: Looking for Claudio Méndez.

—¿Ha vuelto a saber de la muerte?

—No, yo no sé nada de la muerte. La tuve cerca muchas veces, como dice el título del libro, pero como se diría en terminología futbolística argentina, le hice la gambeta a la parca varias veces. No sé si tengo un ángel protector o algo que me saca de ahí cuando está por llegar. No sé tampoco si me va a pasar cerca, pero miro para otro lado. Tengo la muerte presente pero no le hago caso.

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