El cuaderno gris y otros textos, de Aleksandr Vvedenski, ha sobrevivido a innumerables atentados contra la libertad de expresión artística, y eso es buena señal. El arte verdadero, el que no se suscribe a una ideología totalitaria, el que nace de un espíritu insobornable, es difícil de borrar del mapa. En algún momento de la historia reaparece, como hierba indomeñable. En todo acto revolucionario hay una paradoja intrínseca. Lo que en un principio se inicia como revolucionario se torna uniformemente —y de un plumazo— en sistema impuesto y deja de ser revolucionario, dando lugar a la eclosión de las siguientes revoluciones. El movimiento OBERIU da una vuelta de tuerca a la vanguardia endogámica rusa, va más allá del futurismo, proclamando un espíritu irónico alejado del componente utópico. Se podría afirmar que las vanguardias son como matrioskas: cuando la abres, descubres otra.
Lo que en su día fue un intento de «dar una bofetada al gusto del público», desdeñando a autores colosales previos de la talla de Pushkin, Tólstoi o Dostoievski, les valió a los futuristas desarrollar el síndrome de la mano ajena y sentir en sus propios rostros el abofeteo constante del sistema soviético. Bajtín, Kazarov, Olesha, Maiakovski e incluso el Premio Nobel Pasternak tuvieron las buenas intenciones propias del arte renovador, para ser finalmente engullidos por la masa bulímica e informe de la ideología propagandística. Les permitieron etiquetarse como revolucionarios, les dejaron sacar a la luz todo el fervor de su talento, toda la furia de la creación instintiva —casi feromónica—, la pulsión de atentar contra las leyes impuestas, lo normativo, pero solo hasta alcanzar el objetivo político de los incitadores revolucionarios. Después, en 1934, y tras la sugerencia de Gorki a Stalin de acorralar al rebaño artístico y evitar que se desparramara fuera de los lindes soviéticos, fueron recluidos en la Casa de Creación para los afiliados al Fondo Literario en Peredélkino. La Unión de Escritores Soviéticos supervisada por Stalin —donde las subjetividades se colectivizaban a punta de pistola— tuvo el mismo destino trágico que las corrientes artísticas extraoficiales, como los oberiutianos o los Acmeístas Nikolái Gumiliov, Anna Ajmátova y Ósip Mandelshtam.
La misma muerte que hermana a los hombres, el idéntico final que desintegra la secuencia lineal del tiempo, donde se infiere una ontología mística, casi premonitoria, que se resolverá en la resurrección del Salvador, tal y como ya anticipaba el simbolista Blok en Los doce, uno de los poemas más grandiosos de la Edad de Plata de la poesía rusa. Vvedenski confiesa la incapacidad de la razón de poder mostrar una realidad fidedigna más allá del tiempo en que es observada. Por un lado, están las conexiones que por naturaleza intrínseca relaciona a los objetos entre sí, y por el otro, las que la mente y el consenso social establecen como relacionadas.
El cuaderno gris y otros textos pellizca la conciencia, hace tambalear los cimientos del conocimiento consensuado, cuestiona, rebate, demuele e incluso ilumina ese rincón en penumbra donde reposa aletargada la imagen primigenia de nosotros mismos, alejada del pensamiento industrial, de la máquina de etiquetar y catalogarlo todo, incluso lo que no se puede identificar: lo abstracto e inaprehensible. El poeta ruso nos ofrece una forma de mirar sin atributos, individualizada y susceptible de infinitas interpretaciones, rompiendo las cadenas que a menudo someten al lector y dejándolo libre en mente y alma.
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Autor: Aleksandr Vvedenski. Traductor: Cristian Cámara Outes. Título: El cuaderno gris y otros textos. Editorial: Salto de Página. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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