Escribo este texto una semana antes de que se estrene en Netflix un documental sobre las mentiras de lo que nos llevan vendiendo como “pesca sostenible” desde hace décadas. Con llevan me refiero al gobierno español —célebre por ser la sede de incontables clanes mafiosos en lo que a pesca ilegal se refiere— y la Unión Europea —la burocracia más incompetente a la hora de establecer normativas de pesca y gestión de ecosistemas marinos, y miren que el listón estaba alto. En ese documental toma relevancia una ONG de la que fui miembro en activo en diversas facetas y países. Pero no tiene nada que ver con mi texto de hoy, pues la decisión de abordar unas columnas más enfocadas en lo medioambiental, con su toque mínimo de aventura, y sus grandes pinceladas de concienciación, la tomé antes de saber que este documental iba a ser estrenado.
El tiburón ballena (Rhincodon typus) es el pez más grande con vida en nuestro antropoceno. Y también un organismo filtrador. No es uno de esos elasmobranquios armados con un maravilloso arsenal de dientes que se renuevan y auto-afilan, así que ya puede despertar más simpatías que ese marrajo al que los pescadores españoles y portugueses están conduciendo a la extinción. Viajan por todo el mundo, se reproducen en lugares que no terminan por estar claros y, en general, son unos gigantes extremadamente gentiles.
Uno de los lugares que los tiburones ballena visitan con frecuencia en sus travesías es Oslob, en Filipinas. Se sospecha que por ese área de las Bisayas centrales se puede encontrar un punto importante en el que nacen los diminutos tiburones ballena. Ya nacen vivitos, literalmente coleando, y no practican esa actividad de canibalismo embrionario intrauterino que tanto escandaliza, una razón más para que nos sean simpáticos. Bien, pues en Oslob el modo de vida tradicional ha sido siempre la pesca artesanal. Aparte de esto, poco más se podía hacer en el pequeño pueblo aledaño a la costa para ganarse la vida: poner las redes y esperar que los peces quedaran enredados, para recogerlas horas más tarde. Las peleas de gallos y el tráfico de drogas son una fuente de ingresos poco estables.
El problema surge cuando los tiburones ballena, que son literalmente cegatos —lo dice alguien a quien le han pasado por encima como un rodillo con ese cuerpo que es tan duro e indiferente como el acero— quedan atrapados en las redes de pesca y las arrastran tras de sí. Entonces la comunidad hace lo único que tienen a mano. Está mal, es hasta ilegal, pero ¿qué es peor que morir de hambre? Pues venga. A matar tiburones. Sí, son los grandes, inconfundibles, los tiburones ballena, los que destrozan las redes, porque los pescadores las colocan en la dirección de las mismas corrientes que arrastran a los invertebrados de los que se alimentan los tiburones ballena y también los peces que los humanos quieren. ¿Pero no pagaban bien los chinos por las aletas de estos bichos? Pos ea, que tenemos la excusa, la recompensa y los medios. A matar tiburones. Pero de comerse la carne ni hablar, que acumula unas cantidades de urea y óxido de trimetilamina —cosas que tiene vivir en el mar, que más te vale acumular orina en los tejidos o te deshidratas— que hacen que los restos no los quieran ni los perros. Que sí, que en su pueblo, que su amigo pescador, que usted en verano habrán comido tiburón, o lo que crean tiburón, pero son especies que se cuentan entre las dos o tres que podemos —que no debemos— comer.
Claro que matar a un animal de 8 metros, y más desde una barquita de madera, no es sencillo, en especial si los animales son lo bastante listos para sumergirse antes de que los pillen. Hasta que llega el día en que los pescadores descubren por accidente que cuando están comiendo en la superficie, los bichos no se mueven ni aunque les pase por encima un monzón entero. Valiéndose de un cebo de zooplankton y carne de pescado, preparan el rastro de alimento a favor de la corriente, y los tiburones aparecen. Entonces no hay más que sujetar sus cuerpos al lateral de dos botes con los ganchos que hagan falta. Entre tanto, un par de hábiles pescadores se deslizan de punta a cabo del animal cortándole las aletas. Luego lo sueltan y pa’l fondo. Tardará días en morir. Estoy seguro de que vieron las imágenes de cierto documental célebre en el que grabaron la agonía de un tiburón más pequeño sin aletas abandonado en el fondo del mar.
Los pueblos en Filipinas son minúsculos. Una larga hilera a ambos lados de la carretera. Nunca falta la escuela, la tienda de asados, la panadería y el 7-Eleven —lo juro por los clavos de Jesusito—. Lo que tampoco faltan son los móviles. Hay una adicción a los videojuegos en medio de la nada en Filipinas que uno no lo termina de comprender. Pero no estamos para criticar, ¿verdad? El caso es que con la abundancia de teléfonos móviles es lógico que el vídeo de un tiburón comiendo en la superficie y dejándose tocar por humanos dé la vuelta al mundo. La parte en que lo matan la omiten.
Chachi piruli. Pues un día aparecen por la zona unos turistas japoneses, que pasaron de cargarse filipinos a patadas en la Segunda Guerra Mundial a ir de vacaciones de Semana Santa, y les ofrecieron una cantidad de dinero pornográfica a un pescador por llevarlos a tocar a los tiburones. De aquí al triunfo solo hubo un paso.
El pueblo montó una cofradía de guías turísticos en Oslob. Se aseguraron de perseguir la protección de los bichos en sus aguas, de dejar de matarlos y de aniquilar a la competencia. Si quieres coger la barquita y llevar turistas a ver a los tiburones, tienes que ser de la cofradía y seguir sus normas. O… bueno, ¿Filipinas no es aquel país cuyo presidente presume de haber matado drogadictos y traficantes él mismo cuando era alcalde? Nos damos una idea, pues.
A no mucho tardar, cada día llegan al pueblo entre quinientos y mil turistas. Principalmente de Asia. Toda esa gente será montada en barcas y conducida a la zona de contacto con los tiburones ballena, mientras otras barcas van cebando las aguas. Cada día, desde las seis de la mañana a las tres de la tarde. Y bueno, con los turistas llega la contaminación, las interacciones irregulares con los tiburones, el turista británico cretino de turno montado encima de un tiburón ballena…
Y los científicos. O como quieran llamarse. Que se las apañan para inventar preguntas absurdas que les permitan seguir publicando. Establecen relaciones con los pescadores, y les autorizan a trabajar en la zona. Porque sí, para todo allí debes estar a buenas con ellos. Llegan niñitos de Australia y Estados Unidos a hacer trabajo de campo para unos señores en Italia. Y apuntan lo que les mandan. Obvian la contaminación del fondo marino —en el que abundan gafas de sol, envoltorios de plástico, algún que otro aifon—, obvian la muerte de la delicada barrera de coral que existió en la zona y que la actividad turística ha desencadenado, así como obvian la malnutrición de los tiburones ballena, la presencia de parásitos en su exterior, y la gran concentración de estos animales. ¿Medir los parámetros del agua? ¿Eso como se ase, Manolo? Ellos solo están ahí para tomarse fotos, sentirse aventureros y anotar lo que les han pedido que anoten. Cuatro tonterías, nada que implique pensar realmente.
Verán, el tiburón ballena es una especie gregaria, que vive en soledad y solo se agrupa para reproducirse. Nunca permanecen en la misma zona mucho tiempo. Y en las circunstancias en que varios ejemplares comparten unos quinientos metros durante ocho horas diarias, haciéndose residentes, solo por la certeza de que habrá comida, la suficiente para que vengan pero no tanta para saciarlos y que no regresen al día siguiente, lo que se desencadena es la aparición de enfermedades. Algunas transmitidas por los seres humanos. Otras por la gran acumulación de tiburones ballena. La pequeña cantidad de diez a sesenta cada día. Contabilizando trescientos animales que se vuelven residentes en el área. Esto implica que no se reproducen, y que de un día para otro —un año, en realidad— le arrebatamos a una especie amenazada trescientos adultos que nunca aportarán sus genes a la población.
También empiezan a ocurrir cosas curiosas. Como un día cualquiera, en que aparece la aleta marcada de uno de los tiburones seleccionados para el estudio en un mercado de pescado en Tailandia. Solo la aleta. Qué curioso. ¿Cómo habrá llegado allí?
La respuesta la encontró este que escribe, y no siento ni un ápice de orgullo. Mi trabajo allí concernía más bien a los intereses de una ONG que estudiaba la posibilidad de establecer operaciones en el área del “eco-turismo” de los tiburones ballena. Los animales han desarrollado lo que se llama un «condicionamiento operante». Han aprendido que el sonido de los motores y el de las burbujas indican que hay comida para ellos, Cuando lo habitual es que ante estos sonidos, en océano abierto, los tiburones huyan de inmediato. Este hallazgo llega hasta los furtivos, que, como los mosquitos, están en todas partes. Y empiezan a desaparecer tiburones. Hasta que un día ocurre lo inverso, aparece uno. La marea lo arrastró a la costa. No le quedaba una sola aleta en el cuerpo. Todo eran llagas escarlata abiertas al salitre y los insectos. Seguía vivo. Con sus ojos, diminutos en un cuerpo tan grande, tan bello, incluso mutilado, contemplando un mundo emergido que ni nosotros comprendemos.
No podíamos sacrificarlo. No hay droga que lo mate, al menos rápida y con seguridad. Tampoco se le podía cercenar la columna. Demasiado profunda, demasiado ancha. En una zona sin herramientas eléctricas, el proceso de alcanzar la columna y cortar a la altura correcta le causaría una agonía. ¿Dispararle en el cerebro? Claro. El guarda de vida silvestre, el único en toda la costa, en un país en el que tocar al águila filipina está penado con cadena perpetua, me presta el rifle. Solo hay un problema: la anatomía del cerebro del animal. Habría necesitado una automática y unas cincuenta balas. Una tortura en toda regla. La última opción, vista en Los Simpsons, pero puesta en práctica en Estados Unidos con grandes ballenas varadas, era detonar una carga, no muy grande, sobre el cerebro. Pero no hay carga. Y si la había, los que la poseyeran la atesorarían para deforestar áreas de manglares y cultivar peces y gambas; de esto hablaremos otro día.
No había carga. No había ley. No existía piedad. El animal boqueaba. Lo hizo durante días. Días que pasé en la playa con él. Evitando que lo hidrataran, que lo molestaran más. Tardó casi tres días en morir. Por supuesto, hubo personas poco amables y nada diplomáticas que quisieron que dejara a su tiburón en paz, en su país, su playa, su barbarie personal. Insistieron, digamos, con rudeza. Hay personas a las que no se les debe insistir. Personas que hacen trabajos de reconocimiento para otros. La rudeza es mal camino. En especial cuando tienen enfrente un animal mutilado boqueando sin poder llevar oxígeno a su cuerpo.
Entre tanto, unos cientos de kilómetros al norte, de nuevo en Oslob, un grupo de occidentales, niños de papá, creían llevar a cabo un trabajo científico sobre los efectos del turismo en la población de tiburones ballena. Con los ojos cerrados al blanqueamiento —esto es, muerte— de los arrecifes de coral, la contaminación extrema del mar, la desaparición de las especies autóctonas de tiburones de las aguas —los pescadores los mataron o espantaron para que los turistas no temieran pagar un poco más por máscara, aletas y snorkel y tocar a los tiburones ballena mientras se alimentaban—, y lo que es un mérito increíble, la extinción local del zooplankton que los pescadores necesitan para atraer a los tiburones ballena. Ahora se lo llevan de otras islas.
Este 24 de marzo, a fecha pasada cuando esto se publique, Netflix estrenará el documental del que les he hablado. Y les mostrarán horrores que harán que a muchos se les revuelvan las tripas. Y jurarán no comer pescado. Hasta que poco después pidan sushi o vayan a por poke. Me he propuesto estar un tiempo por aquí, hablándoles de los horrores que un joven científico, si no está dispuesto a mirar donde le dicen que debe mirar, puede encontrar en las aguas del planeta Tierra. Esto no es por los océanos, como dice el lema de aquella ONG, esto es por la memoria de los muertos.
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