Conversamos con el periodista a propósito de su último poemario, Cuaderno ruso (Bartleby Editores), un contenedor de viajes, amores fallidos y reflexiones sobre una revolución poco convincente.
Alfonso Armada (Vigo, 1958) guardó un bosque de ceniza tras quemar su adolescencia e hizo pilas de su propio ardor «con periódicos que se van quedando amarillos de escorbuto». A Armada se le conoce, sobre todo, por su periodismo purasangre, todoterreno y sabio: cubrió para El País el cerco de Sarajevo, la carnicería de Ruanda, las guerras del Congo o Liberia; fue corresponsal de ABC en Nueva York, ciudad en la que, entre otras hazañas, contó los atentados del 11-S y entrevistó a David Bowie; fundó y dirige la revista digital FronteraD y, hasta hace unos días, ha sido director del ABC Cultural —ahora, ejerce de «corresponsal cultural» en el diario de Vocento—.
Además, Armada es un tipo estrechamente vinculado al teatro y a la poesía. De hecho, lo que nos sirve como excusa para esta entrevista es su último poemario, Cuaderno ruso (Bartleby Editores, 2017), un libro que combina viajes, un amor pretérito y fallido y reflexiones sobre una revolución que nunca sedujo al autor. El periodista/poeta/dramaturgo nos recibe en su casa, un inmueble asaltado, hasta el techo, por un ejército de libros —qué envidia—. Nos ofrece un par de cervezas y un cuenquito con aceitunas. Nos acompañan la dulce gata Christina (Aguilera) —nacida hace 18 años en EEUU y hermana de Britney (Spears)— y un retrato del autor de El proceso.
P: Kafka bendice esta habitación.
R: Lo tengo ahí hace muchos años. Me ha acompañado desde los 18 ó 19 años. Es una fascinación adolescente que ha permanecido. Cuando lo leí, sufrí una especie de electro-shock del que no me he recuperado. Lo leo no constantemente, pero sí periódicamente. De hecho, estuve estudiando alemán una temporada para leer a Kafka en este idioma. Pero no prosperé (risas), era complicado.
P: Usted ha contado el cerco de Sarajevo o el genocidio de Ruanda. ¿Qué es pasarlas putas?
R: (Piensa) Vamos a ver, no lo expresaría así exactamente. Siempre pones el foco en el periodista, que te cuenta cómo lo pasó en estas circunstancias. Forma parte del espectáculo del periodismo, por eso no me gusta poner el foco en el periodista. ¿Cómo lo pasas tú? A veces muy mal, sobre todo, cuando contemplas muerte tras muerte, como en Ruanda. No es por ponerme estupendo, pero el enfoque hay que ponerlo en la historia. En ellos hay que poner el foco. Tú tienes tu pasaporte y tienes la suerte de irte. Aunque algunos se han quedado, lo pasan tan mal que no vuelven. Y otros mueren. Mi madre siempre me preguntaba: «¿Por qué tienes que ir tú?». «Bueno, mamá, alguien tiene que ir». Hay gente que busca el peligro de forma sistemática, gente a la que le interesa lo que pasa en el mundo y lo quiere contar…
P: En Sarajevo (Malpaso, 2015) escribe que «ser periodista es a veces como vestirse de diana». ¿Se ha sentido alguna vez en un punto de mira mortal?
R: Se decía que los francotiradores serbios tenían un plus si cazaban periodistas. Yo creo que era parte de la mitología. Pero allí, toda la población tenía diana y compartías las vicisitudes de la gente. Esto se ha ido acentuando: ahora, en Siria, sobre todo, en la parte donde combaten todas las milicias contra Al Asad, todos los periodistas son diana. Y en México no digamos. La verdad es que en esos países sí te la juegas.
P: También en Sarajevo recoge las palabras de alguien que le aconseja tener miedo, porque «es la forma de que te cuides».
R: Sí. Cuando me propuso el redactor jefe de El País ir a Sarajevo, en lo primero que pensé fue en el peligro de morir, en si iba a ser capaz de manejar mi propio miedo. Una vez que llegué, me fascinó todo lo nuevo, nunca había vivido la guerra y, durante los primeros días, no fui consciente del miedo hasta que un chico al que entrevisté me dijo: «Por favor, ten miedo». Me di cuenta de que es fundamental. Hace que no cometas imprudencias. Aunque hay que controlar las dosis: el miedo, bien manejado, te ayuda a no cometer errores estúpidos, pero cuando te paraliza, no puedes trabajar.
P: ¿Cómo se pasa de cubrir una guerra en Bosnia a trabajar en Nueva York?
R: Mi primera guerra fue Bosnia, después fui a África y, tras cinco años en África, ABC me propuso ir a Nueva York. Me costó mucho el cambio. Sobre África empezaba a saber algo, a tener fuentes y a sentirme con cierta seguridad. Entonces, llegó la propuesta de ABC. Después de hablar mucho con El País, ellos me dijeron: «No queremos que te vayas, pero ¿qué te gustaría hacer?». «Me gustaría que el periódico apostara de verdad por África», respondí. Tras un mes de debates, el director de entonces, Jesús Ceberio, me dijo: «No somos The New York Times o Le Monde para tener una sola persona dedicada a África».
P: ¡Una persona para un continente!
R: ¡El País, que entonces tenía pasta! Así que me fui a Nueva York. Lo que pasa es que cuando estaba allí, en 2001, hubo el atentado de las Torres Gemelas. Me dijo mi madre: «Parece que la guerra te sigue los pasos».
P: En la tarde en que se perpetró el atentado islamista en Barcelona, por las redes sociales circularon vídeos de tipos que estaban en el lugar de los hechos. Hubo polémica por el contenido y por el quién los hizo: eran, generalmente, ciudadanos de a pie, no periodistas profesionales.
R: Es un asunto fundamental. En FronteraD, el periodista peruano Diego Salazar ha escrito sobre esto. Durante estos atentados, se decidió no publicar ninguna imagen perturbadora. Yo creo que hay que publicar. John Morris, que fue el editor gráfico del NYT durante muchos años, tenía un cajón con fotos espantosas que nunca publicó, pero sacó fotos muy duras. La realidad consta de muchos momentos, y hay momentos espantosos. Es verdad que los terroristas quieren difundir el terror, pero los estragos que cometen son parte de la realidad. Creo que no tiene sentido que nosotros, como periodistas, digamos: «Esto no lo saco, ofende a la sensibilidad». La realidad y el terrorismo ofenden a la sensibilidad. Nuestro papel como periodistas es mostrar la realidad como es. Es verdad que luego puede haber un elemento de morbo… (Piensa) Es curioso: cuando las imágenes vienen de sitios muy lejanos, ese pudor es menos hondo. Y aquí, cuando son gente cercana, nos vemos obligados a preservar a nuestras familias. Creo que los periodistas, en este caso, hemos estado muy cobardes. Sobre quién ha grabado o fotografiado eso: ahora, todo el mundo tiene una cámara. Como periodista, tienes que evaluar si una foto tiene o no valor periodístico independientemente de quién la haya hecho. Hay que comprobar su veracidad. En Siria se han difundido vídeos y fotografías que eran parte de una campaña de manipulación y propaganda. Pero que un tipo cualquiera haga una foto en la calle… El problema es si, luego, ese tipo se dedica a subir la foto y a poner comentarios absurdos. Pero la realidad pasa por ahí.
P: Uno llega a Armada sabiendo de su periodismo, mas también estamos ante un tipo profundamente ligado al teatro y a la poesía.
R: Me gusta eso de «uno llega a Armada…» (Risas). La poesía empezó muy pronto, con los enamoramientos de la adolescencia. El veneno de la poesía es como el del teatro: te engancha; luego, a lo mejor, se te pasa y dejas de hacer poemas porque te sientes ridículo; otros no tienen sentido del ridículo y siguen haciendo poemas… El teatro llegó de otra manera. Estaba en Santiago, vivía con un primo que trabajaba en una compañía de teatro y me dijo: «Necesitamos a alguien que lleve una lanza y diga una frase». Hay cosas curiosas que te atrapan, que tienen un componente irracional. Y, como el veneno de África, me enganché al veneno del teatro. Descubrí que me encantaba subir a un escenario y prestar tu cuerpo para hacer a otros personajes. Luego estudié Arte Dramático en Madrid, descubrí que era muy mal actor y, al final, preferí quedarme detrás. Me gusta mucho escribir y trabajar con los actores. Para mí, lo mejor del teatro son los ensayos. Volviendo a los poemas, es difícil explicar de dónde vienen. A veces, sientes como si alguien te dictara. Los poemas funcionan de forma muy extraña: puede pasar mucho tiempo sin que escribas un poema y, de repente, surge la necesidad. Hace bastante tiempo que no escribo un poema.
P: No se pueden escribir poemas como se orina.
R: Es una especie de autocrítica. La de «poeta» es una condición a la que muy pocos llegan. Algunos tenemos la tendencia a escribir de forma caudalosa e incontenible, como si tuvieras una especie de problemas con la próstata, con la próstata poética (Risas). He escrito toneladas de poemas y hace falta contención y depuración.
P: Abordemos su último poemario, Cuaderno ruso (Bartleby, 2017). Escribe que se teme que nunca fue comunista.
R: Nunca fui comunista. El verso al que te refieres es un poco irónico. ¿Por qué se hace uno comunista? He tenido amigos comunistas en la adolescencia. Siempre me sentí incómodo con el nacionalismo, con el comunismo, con ciertas doctrinas que exigen un comportamiento casi sectario. Estoy más cerca del mundo libertario y ácrata, pero también de forma nada militante, es más una actitud. Puede que sea una actitud hedonista y festiva. Yo tengo amigos comunistas de una honestidad increíble, que se han jugado el tipo… pero ves los estragos a los que llevó esa doctrina y me parece tremendo que aún haya gente que la defienda. Hay un empeño de intentar corregir los errores del mundo, pero lo que se esconde detrás de eso es la convicción de que podemos fabricar un Hombre Nuevo y que, por esto, estás autorizado a cometer todo tipo de atrocidades. Una doctrina que justifica el asesinato para implantar el bien está maldita desde el inicio. Y no es cosa sólo de Stalin: esto está desde los orígenes. En este sentido, estoy de acuerdo con lo que cuenta Escohotado.
P: ¿Ha habido mucha gente que se ha creído comunista sin serlo en realidad?
R: Desde los orígenes de la Humanidad, desde tiempos de Cristo y antes, ha habido siempre corrientes doctrinales que han intentado corregir las injusticias. De hecho, para muchos, Jesucristo es un protocomunista, y la crítica que hacía a la sociedad de su época ha sido adoptada por los comunistas.
P: «Ahora van los tuertos / a ser como gigantes / y a decir / bajo qué leyes / vamos a vivir».
R: Los idiotas provocan estragos tremendos, y los visionarios de un solo ojo han levantado banderas que han sido seguidas por mucha gente. Y por personas de buena fe que, al final, se han convertido en perseguidores por ideas nefastas y asesinas. En ese sentido, yo tengo mucha admiración por los padres fundadores de la democracia estadounidense. Fueron bastante más conscientes de las imperfecciones nuestras como seres humanos. Mientras los comunistas soviéticos pensaban que era posible crear un Hombre Nuevo, con una férrea dictadura en el poder, los norteamericanos venían de una tradición liberal y anglosajona, diciendo que al hombre, dejado a su albedrío, le sale su parte más lobuna, con perdón a los lobos. Es verdad que hay que poner trabas para no cometer atrocidades. Teniendo en cuenta que si podemos abusar, abusamos, y en las guerras lo ves muy bien, pues mejor poner todo tipo de cautelas. Así, separas los poderes y pones contrapoderes.
P: ¿Cuál es esa canción que sólo «saben los verdugos y los bueyes»?
R: En los versos hay una parte absolutamente irracional, resonancias de la infancia, de lecturas, de emociones… En este, en concreto, me acuerdo de mi casa en Vigo, en Coia. Viví muchos años en Camino de la Raposa, y recuerdo cuando era una calle de barro y pasaban los carros de bueyes por ahí. Los carros de bueyes tradicionales gallegos, cuando se mueven las ruedas, tienen un chirrido tremendo, agudo que perfora los tímpanos. De alguna manera, quizá esa música perversa es lo que un verdugo hace cuando te tortura.
P: La sombra de Joseph Brodsky cubre parte del poemario.
R: Me hubiera gustado entrevistarle, pero se murió demasiado pronto. Cuando una jueza de San Petersburgo lo declaró enemigo del pueblo, se marchó a Nueva York. He leído sus maravillosos libros de prosa y sus poemas. Mi manera de ponerme en contacto con él es dedicarle un libro.
P: El cuaderno es ruso, pero también están muy presentes Berlín y, sobre todo, Portugal.
R: Es un libro en el que el viaje está muy presente. Escribo para viajar y viajo para escribir. Este poemario es un ajuste de cuentas con el pasado. Surgió tras ver una película en los cines Renoir, Adiós a Matiora, de Elem Klimov, y en el cine sortearon un viaje para dos personas a Moscú, Leningrado y Kiev. Pues me tocó. Entonces, tenía una novia, pero esa novia me dejó y me dijeron: «Oye, tienes que hacer el viaje, que si no, caduca». Me dieron el otro billete en efectivo y me metieron en un grupo de gente desconocida. Me enamoré de la guía del grupo en Kiev, que entonces formaba parte de la URSS. Ahí empezó una larga historia. Me enamoré de ella, el grupo volvió y yo negocié volver por mi cuenta en tren desde Moscú. Crucé después parte de la URSS, Bielorrusia, Polonia, Alemania Democrática, Berlín, llegué al Canal de la Mancha, crucé a Reino Unido y, después, pasé a Irlanda. En cada etapa del camino, le mandaba cartas a esta mujer. También al volver a Madrid. Estuve seis meses enviándole cartas sin obtener respuesta. Un día, estando en la sección de Opinión de El País, me dicen: «Oye, tienes una llamada de la URSS». Y era ella. Me dijo que las cartas le llegaban no a su dirección, sino a la sede de la empresa oficial de turismo de la URSS. Esto hizo que el amor se reavivara y, al verano siguiente, nos vimos en Leningrado.
P: Dos días después, cayó el Muro.
R: (Risas) Pues casi, casi. La URSS era un país delirante. Ella, como ciudadana soviética, no podía entrar en los hoteles para los turistas. Tampoco podía viajar desde Kiev a Leningrado durante muchos días. Entonces, nos vimos en Leningrado, pero ni pudo entrar en el hotel. A los dos días, se tuvo que ir y me quedé yo solo en la ciudad. En la Navidad siguiente, que fue cuando mataron a Ceaucescu y a su mujer, decidimos casarnos. Sin conocernos. Estuve viviendo una temporada en su apartamento y luego le dije que se viniera a España. Ella me dijo que no, regresé a España, y luego, otra vez, volví a la URSS. Fue una «boda soviética», ante un busto de Lenin y con una funcionaria con un medallón con una hoz y un martillo. Fue un desastre. Duró un año el matrimonio. Durante ese año, escribí un poema cada día. Y este libro está escrito años después, y es un ajuste de cuentas conmigo mismo y con esta historia.
P: El amor –en general, pretérito– está visto con pesimismo.
R: Es un libro amargo. Y hay retrospectiva: sueños, autoengaños… No siempre es así, pero en el amor hay un componente de fascinación, físico, químico, irracional… A veces funciona, a veces no.
P: En el poema «Viernes Santo», pregunta «cómo se ama». Le traslado la cuestión.
R: A ver cómo lo hago para no caer en manual de autoayuda o en la señora Francis (Risas). Mira, hace unos días, entrevistaron a un tipo en la contra de La Vanguardia. Le preguntaron que cuál era el secreto de 53 años de matrimonio, y dijo: «No inmiscuirse en la vida del otro». Es una estrategia interesante. Te voy a dar otra respuesta. Le hice un libro dedicado a mi padre, El Celta no tiene la culpa. Me costó mucho ponerme en el lugar de mis padres: los hijos somos tan narcisistas que creemos que los padres son sólo nuestros padres, no tienen vida propia. Cuando te pones en su lugar, te das cuenta de que tienen su vida sexual, deseos, dudas… Creo que eso ayuda, tratar de entender al otro.
P: Para finalizar, señor Armada: ¿dejarán, alguna vez, de estar llenas de inocentes «las tiendecitas de recuerdos de la muerte»?
R: La muerte nos acapara a todos. Estoy leyendo Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, de John Berger, y dice: «La muerte de uno es ya de uno mismo. No pertenece a ningún otro, ni siquiera al asesino. Esto quiere decir que forma parte de la vida propia desde el comienzo». Me sorprende esa obsesión contemporánea por la inmortalidad. Una de las ramas de Google está dedicada a investigar sobre la inmortalidad, y están convencidos de encontrar la clave para ser inmortal. Me parece tremendo, porque hace falta morir. Ojo, es necesario morir cuando llegue el momento. Pero una vida eterna es un espanto.
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