Un aperitivo con el marqués
Hace unas semanas recibí una carta manuscrita en mi buzón de correos. La letra, de anacrónica firmeza victoriana trazada sobre papel verjurado color crema con membrete azul celeste, indicaba su noble procedencia. En ella, don Cristián Ildefonso Laus Deo María Ximenez de Andrada y Belvis de los Gazules expresaba su agradecimiento por la felicidad lectora que Zenda Aventuras le proporcionaba en el ocaso dulcísimo de su vida, mientras releía con placer a Meade Falkner o Hope, saboreando un gin-tonic recién servido por el fiel Tomás. “Los clásicos ingleses, querida, no deberían perderse jamás”, confesaba en la carta, no llegando a concretar si se refería a los libros de Zenda Aventuras o al cóctel.
Me emplazaba para un aperitivo y “así poder charlar un rato de libros y otras cosas en el Hilton de Madrid, que es como mi segunda casa en la capital”. “Es que (confesaba melancólico) desde que murió mamá, me aburro mucho en provincias”.
Firmaba con suave grandilocuencia en el ángulo inferior derecho esta misiva, en la finca de la Jaranera, el Marqués de Sotoancho.
—Es usted el marqués de Sotoancho?
—No, pero lo conozco de toda la vida (risas). El marqués es la mezcla de muchos amigos míos de Jerez, de El Puerto de Santa María, de Sevilla. Yo a ese personaje lo creé mientras hacía el servicio militar en Camposoto, San Fernando. Los fines de semana me iba a descansar por la estupenda campiña jerezana cuando de pronto se me ocurrió. Apareció con mucha fuerza en mi vida y mi literatura y, sin embargo, fíjese que no tuvo repercusión hasta que, en aquel famoso programa de radio El debate de la nación, a Luis del Olmo, su director, se le ocurrió entrevistarlo. Acudí yo en lugar del marqués, como he hecho con usted hoy, y mire. Fue maravilloso.
—Pero dicen las malas lenguas que usted le tiene mucha envidia al marqués…
—El marqués ha sido en mi vida mucho más que un personaje literario. Cuando he estado preocupado, o triste en momentos determinados, me he refugiado en Sotoancho y él me ha librado de muchas preocupaciones. Mire usted, un día Cela, que era muy sotoanchista, intentó ayudarme con un problema literario que yo tenía. Le comenté de pasada que a mí el marqués me dominaba, que era el personaje el que controlaba al creador y no al contrario. Entonces, flemático, me contestó (Ussía engola la voz hasta el punto de que, si uno cierra los ojos, cree estar al lado de don Camilo): “Pues haces muy mal, Alfonso. A todo personaje literario, cuando se te va de las manos, hay que darle una buena hostia”. Y yo, que siempre he respetado mucho los buenos consejos literarios de Cela, aquella vez tuve que contradecirle, pues estaba (y sigo estando) convencido de que la razón por la que Sotoancho se me va de las manos es sencillamente porque está vivo, y eso me hace creer en él. Y envidiarle, naturalmente.
—¿El marqués es usted o es España?
—Es una España que ha desaparecido en casi todo su territorio excepto en Andalucía. Pero ¡ojo!, Sotoancho no es una crítica al señorito andaluz, como se ha dicho muchas veces. Nada de eso. De hecho, es un personaje que se podía haber dado en Madrid, en el País Vasco, en Asturias… en cualquier lugar de España. Lo que pasa es que a una persona como él había que elegirle un enclave privilegiado, y ese no podía ser otro que Andalucía.
—¿Hay algún personaje de la saga que se base en hechos reales?
—Mire usted: el marqués empieza siendo un imbécil dominado por su madre, pero a medida que se va desarrollando su historia, se va revelando como alguien tremendamente generoso, divertido, más listo de lo que parece. Sotoancho no existe porque no puede haber en el mundo alguien tan generoso como él. Sin embargo, el personaje central, la madre, más conocida como “mamá”, sí es completamente real. Ese prototipo de madre dominantona sigue tan viva como siempre, sobre todo en Andalucía.
—¿El humor español cambia con la geografía?
—Mucho. Mucho. De sur a norte y de este a oeste. Pero yo tengo como principio no escribir nunca con humor. El humor tiene que ser una fuente natural, como la ironía. Las personas que dicen “voy a escribir un libro de humor” terminan escribiendo una tontería.
—¿Por qué tenemos cada vez menos capacidad de humor en este país?
—¿Recuerda usted a Wodehouse? Ese tío era un genio porque escribía como un clásico, y es que claro, en una nación como Inglaterra el humor siempre fue un plus, nunca una resta. Por el contrario, en España el humor siempre ha estado descalificado, pero no se crea que eso es de ahora; de toda la vida, desde Cervantes y Quevedo, que han sido los grandes humoristas de nuestra literatura. Y claro, eso tuvo sus consecuencias. El siglo XVIII, aburridote, el XIX, malhumorado, y en el XX, bueno… Ahí, a comienzos de siglo, tuvimos más suerte, con Wenceslao Fernández Florez y la generación simpática del 27 recogida en aquella estupenda colección llamada “El monigote de papel”: Edgar Neville, Tono, Mihura… De ahí viene también el gran Antonio Mingote. Ellos salvan nuestro humor literario. Pero hoy en día el humor inteligente está cada vez más lejos de nuestra ficción, porque se aleja de nuestra costumbre.
—¿El marqués de Sotoancho es ficción o es literatura costumbrista?
—Es las dos cosas. Yo creo que está más cerca del costumbrismo que de la ficción, porque nuestras costumbres son inmensas. Son tan ricas que, en España, para alimentar la literatura no necesitamos fingir. Basta con observar.
—¿Se entendería este personaje en el extranjero?
—Ummm. Los ingleses sí. Y los franceses creo que también. Lo que pasa que no sé, a lo mejor es difícil su traducción, por los giros y las licencias del lenguaje, tan necesarios para la ironía. Se entendería también en muchos países sudamericanos, aunque allí el personaje del señorito no es tan generoso ni tan gracioso ni tan bondadoso como pueda serlo un señorito andaluz.
—¿Cómo consigue usted mantener el humor estando España como está?
—El humor, como la ironía, va siempre con uno. El español es quizás de los idiomas más ricos y generosos del mundo, pero en cambio en el término humorista ha fallado. Fíjese usted. Cervantes y Quevedo son los grandes humoristas de nuestra lengua y, sin embargo, reciben la misma adjetivación que cualquier imbécil que va a un plató de televisión a hacerse el gracioso. Eso es un fallo del lenguaje. Muy gordo. No nos hemos preocupado en absoluto en definir bien el humor, que no es en absoluto la carcajada enseñando la encía. El humor es la sonrisa, y no siempre es alegre. El humor es más bien triste. Y desde luego, lo más importante: el humor es un refugio donde esconderse de todos los desastres cotidianos que nos acechan en España. Por eso yo cultivo y defiendo el humor.
—En Andalucía se usa también el término guasa.
—La guasa es un humor con mala leche, retorcido, que hace daño, un humor snob, con connotaciones de discriminación social. Si hubiese que definir la luz del humor en Andalucía, hablaríamos de Cádiz. La guasa es más sevillana.
—Y también está quizás el tipo de andaluz menos conocido, el “andaluz triste”.
—Claro. El andaluz triste es más triste que un pinar cuando anochece. Ahí tenemos a Antonio Machado, por ejemplo. O ese otro tipo de andaluz que no es triste, pero es grave, como Caballero Bonald. O el grandísimo Chaves Nogales.
—¿Alguna vez el marqués ha interferido en su trabajo como articulista?
—¡Nunca! Más bien al contrario. Mire usted, yo llevo diez años escribiendo todos los días la contraportada de La Razón, y eso es una especie de tortura diaria. A mí el marqués me libera. Mi amigo Antonio Mingote, al que tanto, tanto, echo de menos, era, como usted sabe, un genio y además escribía bastante bien. Para distinguir una actividad cultural de la otra, me decía: “Mira, Alfonso, yo puedo estar dibujando o pintando diez, quince horas o las que hagan falta. Sin embargo, cuando me siento a escribir, a los diez minutos estoy sudando”. Escribir, querida, es una especie de tortura voluntaria.
—Digamos que su actividad relajante es el marqués de Sotoancho.
—Exacto. Es la liberación de la esclavitud del artículo.
—En sus artículos usted ha escrito, y lo sigue haciendo, con una libertad que es, cuanto menos, singular para los tiempos periodísticos que corren. Eso no suele salir gratis en este país.
—Desde luego que no. Mire, yo tuve una época muy dura, con amenazas de ETA. Eso es imposible de olvidar, y no lo olvido, pero a mí quien realmente me ha hecho daño es el poder político. Y también el poder empresarial del periodismo. En este momento yo soy un marginado. Fíjese: mi propio grupo, que es el Grupo Planeta, ya no me admite en la radio ni en la televisión, porque los he criticado, claro. También estoy vetado en la COPE, porque ahí domina ABC, y ese es otro grupo que ha desarrollado hacia mí una especie de resentimiento nunca superado. Soy una persona que vive de su articulo diario y poco más. A mí me han machacado con conciencia de querer hacerlo y todavía no lo han conseguido, pero puede ser que lo consigan algún día, porque me temo que contra eso no se puede luchar.
—Pero los tipos duros duran más, ¿no le parece?
—¡Por supuesto! Duramos más (risas). Pero fíjese que a pesar de todo nunca he sentido miedo ni me he autocensurado nunca, jamás. Y no creo que sea valor; más bien debe de ser inconsciencia. Es que odio lo políticamente correcto; odio esa especie de prudencia temerosa en el uso del lenguaje. ¡Coño, que se vayan a los clásicos! ¿Pero por qué no se puede decir “puta” o “maricón”? Que vayan a los clásicos. Ese es el gran problema que tenemos en España: que nadie va a ellos. Los clásicos están solos. Excepto unos cuantos locos, como Arturo Pérez-Reverte o yo mismo, que nos acordamos de ellos, los cogemos, los leemos y los amamos, el resto no recurre a ellos. Y no hablo solo de los clásicos del Siglo de Oro, sino también los escritores del siglo XIX o la Generación del 98, que ya está totalmente olvidada. Queda el esnobismo de los tontos que llegan y te hablan de Alberti o Neruda; de una parte muy elegida de los grandes poetas del 27, sobre todo de aquellos que pertenecían a la izquierda. Y cuando los escuchas te das cuenta de que en realidad no se han leído ni tres versos seguidos.
—Queda todavía una generación de columnistas que aún recuerda a los clásicos y mantiene a raya el horror con cultura y con humor. Pero cuando desaparezca, ¿qué va a pasar?
—Pues ahí está el gran problema. Yo en eso soy muy soberbio. Esa generación, en la que me incluyo, hemos aguantado mucho como grandes figuras del columnismo porque no hemos tenido a nadie que nos empuje detrás. Y es verdad que van surgiendo algunos jóvenes buenos. Están David Gistau o Luis Ventoso, que me gustan mucho (silencio prolongado, como buscando nombres inexistentes con los que alimentar la raquítica lista)… Son pocos (confiesa abatido), a pesar de que el humor, la ironía, es lo que permite decir al periodista o a quien sea, sin crudeza, lo que crudamente merece ser dicho. Los periodistas de entonces llevábamos una mochila cultural bastante decente y, sobre todo, abierta. El periodismo de ahora es una proclamación de la incultura, de la aburricie, de la falta de información, de la ausencia de ortografía. Es un asco.
—¿De qué tiene miedo Alfonso Ussía?
—Pues, por ejemplo, de un Rottweiler. Si, sí. De verdad. Sobre todo, cuando el perro se acerca, como decía Wodehouse, “con evidentes deseos de mutilación” (risas). Es que el perro no es el mejor amigo del hombre; es el mejor amigo de un hombre.
—¿Y la muerte?
—Yo la muerte la imagino como un paisaje sin mis libros, sin mis árboles… Ufff… Más que miedo, la muerte siempre me ha inspirado un enorme aburrimiento.
—Le oí decir una vez que, a cierta edad, uno se va preparando inconscientemente para la despedida. ¿Cómo puede afectar eso a la escritura?
—Uno, a cierta edad, comienza a valorar cosas que antes no valoraba. Recuerdo a mi querido Mingote, que en primavera llegaba a nuestros almuerzos de los lunes con la gran noticia de que habían florecido los almendros. A cierta edad se desarrolla la capacidad de valorar el milagro de la renovación constante de la Naturaleza. Y esa lucidez de reconocer el triunfo de la vida sobre la muerte termina volcándose en la escritura en forma de belleza, aunque es una belleza triste.
—Siempre se lo preguntan, pero no podemos despedirnos sin recordar a su abuelo. El gran Pedro Muñoz Seca.
—El humor de mi abuelo era muy diferente al mío. Él era muy bondadoso, muy divertido fuera, en sociedad, aunque muy reservado en casa. Tal vez de él heredé, más que el humor, un amor singular por el metro y la rima, por la palabra. Por desgracia, Muñoz Seca casi no se lee ya. Su muerte se ha olvidado o se ignora, y por supuesto, su obra no se estudia en los colegios. Ahí solo la muerte de Lorca, claro. Si mi abuelo hubiese sido de izquierdas, hoy sería un portento; un héroe o un mártir.
—¿Cree usted que su abuelo estaría orgulloso de usted?
—Sí. Estoy seguro. Si no lo hubiesen fusilado podríamos habernos conocido. Estoy convencido de que nos habríamos llevado estupendamente.
De las numerosas publicaciones de Alfonso Ussía destaca, como relevante y más conocida, la serie de aventuras y desventuras El marqués de Sotoancho, un peculiar señorito de la Baja Andalucía al que da vida en sus obras junto a la marquesa viuda y el servicio de La Jaralera, una residencia ficticia ubicada entre las provincias de Cádiz y Sevilla. Está editado por Ediciones B.
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