Ilustración: Juan Carlos Viéitez.
I
Tendría doce o trece; me gustaba una niña del pueblo; todos los chavales me envidiaban la bici; ¡chico, venga arriba, que ya pasaron las lecheras!; el delantal azul cielo a rayas de la abuela; una gorra verde de la Caja Rural colgando de una alcayata en nosedonde; mediados de agosto. Tres gatos ovillados en la vitrina de los pinchos del bar de Carmina —de bonito con tomate o de lomo con queso o de bolas de pelo—. Mi padre colgó en el patio interior de casa una foto de una playa tropical para que hubiese algún sitio al que mirar. En ningún lugar de la Tierra se veían tan bien las estrellas como encaramado a la tapia del cementerio de Aldearrubia. Todos los niños llorábamos siempre justo al final del verano.
II
En la página veintiséis de la edición española de Sloth —sin numerar; cuento las páginas yo mismo; lo hago hasta tres veces, no vaya a ser—, Miguel le cuenta a su mejor amigo, Romeo, que ha compuesto una canción “diferente” para su banda de punk rock. Habla de ritmos envolventes y tranquilos. De suavidad e hipnotismo. Romeo había pensado en otra cosa, en la cosa de siempre:
—Tú empiezas con “Bu dum dum dum, bu dum dum dum, bu dum”. Lita entra a mitad del tercer “Bu dum dum” con un “Fwack tack tack tack, ftack ftack tack tack”… Yo me espero… me espero y… ¡Bwaaaa! ¡Toma Mi mayor! ¡Bwaaa! ¡Bwaaa! Luego doblamos la velocidad… ¡Bwaaaa! ¡Más y más rápido! ¡Bwaaa! ¿Ya se ha acabado? ¿Tan rápido? ¿De golpe? ¡Y una mierda, cabrones! Empezamos otra vez igual que al principio… ¡Bwaaaa!
Unas páginas antes —en la ocho, según cuento y recuento—, Miguel le ha confiado al lector que él escapó de la depresión durmiendo. Pero no como duerme todo el mundo, puntualiza: en el último curso de bachillerato, Miguel se autoindujo el coma. No hubo ninguna razón médica, asegura: es solo que ese día no me desperté. Beto Hernández, autor de Sloth, dibuja a un Miguel traspuesto, colgado del aire —detrás, una luna en cuarto menguante—, levitando en la noche sobre los adosados del pueblo sin nombre en el que le ha tocado vivir.
Desde que despertó, justo un año después de haberse ido, Miguel camina lento. Los abusones del pueblo lo llaman “perezoso”. Vive con sus abuelos; su madre lo abandonó; su madre desapareció; nunca llegó a conocer a su madre. Su padre era camello; su padre continúa en la cárcel; Miguel se autoconvence de que tuvo que ser su padre. Seguro que su padre la mató. ¿Por qué iba a abandonar una madre a un hijo?
Su padre le hace llorar.
Lita, su chica, le agarra del brazo; le calma, Lita; esa noche hacen un amor muy suave en la oscuridad —página diecinueve según mis cálculos—; tras las siluetas de los chicos abrazados Beto dibuja una ventana; tras la ventana Beto dibuja una luna en cuarto creciente.
III
Lento.
Bajamos a tres mil por hora de la torreta. Óscar derrapa; a Abel lo envuelve la polvareda; uno de los últimos —no recuerdo si Álvaro o Luis, quizá fuese Rodri— eructa al viento; cuatro mil por hora con la rueda de atrás hecha puré, acribillada de abrojos; por alguna razón tengo una cachava en la mano; pedaleo y adelanto a Abel, llorón! mariquita!; le quito el primer puesto a Óscar, chúpamela!; cinco mil por hora; uno de los del fondo se caga en Dios y vuelve a eructar muy fuerte y ahí ya nos reímos todos; el sol ya no calienta tanto porque serán cerca de las nueve; seis mil por hora; llevo las de ganar pero de pronto miro hacia abajo y veo:
- mis pies sobre los pedales,
- la rueda delantera de la bici, rodando a todo rodar, y
- la tierra del camino que me precede, aún sin surcos, esperándome,
así que clavo la cachava entre los radios y echo a volar sobre Aldearrubia y nada ni nadie me suspende en el aire al final de aquel verano.
IV
En el mundo del coma era muy diferente. ¡Allí incluso podía volar! En la página cuarenta y tres, Miguel, ahora incapaz, se imagina planeando sobre los limonares. Al igual que en el caso de los maizales en otros pueblos, de los limonares se dice que son lugares encantados en los que es fácil enterrar un cadáver o donde los niños se pierden y nunca regresan… En sus pesadillas recurrentes diluvian limones; limones ruedan ladera abajo en los malos sueños de Miguel. Desde que despertó del coma, el sueño ha dejado de ser para él un lugar plácido: lejos de sentirse iluminado, lejos de habitar aquel mundo paralelo, lejos de continuar ignorando las voces del exterior, Miguel ya no puede obviar lo que escucha en la oscuridad; Miguel se enfrenta de nuevo a la incertidumbre de ser Miguel y al dolor de no saber serlo. Me voy a casa y duermo. Pero no sueño.
Abuelita y abuelito no entienden nada; tampoco yo tengo respuesta: me miro en el espejo el cuerpo magullado y se me envalentona en la nariz un hilillo de sangre y uno de agua en los ojos. No fui yo quien metió el palo, les digo, pero sí fui yo quien metió el palo, me digo. Después me picarán las heridas; me arrancaré las costras y las escrutaré a contraluz; pequeñas cortecitas que pretenderán escudar mi nueva piel mientras va tomando forma; quién se creen que son, me preguntaré; que se me forme al aire, me diré; que se me forme sucia, me insistiré; a mí que no me proteja nadie, que luego vienen las hostias, que luego el mundo no es para siempre: se termina conmigo.
Lento.
¿Acaso era aquello, Miguel? ¿Acaso buscábamos terminarnos, Miguel?
V
Recapitulo.
Unas páginas más atrás, a la edad de un año, me desmayo durante un episodio de fiebre alta. Mi padre me sumerge en agua fría y sale corriendo de casa conmigo muerto en brazos; pruebas y más pruebas en el ambulatorio pero ni epilepsia ni nada: espasmo del sollozo.
Unas páginas más adelante, a la edad de siete u ocho —según cuento y recuento sin mucho éxito—, me obsesiono con la película Monkeybone, sobre un dibujante de cómics que, tras un accidente de tráfico, entra en coma, siendo su cuerpo “ocupado” por el mono protagonista de sus tebeos.
La nochevieja de mis dieciséis —¿diecisiete?— me incrusto en el dorsal de la mano el cabezal caliente de un mechero Clipper y aprieto hasta que la epidermis se funde —aún conservo la cicatriz: una luna en cuarto creciente—.
En las páginas finales, a mis veintisiete, me refugio durante meses en una depresión profunda que, paradójicamente, me ancla a la cama pero me arranca el sueño; de vez en cuando, a las tres o las cuatro de la mañana, me levanto a mear y me golpeo muy fuerte en las sienes con el puño cerrado; muy fuerte pero suave, muy fuerte pero envolvente, muy fuerte pero tranquilo, muy fuerte pero hipnótico.
VI
A través del hombre-cabra que habita en los limonares, Miguel, Lita y Romeo descubren que pueden intercambiar sus almas —y, con ello, sus vidas— para habitar por un tiempo el espacio del sueño. Aseguran, así, salvarse unos a otros, liberando del coma a sus amigos al inducírselo a sí mismos. Falso sacrificio: es devolviendo al otro a la realidad como consiguen escapar de ella.
Lento.
Antes de que Beto escriba FIN, Romeo se zambulle en el río para traer de vuelta a Lita. Ella despierta; él pasa a flotar por vez primera sobre los limonares —la luna de nuevo en cuarto creciente—. La gente me habla para que salga del coma, pero estoy bien aquí. No puedo explicaros lo bien que se está aquí. Puede que me quede para siempre.
Quizá lo hagamos.
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Autor: Gilbert ‘Beto’ Hernández. Traductora: Olga Marín Sierra. Título: Pereza – Sloth. Editorial: Planeta de Agostini. Venta: Traficantes.
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