El arte de callar
La libertad de expresión es sagrada, pero el derecho a decir lo que uno piensa debería ir acompañado del deber moral de meditar lo que se dice. Con las tertulias televisivas convertidas en un mercadillo de axiomas al por mayor y las redes sociales transmutadas en un patio de vecinos en el que se compite por ver quién grita más alto durante más tiempo, deberíamos reflexionar si nuestras palabras aportan realmente algo que no se haya dicho —o si implican la siembra de una pequeña semilla de cordialidad o lucidez, cuando menos— y no se limitan a sumar estridencias al lodazal de ruido y furia a lo que aún queremos considerar debate público, cuando va siendo en realidad algarabía y pendencia. La tentación acuciante de opinar sobre lo que sea, aunque el tema que se trate nos resulte absolutamente ajeno, desemboca en espirales laberínticas que se precipitan por los abismos de la irresponsabilidad hasta tocar fondo en la debacle, y la tendencia a afrontar cualquier asunto como si asistiéramos a una contienda futbolística —en la que lo principal es defender la camiseta del propio equipo, por tramposo que sea su juego o arteras sus maniobras de desgaste— acaba por convertirnos en fanáticos de causas que casi siempre atienden a los intereses de terceros a los que no interesamos más que como meros comparsas, peones dialécticos que desparraman su verbo y dilapidan su reputación a costa de comparecer como esbirros fieles de unos amos invisibles. La extendida falacia de que todos los juicios de valor son respetables ha llevado a que programas de gran audiencia concedan más espacio a pintorescos negacionistas de las vacunas que a los científicos que se ocuparon de desarrollarlas y testarlas, a que se consideren perfectamente válidos u homologables discursos que atentan contra lo que antes se llamaba derechos humanos y ahora se califica, con ácida condescendencia, como «buenismo progre», a que se defienda incluso a oscuros comisionistas alegando que sólo eran profesionales que buscaban obtener el justo beneficio a sus operaciones. Cualquier barbaridad es verosímil porque siempre contará con un coro de palmeros dispuesto a respaldarla, jalearla o legitimarla, y a ellos se sumarán quienes de buena fe opinan no a partir de lo que saben, sino en función de lo que argumenten unos u otros, para enredar hasta el paroxismo el carrusel de réplicas y contrarréplicas que gira a velocidad de vértigo sin que nadie sea capaz de detenerlo. Uno de los hombres más sabios de la historia, según opinión generalizada, lo fue en buena medida porque en cierto momento reconoció su absoluta ignorancia. El género ensayístico nació en el instante en que un noble decidió encerrarse en una torre para dedicar el tiempo que le quedaba de vida a poner por escrito sus conocimientos. En el París de 1771, el abate Joseph Antoine Toussaint Dinouart pergeñó un breve tratado que tituló El arte de callar y que pretendía que sus lectores aprendieran a guardar silencio cuando correspondía, dado que «hablar mal, hablar demasiado o no hablar bastante son los defectos ordinarios de la lengua». Se habla mal y demasiado en nuestros tiempos, y nunca se habla lo suficiente de aquello de lo que verdaderamente se debería hablar. Y los defectos de las lenguas no dejan de ser una causa o un reflejo de las dolencias de la sociedad que las emplea.
Algo parecido a la alegría
Hay libros que poseen el don de introducir a quien los lee en un estado fronterizo con la felicidad. Me ocurre con los de Tomás Sánchez Santiago desde que me quedé atrapado en las páginas de Calle Feria y lo ratifico con cada nuevo título que lleva su firma. Cae ahora en mis manos Cerezas en el escondite (Eolas & Menoslobos), donde recoge los artículos que publicó entre 2011 y 2020 en La sombra del ciprés, el suplemento cultural del diario El Norte de Castilla, y lo voy degustando poco a poco —igual que me gusta hacer con los autores que, como Borges o Cunqueiro, exigen tragos breves para que el paladar se demore luego en la reminiscencia del sabor— mientras me dejo acunar por esa melodía que van trenzando el estilo finísimo y sosegado de su autor y la sabiduría —fruto del conocimiento, la meditación y la experiencia— que Tomás imprime a cuantas líneas salen de su pluma. Las intuiciones personales que expone a la mirada pública, así define él su labor en el preludio, reivindican un modo de estar en el mundo sin estridencias ni sobreactuaciones, con la mirada viva y la libreta abierta por si conviene tomar algún apunte del natural. Y así, conviven en estos artículos figuras más o menos ilustres con personas anónimas que podrían habitar cualquier calle, sucesos razonablemente históricos con avatares rutinarios, la normalidad de lo extraordinario con lo asombroso de la cotidianidad. Leer a Tomás Sánchez Santiago es siempre algo parecido a la alegría.
Que parece interminable
Visité hace más de veinte años el embalse del Porma para buscar en sus alrededores las huellas del territorio que germinó en la imaginación de Juan Benet como una alegoría de la decadencia. Si tuviera que hacer un listado con mis arranques de novela favoritos, entre los cinco primeros estaría el de Volverás a Región («Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real —porque el moderno dejó de serlo— se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.») por el modo en que anticipa en unas pocas líneas de palabras exactas todo lo que habrá de venir después. He disfrutado mucho leyendo el recorrido que Álvaro Colomer hizo por aquellas mismas tierras y cuyo relato se integra en el volumen Regiones imaginarias (Ediciones Menguantes) —en el que varios escritores se dedican al sondeo de eso que se da en llamar territorios míticos, desde los recurrentes Yoknapatawpha y Macondo hasta los menos conocidos Umuofia o Babàkua—, pero también de la lectura global que hace de la obra del propio Benet, un autor al que hasta sus más encendidos detractores deberían considerar fundamental para la literatura española del siglo XX, aunque sólo fuera por el mérito de poner sobre el tapete cartas que abrían la posibilidad de un juego distinto de aquél que se venía desarrollando de manera monocorde. Curiosamente, con la obra de Benet ha terminado ocurriendo algo similar a lo que sucede con la de su nada querido Galdós: se la simplifica y reduce poco menos que a un esbozo esquemático sin atender a su complejidad ni a sus aristas. También ambos, por mucho que les pese, acertaron a condensar en sus obras la esencia de su lugar y de su época, aunque lo hicieran desde postulados radicalmente opuestos. No estoy seguro de cuál de los dos tiene hoy más lectores —que un autor sea muy citado no significa que sea muy leído—, pero sí que el segundo tiene bastantes más exégetas que el primero, al que la posteridad continúa sin prestar una atención excesiva. Al leer el texto que le dedica Colomer caigo en la cuenta de que en 1927, dentro de un lustro, se cumplirá el centenario de su nacimiento, lo cual puede suponer una buena oportunidad para rescatarlo, dada nuestra tendencia a las efemérides. Para empezar, no sería mala idea que, de aquí a entonces, alguna editorial con gusto tuviera a bien recuperar Una meditación sobre Juan Benet, el exquisito y completísimo estudio que le dedicó Francisco García Pérez a finales del siglo pasado. Lo publicó Alfaguara y hoy sólo se encuentra en librerías de segunda mano, por lo general a precios inasequibles para los bolsillos de la gente de a pie. No deja de ser una lástima, porque, aun después de tantos años, continúa siendo la mejor hoja de ruta para perderse por los vericuetos enrevesados de ese desierto pequeño y elevado que parece interminable.
¿Sagrada? ¿Deber moral? ¿Arte de callar? ¿Falacia de que todos los juicios de valor son respetables? ¡Voto a…! Desde niño he mantenido esas ideas de sentido común ante mis profesores neoantifranquistas y me han llamado ‘facha’. A este paso, si usted vive cien años más, le veo llegando a la conclusión de que la ‘fuga mundi’ de los monjes es la única utopía realizada, la única interpretación seria del ‘otro mundo es posible’. Los medievales, esos bárbaros que vivían antes de las Luces, decían que la música debía semejarse al silencio. Estaban locos de la cabeza.