Las cosas de la vida
En la lista de los cien mejores libros del siglo XXI publicada por el suplemento Babelia echo en falta tres novelas que, según mi modesta y discutible opinión, se encuentran entre las mejores que vieron la luz durante la primera década de esta centuria. Rara vez se referencian cuando la crítica más o menos avezada se presta a hacer balance y dicta lo que debiera incorporarse al canon y cuanto merece quedar al margen. Se trata, y cito por orden de publicación, de Jugadores de billar, de José Avello; Nembrot, de José María Pérez Álvarez; y Calle Feria, de Tomás Sánchez Santiago. La primera salió con el sello de Alfaguara y fue reeditada hace pocos años por Trea, la segunda la dio a conocer la extinta y llorada DVD Ediciones antes de que la rescatara, corregida y ampliada, la editorial Trifolium y la tercera apareció en Algaida y, tras agotarse, mantiene una vida semiclandestina gracias a una pequeña y casi artesanal editora segoviana. A Avello, que falleció en 2015, llegué a tratarlo poco y, tristemente, de manera muy superficial, pero al menos fue suficiente para decirle con cuánta admiración me había embarcado en esa narración suya, tan torrencial y tan lúcida que no conozco a nadie que haya salido indemne de sus páginas. Creo que a los otros dos puedo considerarlos amigos, lo cual no influye en mi juicio porque trabé amistad con ellos después de leer sus libros —ítem más: fue la lectura de sus textos lo que terminó haciendo que nos conociésemos—, y voy estando al tanto de sus trayectorias, que no se detienen ni incurren en desalientos por más que su repercusión no sea todo lo amplia que merecen. Leí Los años borrosos, el último libro de José María Pérez Álvarez, en el transcurso del pasado verano, con un retraso imperdonable por mi parte. El volumen agrupa tres historias independientes que tienen en común una determinada atmósfera y un personaje tan siniestro y tan oblicuo que su presencia —unas veces protagónica, otras tan sólo esquinada aunque su aliento impregne la narración entera— basta para que el conjunto adquiera suficiente homogeneidad para ser calificado de novela, aunque la nomenclatura carezca de importancia cuando, como ocurre en este caso, el placer de la lectura se sobrepone a cualquier afán clasificatorio. El hecho de que me enfrascara en ese texto durante una breve retirada en las interioridades medio lúgubres de un monasterio palentino acaso hizo que me sintiera especialmente concernido por los avatares del ambiente levítico y anquilosado en el que se mueven unos seres que se revelan incapaces de desentenderse por completo de las circunstancias que otros les imponen. Las reacciones a la mencionada lista de Babelia casi coincidieron con la llegada a mi buzón de La belleza de lo pequeño, de Sánchez Santiago. Es un librito con el que la editorial Eolas da por iniciada una nueva colección que dirige Gustavo Martín Garzo y en el que su autor muestra una vez más su honestidad personal y su excelencia literaria, manifestada ahora en pequeñas píldoras que hurgan en las maravillas silenciosas de la cotidianidad, esos detalles a los que apenas prestamos atención y que sin embargo nutren, discretos, nuestras vidas con la misma efectividad con que la enriquecen las glosas que de ellos hace Sánchez Santiago o las disecciones entre doloridas y sardónicas que Pérez Álvarez emplea en unas narraciones que no por realistas dejan de ser gratificantemente fabulosas.
Juguetes rotos
Nunca he sido un entusiasta de los concursos de talentos —o talent-shows, como se llaman ahora con esa anglofilia irreflexiva que tanto abunda—, mucho menos si sus protagonistas, o sus cobayas, son niños o adolescentes que aún no gozan de la edad suficiente para tener una perspectiva más o menos crítica sobre las cosas del mundo. Aunque haya excepciones honrosas, no creo que se juzgue en ellos tanto el talento como la apariencia, y desde luego no me parece que sus responsables se detengan ni medio minuto a pensar en las frustraciones que pueden aguardar a la vuelta de la esquina a quienes se terminan convirtiendo en víctimas de sus veredictos, que a diferencia de los concursantes no son ni inocentes ni desinteresados. La cosa, al parecer, viene de antiguo. En la Vida de Mozart que escribió Stendhal leo cómo el padre del compositor precoz se apresuró a convertir a su hijo en una especie de monigote de feria en cuanto fue consciente de sus aptitudes. Según se consigna en sus páginas, cuando la familia se desplazó a Inglaterra comenzaron a aparecer por las calles anuncios redactados en estos términos: «A beneficio de miss Mozart, de once años, y de míster Mozart, de siete. Ambos prodigios de la naturaleza. Todo el mundo quedará admirado al oír a un niño de tan tierna edad tocar el clavicordio con tal perfección. Excede a toda fantasía e imaginación y no se sabe qué es más asombroso, si su ejecución en el clavicordio, tocando a vista, o sus propias composiciones.» Los había aún más descabellados. Otra publicidad comunicaba «a los señores y caballeros» que podrían encontrar al talentoso niño en su domicilio, «de doce a dos», y los conminaba a «poner especialmente a prueba su talento dándole cualquier cosa para que la toque a primera vista o una melodía sin acompañamiento que él escribirá al punto sin recurrir al clave». Unas líneas más abajo, se avanzaba que Wolfgang y su hermana Marianne tocarían juntos en el mismo clave y colocarían sobre él «un pañuelo para no ver el teclado.» No vivió mucho el pobre Mozart y no soy nadie para decir si pudieron tener algo que ver en su muerte prematura estas explotaciones infantiles, pero al leer las hojas volanderas que daban cuenta de su pericia he recordado la triste historia del pianista André Mathieu, del que nada supe hasta mi reciente viaje a Montreal y al que pronto empezaron a llamar «el Mozart de Quebec» por su temprano virtuosismo. No había cumplido los quince años y ya llenaba auditorios en los que recibía aplausos que resonaban con estrépito. El público se embelesó con aquel niño prodigio y se desencantó cuando dejó de serlo, a medida que pasaron los años y se convirtió en adolescente, y luego en adulto, y dejaron de gozar de tanto atractivo sus ejecuciones, más rutinarias en tanto que el artífice era ya una persona madura y, por lo tanto, ninguna excepcionalidad revestían sus hazañas, por mucho que provinieran del mismo talento, perfeccionado con el tiempo y el estudio. Empezó a beber y murió víctima de un infarto cuando ni siquiera había cumplido los cuarenta, y permaneció dormida su memoria hasta que unos cuantos años después una de sus composiciones se recuperó como banda sonora de los Juegos Olímpicos. A Mozart lo resarció la posteridad —pero habría que saber qué pensaría él de eso, tal vez habría preferido vivir más y ser menos recordado luego—, pero no acostumbran a tener esa suerte los muchos juguetes rotos que en el mundo han sido y que en todas las ocupaciones se buscan y se alientan, sin reparar en que esos estropicios rara vez tienen remedio, y que mal van a saber digerir el fracaso quienes ni siquiera estuvieron en condiciones de disfrutar su éxito.
Basado en hechos ficticios
La leyenda aparece como pórtico a La llama de Focea, la última y estupenda novela con que Lorenzo Silva ha hecho crecer su saga de Bevilacqua y Chamorro, pero me he acostumbrado a verla en estos últimos tiempos y pienso en ella tras leer unos artículos que publican Marta Sanz y Manuel Vilas en El Cultural. Cada vez es más habitual que en las novelas el autor o el editor se apresuren a señalar que todo cuanto desfilará ante los ojos del lector no tiene una correspondencia exacta con la realidad, por mucho que pueda estar inspirado en ésta, y que nadie debe darse por aludido ni sentir menoscabada su reputación por lo que allí se cuenta. Es una derrota en tanto que supone aceptar un menoscabo en esa libertad que tiene o debería tener la literatura para jugar con los hechos y deformarlos al antojo de quien los moldea sin otro afán que el de servir a su voluntad estricta y caprichosa. Es sabido que Cervantes se inspiró en los libros de caballerías para escribir El Quijote y que los satirizó hasta los extremos que todos conocemos, pero también que figuraron entre sus fuentes un texto titulado El entremés de los romances y no pocas personas de su época, con nombres y apellidos, cuyos rasgos se filtraron en los distintos tipos humanos que desfilan por su novela. Otro tanto se podría decir del Lazarillo o de La Regenta, novela esta última que procuró a su autor más de una polémica en un Oviedo cuyos prohombres se vieron severamente reflejados en sus capítulos. Qué decir de Valle-Inclán y sus Luces de bohemia, donde incluso el pobre Galdós se llevaba lo suyo, o de casi todas las grandes obras que conocen las letras universales y en cuyas tramas se adivinan paisajes y paisanajes que resultaban reconocibles en sus épocas respectivas. Toda literatura es autobiográfica: hasta la invención más fantasiosa recoge las preocupaciones o las inquietudes de quien la urde, y para levantar sus andamiajes uno no tiene más remedio que apoyarse en aquello que conoce y lo rodea, todo cuanto configura su propio equipaje biográfico y sentimental. Y es inevitable, aunque resulte paradójico, que eso esté y no esté al mismo tiempo en la obra que finalmente entrega a imprenta. Pretender que no ocurra tal cosa supone atentar contra la verdadera naturaleza del arte. Exigir que la literatura se desentienda de su contexto es anhelar un imposible y, sobre todo, reconocer la incompetencia para comprender que todas las ficciones mienten, precisamente porque aspiran a encontrar algo parecido a una verdad.
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