Sigo a Millás (Valencia, 1946) desde la publicación, hace ya más de cuarenta años, de su primera novela: aquel sorprendente y delicioso relato con el que nos cautivó a todos, Cerbero son las sombras. Después he disfrutado con otras obras que le dieron un cierto colorido y la necesaria seriedad al panorama literario español de estos últimos decenios donde, como en botica, ha habido de todo, y no siempre del agrado de los más exigentes. Me vienen a la memoria títulos como El desorden de tu nombre (1987), que sedujo a un hispanista serio y riguroso como es mi paisano Gonzalo Sobejano, y El mundo (2007), que, junto con El jinete polaco y alguna que otra obra más (se podrían contar con los dedos de una sola mano), atesora una incuestionable calidad a pesar de haber sido galardonado con el siempre polémico premio Planeta.
Hay “otro” Millás —hay que reconocerlo—, aunque suene a auténtica paradoja, teniendo en cuenta que a nuestro autor le gusta jugar a las falsas identidades, a la doble personalidad, a las súbitas transformaciones. Un Millás, quizá, más popular, menos ambicioso, más frívolo, más juguetón, más condescendiente con el lector y, acaso, consigo mismo, que es posible hallar en varios de los títulos que algunos tenemos en mente. Pero, en cualquier caso, el novelista valenciano nunca, a lo largo de ese casi medio siglo dedicado a la literatura, ha bajado la guardia ni ha descuidado un ápice algo de lo que él es uno de los grandes especialistas en España: un verdadero contador de historias, un encantador de lectores, a los que agarra de la pechera desde la primera página y a los que siempre termina por llevárselos al huerto, si se me permite la expresión.
Que nadie duerma es un buen ejemplo de lo apuntado. En algo más de dos centenares de páginas, Millás pone en pie toda una trama repleta de sorpresas en donde da con la tecla del lenguaje y del tono, y también con el personaje que ha de llevar la manija para que el relato no naufrague y se vaya al traste. Y no sólo se trata de “tirar” de oficio y de experiencia, que también, sino, asimismo, de echar mano de una desbordada y procaz imaginación, de la que siempre ha andado, felizmente, más que sobrado.
Estamos en Madrid, en los tiempos actuales, en calles reconocibles, en establecimientos que a todos nos suenan. Una taxista muy particular da cuenta de todo aquello que le sucede, siempre con la voz interior de su desaparecida madre, que arrastra como el peso de una culpa, que no para de indicarle, casi hasta el aburrimiento y la desesperación, que algo va a suceder. Algo va a suceder. Y sucede. ¡Vaya si sucede! Ya lo decía Hemingway en Fiesta: “El mundo es un buen lugar para ir de compras”. Y ese mundo pasa, sobre todo, por la calle, por las habitaciones de los hoteles, por los teatros y por los cafés de la ciudad donde, en no pocas ocasiones, se dilucida nuestra suerte. Y también por el interior de un taxi, que es como una burbuja ambulante desde la que se observa, en butaca y primera fila, el destino incierto del género humano.
El título, no haría falta decirlo, procede de la letra de la ópera Turandot, a la que puso música el gran Puccini y que está ambientada en Pekín, el lugar en donde le gustaría estar a nuestra taxista (“una choferesa fantástica”), que no duda en emplear su imaginación y el atrezzo necesarios para conseguir una parecida sensación. Por medio, hay una historia, de gran solidez, de amores frustrados, de venganza y no escasos momentos de ternura, con diálogos chispeantes, repletos de verdad y también de humor y gracia, casi al borde del surrealismo, de certeras reflexiones y personajes de estirpe barojiana que parecen haber sido paseados por el mismísimo callejón del gato para gusto y regusto de todos los valleinclanistas que en el mundo han sido. Sin olvidar alguna que otra receta de cocina —más a lo Javier Tomeo que a lo Vázquez Montalbán– que el autor se permite y se atreve a poner por escrito con toda clase de detalles para eludir posibles responsabilidades derivadas de los fogones.
En Taxi driver, la película de Martin Scorsese de 1976 protagonizada por un pletórico Robert de Niro en el papel de Travis Bickle, uno de los usuarios de ese vehículo que avanza como un submarino fantasma en la noche brumosa neoyorkina, declara lo siguiente: “Te diré una cosa: he aprendido mucho más sobre América montando en taxis que en todas las limusinas del país”. Lucía, nuestra taxista de la novela, posee, además, el incentivo añadido de ser consciente de la capacidad de seducción de sus historias. Todo por el mismo precio.
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Autor: Juan José Millás. Título: Que nadie duerma. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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