En su nuevo libro, Homo Deus (Debate), Yuval Noah Harari incide en la idea de que los humanos funcionamos siguiendo algoritmos complejos. Me encantaría que los científicos a los que cita estuvieran equivocados, quiero pensar que somos mucho más que una fórmula matemática, pero la realidad es tozuda y hay ocasiones en las que nos empeñamos en dar muestras de nuestra previsibilidad. Si juzgamos el comportamiento colectivo puede que sí que nos estemos limitando a ejecutar algoritmos, pero muy simples, ni siquiera complejos.
Como explica el autor en la continuación de Sapiens, para gran parte de la humanidad la guerra, la peste y el hambre han dejado de ser un problema. Según su tesis, ahora nos toca preocuparnos por la felicidad, la vida eterna y nuestra posición respecto a Dios. Empezamos a dejar atrás el humanismo sin que aún esté claro qué lo sustituirá.
El futuro dependerá más que nunca, según el autor, de la capacidad de generar ficciones nuevas, espacios intersubjetivos que reconfiguren una vez más la sociedad en la que vivimos. Si esto es así, habrá una elite que imponga su nuevo relato y una mayoría de segundones a su servicio. Vamos, como hasta ahora, pero con la diferencia de que la nueva clase dirigente podrá permitirse cosas como buscar la felicidad y vivir eternamente (siempre y cuando no les atropelle un camión) ejerciendo de dioses con respecto al resto, que serán en la práctica una raza inferior al no tener el mismo acceso a los avances científicos y tecnológicos. Una cuestión de precio.
De momento, en foros como Davos, ya se está elaborando una nueva ficción. Los máximos dirigentes del orbe insisten cada vez que se reúnen en demonizar las humanidades, ya que alertan de que quienes no estudien en el futuro especialidades técnicas serán carne de paro. El plan no es malo. Si el personal de a pie se olvida del arte y la filosofía lo tendrá crudo para elaborar cualquier ficción, tendrá que limitarse a ejecutar algoritmos cuyo objetivo e intencionalidad han diseñado otros.
Puede que ya estemos en esa fase. Si un individuo A expresa públicamente una posición que compartimos y que ataca a B sobre un tema absolutamente trivial, nos sumaremos a su indignación y, en poco tiempo, formaremos parte de una turba que transformará lo irrelevante en un debate a vida o muerte. A esto lo acabo de bautizar como el algoritmo de la indignación estúpida, la regla que seguimos para convertir cada día una tontería o varias en tendencia. Mientras discutimos estupideces en las redes sociales, otros hacen caja. Necesito un matemático que me ayude a expresar mejor la fórmula, pero creo que es un ejemplo de dónde nos encontramos en esta etapa de transición entre un presente desbocado y un futuro cuyos peligros y ventajas desconocemos. Seguimos algoritmos.
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