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Alhambras

Para Iñaki Sánchez Simón, sin cuya sabiduría arquitectónica “Alhambras” no hubiera sido posible.

Y a los rayos del sol,

evidentes, se ciñe

la ciudad esencial

Jorge Guillén, Cántico

Mares, reinos y emperadores. Navegan, conquistan, se enamoran. Poetas, novelistas, ciudades superpuestas en la inquietud. Una arquitectura que envuelva una historia. Un cuento, no mío, no de ellos, de los poetas y de los emperadores. ¿Qué hombres encontraré en el divagar propuesto? Soberbios y tímidos altaneros, vergonzosos. Coronas como cabellos, una boca entreabierta, la lengua como a punto de saltar una palabra. Carlos navega, conquista, se enamora. Una mujer lo pasea por la ciudad del agua. El orgullo de Carlos le impide decir la palabra que tiene en la boca. Huye y regresa el agua, los canales al mismo punto. Conoce a Isabel y a su reino moro, lo atlántico se alía con el Norte, el Mediterráneo hace fuerza por ensanchar su estrecho. Las casas, líneas rectas ascienden colinas, bajan los palacios en cascadas. Columnas de Hércules, Salomón dividiendo al niño como Moisés rojo su mar. Carlos bulle su herencia en Isabel. Meses de días en una Alhambra. Agotan el tiempo de su unión porque desean vivir la vida que luego les será negada, meses de día. Donde el sol se oculta, dos jóvenes dioses juegan a reyes, y él se despide, y ella se lamenta, llorando, sonriendo.

A Carlos lo llaman de todas partes. Tiene el Emperador que visitar su imperio una y otra vez. Que la gente vea su lujo sobrio de rey del Norte, mestizo del Sur, frontera del desierto. Todo mira en Carlos la alianza de los mares, nuevos territorios, viejos reinos envejecidos. Y la alianza de Isabel redundará en beneficio de ese enorme Imperio. Los buenos y los malos poetas hablan del corazón, de sus pasadizos, sus puertas. Carlos, que navega siempre en compañía de los mejores, pilota él mismo sus barcos. El agua desfila correteante por su corazón, como dirían los poetas, acertados, tópicos, serenos. En la Alhambra, en un sueño que no se tiene que disfrazar de sueño para ser verosímil, se erigirá un palacio en forma de corazón, círculo en cuadrado, por el que fluyan las aguas, las celdas del Imperio redondo que resolvió ser plus ultra. No un palacio para el imperio, no el político imperio. Isabel ruega a Carlos una prueba de su amor, porque los dos llevamos a cuestas nuestro propio palacio. Carlos la mira y ya la tiene: su boca entreabierta suspira la palabra jamás nombrada, porque el Emperador, que es imitador de Dios, no debe decir lo obvio. Carlos manda construir un palacio dentro del palacio. No lo habitarán, no este campo. Pero el palacio, tan circular, tan con columnas, fija los límites de su mestizaje. Fuera, la Iberia, dentro la morería, el Occidente que viene de Oriente y escapa al Norte porque el Sur es árido y no encontramos agua en el desierto. Rescata un nuevo clasicismo las huellas de numerosos renacimientos. Porque nacer y morir, pasar el testigo, es la tarea de los reyes. Porque crecer, nacer, volver a nacer y morir, es la tarea de los enamorados. Y no encuentro sensiblería en aquellas frases de Isabel. Carlos contempla el retrato de Isabel que un genio mensajero le trajera de ultratumba. El artista que lo pintó, siente celos Carlos, el primero, el quinto, el muchos números de una genealogía matemático-divina que empieza a creer en su origen plebeyo, siente envidia el Emperador de ese pincel que ha competido con sus ojos, sus dedos, su corazón de rey pronto a morir entre la cruz y la pintura. Pinta él también de oídas, de palabras, memorias y borradores desorientados en las cabezas de los súbditos. Bella es la que no quiso ser Emperatriz sin ser mi esposa. Carlos, como su envidiada mano pintora, Tiziano, cómo aprecio tus ojos en los dedos, regresa el recuerdo nueve meses en su vida. Donde levantaron su imperio y lo perdieron. Porque Carlos siempre está yéndose, siempre en puertas y puertos, entornados, despidiendo y abrazando. Isabel dejó de imitar un minuto las leyendas de su pueblo: una niña recién desposada mira todos los días, alta torre y alto mar, la playa más hermosa que imaginarte puedas, Carlos, que regrese mi amado, playa de piedras uniformes, culpables, donde se celebran batallas y muere el mundo porque no me quieren devolver a mi amado.

Cabalga Carlos, consejeros, enjaezados corceles, tiendas en los carros, e Isabel, compañía de damas, qué bien suena el portugués, señor, y los sonidos de los cascos, el conversar elegante de dos ejércitos paralelos, y las mujeres, los nobles, soldados. Cuánto resuena el castellano, por caminos andalusíes, boda en Sevilla, sofoco de calor, embajadores, versos, espadas y poetas. Bajo y delgado, la punta de la palabra en la lengua, no hiere Carlos este país de verdes y montañosas arenas que parece el ejercicio escolar de un colorista. La lengua que no conoce pero que ya aprende, Carlos I de España, Españas, y V de Alemania, Alemanias, la palabra sin punta de Isabel de Portugal, dama elegante de los primeros marinos de la tierra conocida, andan sus caballos y carros a unificar estas tierras.

Morosa caravana hacia Sevilla. Calor asfixiante. Gritos y júbilos reciben a los Emperadores. Van juntos pero aún no se han unido. Carlos empieza a comprender que esta dama no será sólo la reina de las reinas. Piensa Carlos en los labios de la portuguesa, esquiva un pensamiento y rechaza las alabanzas de sus súbditos de lujo. Miran al pueblo los Emperadores. Brillo de Sevilla para coronar un matrimonio. Observa que Isabel no hace gestos contrarios al calor asfixiante. Su séquito se mueve con naturalidad en este ambiente enloquecedor de gritos y sofocos. Borgoña, La Coruña y Aquisgrán, Viena y Munich, México, Lima, Toledo, Roma, todos invitados… El destino le ha hecho a Carlos jefe de los límites del mundo, las antípodas que serán gobernadas por un muchacho que no es joven, es Emperador. Política, barcos caballerescos han traído a Carlos aquí, el inglés enfadado en su trono. Cantan las pupilas de Isabel el principio del peregrinar. Y se da cuenta Carlos, lejos el orgullo del poderoso, de que había que ser rey y Emperador para conocer a Isabel. Un hombre, Carlos, y una mujer, Isabel, van subiendo lentamente las escalinatas de nobles y pueblo vulgo, euforias y pañuelos recién perfumados, para casar a dos emperadores. Cantar de las bodas.

Huyen los ya enamorados a un lugar más fresco. Granada la mora, la inconquistable aguarda un nuevo asedio. Ahora el cortejo es alegre, fuera las seriedades, sólo el imprescindible protocolo. Pero en Carlos levanta la boca otros grados. Habla a la Emperatriz, Isabel, conocéis mejor vos estos mis reinos. Y no sabe bien cómo colocar su castellano, ignorado, antiguo o moderno, español que coloca sobre el acento portugués. Y tal vez las conquistas militares no sean otra cosa que lenguas del Norte y del Sur, debajo, encima, al Este y al Oeste de dos amantes que las hablan para decir algo menos que sus abrazos. Aprende Carlos a leer las ideas de sus siervos antes de que se formulen. Desde que fue príncipe, desde el nacimiento. Pero adivina que Isabel no es sierva, y si lo es, lo es como él, de su pueblo, pueblos. Más cerca está Isabel de su casa que Carlos. Portugal, hermana de Castilla. Borgoña y el refinamiento de esas lejanas tierras, otros cuentos que no oí, porque la saudade tolera la lluvia y el verde, no el frío y la nieve. Juegan las almenas de la ciudad andalusí, grita y ríe el pueblo. Los Emperadores vienen en rápida luna de miel. No sospecháis, mis súbditos, no lo sospecho, que el amor me ha tocado y que él e Isabel retendrán a Carlos entre las murallas de la Alhambra. No volvería aquí Carlos, la felicidad fue demasiado grande como para repetirla. Cruce de cruces y lunas son precisas, Carlos, para que luego te eches a andar. Isabel, han equivocado el orden, no me quiere el tiempo. Emperador antes que esposo está mal hecho. Tenía que conocerte para ser Emperador. Lo sé, su majestad, mi majestad, deberá construir un palacio en círculo y guardar en él nuestras gracias a esta ciudad. Escrito está en mi alma vuestro gesto… y vuestro mirar… Qué susurráis, Garcilaso. Cuando amo, señor, no puedo callar, “escrito está en mi alma vuestro gesto”, le da vueltas el amor desde que llegaron a Sevilla, y vuestro mirar alegre, honesto… No hace mucho, señor, dice el soldado, callando, el Emperador era mi dueño, pluma, corazón y mente; hoy posee sólo mi espada. Canta, pluma y mi mente, a la misma tierra de la Emperatriz. Y el Emperador, con los labios de Carlos, no hacía mucho, Garcilaso, que el Imperio era mi dueño, espada, corazón y mente; hoy, y no todo, sólo posee mi sacrificio. No hace mucho, Garcilaso: cuando me paro a contemplar mi estado. 

(Un palacio nunca lleno que se abra al cielo, redondo y claro. Círculo, porque ella lo pidió círculo. Pero círculo por dentro, abrazado en cuadrado, no prisionero. Que los de dentro se sepan eternos, y los de fuera quieran entrar. Un edificio que no parezca edificio y cruce nuestras culturas, las que hacen mi Imperio y las recordamos, y las que no retenemos porque nuestra memoria es débil y tú diseñas memorias. Oriente y  Occidente, Roma de Emperadores, tú conoces, arquitecto, de qué te hablo. Pon patios y columnas, una fuente de jardín, cruza las cruces. Pon en él todo lo que ames, y no preguntes el objetivo de mi encargo. Si no lo conoces, tampoco eres digno del círculo que dentro de la ciudad mora se ha de abrir al cielo, redondo y claro.)

Vemos las almenas de la Alhambra, ganada por los abuelos, Isabel, ¿paseamos? Aún no nos iremos, escrito está en mi alma vuestro gesto. Vos y Dios, señora, atrapáis ya las batallas que ganaré y las paces que habré de firmar, porque no hubo nunca un caudillo invencible y no deseo parecerme tanto al que me regaló vuestra compañía. Es la Alhambra, Isabel, templo, castillo, ciudad fortificada, palacio olvidado por sus últimos moradores. Es la Alhambra, mi señor, aquélla que me contaban de niña, y en sus murallas creo reconocer las playas de mi tierra. Y tú te irás, y me quedaré llorando, aunque doy gracias de haber nacido donde nací, país hecho entero de partidas, todo él puerto y playa. El puerto al marchar, la playa al volver. Cuando Carlos vuelva, Emperatriz, las playas enseñarán sus enseñas, Portugal, Galicia, Asturias, Cantabria, Navarra, Vascongadas, Aragón, palmas y Mediterráneos, y Hércules alzará sus brazos al cielo para decirte mi regreso. Señor, soy mujer, y como Portugal estoy hecha de esperas; mis ojos, mi señor, no agotarán sus lágrimas, ellas traen siempre al amado, y no quiero secar los mares por los que habréis de volver. Isabel, el Emperador conoce bien su destino, y que esta Alhambra va a ser piedra que guardar de nuestra vida lo más preciado. Cuando no regreséis, pensad en estas piedras de antiguos enemigos. Enseñadme el jardín, el gesto escrito de ese poeta vuestro, que esparce el viento y desordena. De quien aprendisteis a cantar.

(Una caja de fina piedra, cuadrada, moldeando el amor que sienten los jóvenes desvergonzados, sin rubor, moldeando la cara, los ojos, la nariz de sus muchachas. Una caja que encierre ese amor, interior y exterior, humano y natural, pero hablando con las piedras, los árboles y las plantas, mirando a los cuatro, los cientos puntos cardinales. Cuadrado de sabias medidas, y otro cuadrado, y dos círculos. Piedra exterior y cristal interior. Opacidad y transparencia del Emperador y la Emperatriz, el hombre y la mujer. Cristal siempre pero a veces piedra. Arquitecto, que no rompa nadie la piedra exterior, que las columnas que forman el cristal jamás sean violadas por aquellos que no saben del cristal y sólo creen en la piedra. Yo y mi amada, yo dentro de ella, ella dentro de mí, y aunque no volvamos. Lucha y ama, cuadrado y círculo. ¿Cómo entenderlo? El joyero dentro de la joya.)

Palacios como aguas. En palacios como éste, Isabel, otros jugaron sus amores. Hay patios y hay estanques, el agua los confunde, y no sabemos si se construyó el patio para el agua, si se puso el agua para el patio. Venían los moros de la morería, los de los turbantes preciosos y las barbas cortas, tal que nosotros, muy morenos, pero no tanto como para no distinguirnos. Iban las copas ricas de néctar, sabio vino prohibido, entre las pequeñas olas, aquí, por los canales. Un barco en una copa, la copa en el barquito, Isabel. Soplaban los vientos de la amada las velas de los barcos. Y la copa navegaba y el barco llegaba a su destino. La amada contemplaba navegar la copa, y ambas se perdían. Otros labios, más brazos, repetían el gesto inverso de fletar un barco. La barba corta, boca entreabierta como a punto de saltar una palabra, recogía el barco, la copa en sus labios señalando a la amada, mi amiga. Esos vinos cantaban a la noche, día y noche cantaban a las estrellas, a los astros, a la luna de los libros. Danzan los barcos el cristal de su señor, y su señora llena la copa, mil culturas, milenarios poemas, enamorados imperios. Carlos a Isabel. Tú me preguntas por qué está el mar en todos nuestros sueños. Por qué la última prueba del héroe la hallamos en el mar. Por qué nos gustan los marinos y las sirenas, las jarcias, las mayores y las menores. Por qué una nave siempre nos parece más bella que un palacio. Me demandas un palacio y en realidad quieres un barco. Ves esta ciudad, mora Alhambra blanca que nos acogiste, y te la imaginas andando sobre las aguas, ciudad esencial, porque Dios equivocó  la tierra firme, y el hombre cuanto más firme menos firme, tiembla cuando más reposa. El paraíso tendrá forma de nave, Alhambra. Carlos, mi Emperador me prometió un palacio cuadrado y circular, meses de días de gozos y descansos. El Emperador no se ha casado con Isabel, noble portuguesa, hija de reyes y navegantes. Isabel no se casó con Carlos, el Emperador se encargará de recordárselo. Canta a Carlos e Isabel, Alhambra, barro puesto en pie por orientales alfareros. Despide, Alhambra, con tu agua a los Emperadores, que nunca volverán con el ropaje de los enamorados, Carlos e Isabel. Suben y bajan los jóvenes vestidos de jolgorio, extravían las piedras la sonrisa de los enamorados. Bajan y descienden escaleras los ojos joviales, el azul y el rojo, el blanco y el verde, tocan sus dedos la transparencia de los estanques, tocan y bailan y no se zambullen porque dónde estarán los Emperadores, tan tarde, la Alhambra anocheciendo, julio caluroso.

Alhambras de telas ricas, damascos, encajes y corazones de arena. Temblamos cuando vemos aparecer a los Emperadores, majestuosos, imperiales Emperadores. Pero hay tras las joyas y los oropeles, los ojos fijos de él y llorosos, felices de ella, alegría y autoridad, hay palabras moras que navegan por esos estanques de aguas libres.

Por fin han regresado los Emperadores. Están abrazados y terminan sus besos cuando suben los peldaños de los alcázares. Mayordomos, ayudas de cámara, Carlos, como otros jefes, no olvida a ninguno y a todos llama por su nombre. Bajan las cabezas de los servidores ante la pareja recién casada. A Dafne ya los brazos le crecían, susurra Garcilaso, entre el recuerdo y el futuro, a los oídos de otra Isabel, dama de compañía de la Emperatriz. Y en tanto que de rosa y azucena, también silba Garcilaso al oído de Isabel Freyre, gran señora portuguesa, sus dedos apenas tocándola. Jamás habían visto los del Norte a su señor tan contento. Siembra el agua de la Alhambra la sonrisa de la pareja, y los criados, y los ministros cuchichean alborozados porque con la alegría del rey viene la alegría del reino, los muchos reinos del joven Carlos coronado en Aquisgrán. Se hace importante la nueva lengua de Carlos. Carlos ya habla español: el español es lengua de amor para Carlos e Isabel. No olvidan las lenguas de su infancia, diplomacias y recepciones. Pero aquí, en la Alhambra, han hablado español: sus ojos, el amor.  Como los emperadores, el canto domina todas las lenguas, pero en la ciudad musulmana ha hablado español. Y Carlos irá con su lengua orgullosa por guerras y Vaticanos. Ignoran sus súbditos españoles cuánto bien le ha hecho al reino la elección portuguesa. Pero ahora Carlos e Isabel se han marchado a sus aposentos, se han ido sin despedirse, los ministros desairados. Han sonado pequeños gritos, frágiles portazos, más risas. Algún consejero seguramente está pensando qué locura la de mi señor, mucho le está durando el enamoramiento. Dos albardas velan el sueño y las caricias de los Emperadores. Fuera, noche andalusí de calor y olivo, la luna, amiga de los amantes, vela el sueño de dos jóvenes ahora en verdad casados.

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