De niño soñaba con ser un hombre; de adolescente, con conocer a una chica como Ali MacGraw. Ahora que soy un anciano resulta que la hombría es fascismo. Disiento radicalmente. Sin que ello suponga menoscabo alguno para ninguna sexualidad, yo sigo creyendo que la hombría es uno de esos dones por los que se puede y debe aventurar la vida, aunque ésta ya se encuentre en la senectud y no se pueda defender con esa fiereza con la que, aún púberes, lo hacíamos los últimos chavales que jugamos en las calles de Madrid. De las canicas pasamos a los billares cuando en los descampados empezaban a construir los nuevos bloques de viviendas sobre nuestros antiguos guas. Y en los futbolines —que también se llamaba a aquellos “salones de juegos recreativos”, tal rezaba en sus rótulos que mostraban su entrada en la calle— siempre había una gramola, entre cuyos microsurcos, en los primeros años 70, invariablemente, se encontraba el tema principal del score de Love Story (Arthur Hiller, 1970).
No sé para el resto de los de entonces, pero para mí, la imagen de Steve McQueen, uno de aquellos tipos a quienes los adolescentes del Madrid de los primeros 70 nos hubiéramos querido parecer; o, por mejor decir, a los personajes que incorporaba este actor en las cintas que protagonizaba —el Vin Tanner de Los siete magníficos (John Sturges, 1960), el Cincinnati Kid de El rey del juego (Norman Jewison, 1965), el Junior Bonner de El rey del rodeo (Sam Peckinpah, 1972)— empezó a resquebrajarse al verle maltratar a Ali MacGraw en La huida (Sam Peckinpah, 1972). Fue en esa secuencia en que ella le confiesa que se ha entregado a Jack Beynon (Ben Johnson), el encargado de conceder a Doc McCoy —el personaje de McQueen en aquella ocasión— la libertad condicional. Y lo ha hecho para que Beynon firmase la orden de su excarcelación.
Entre aquellos primeros mitos de la hombría, esas hazañas de valientes y truhanes a los que hubiéramos querido emular cuando finalmente fuéramos hombres, no figuraba, ni por asomo, lo de pegar a las mujeres. Las adalides de esa nueva inquisición —en gran medida herederas del mesianismo estalinista de sus mayores o de ellas mismas cuando militaban en organizaciones abiertamente comunistas— podrán decir lo que les venga en gana: que si la violencia contra las mujeres va implícita en el ADN del varón, que si la heterosexualidad masculina es fascismo… lo que sea. Pero en ninguno de los mitos que jalonaron mi aprendizaje de la hombría, aparecía, ni por asomo, levantarle la mano a una mujer. No era de hombres pegar a nadie que no pudiera defenderse de ti en buena lid. Yo soñaba con ser un hombre, como aquellos que nunca se jactaban de los placeres que les había dado una chica —lo mejor de la hombría, repito una vez más— cuando alguien les preguntaba por lo que hubo entre ellos al verlos juntos, y ya entregados a las primeras efusiones, la noche anterior. Pero he acabado siendo como el “jefe” de los futbolines, que llamábamos al encargado de abrir el billar —poner en marcha el contador— y cobrar la partida. El hombre, tan anciano como yo ahora, no veía la hora de cerrar los billares e irse a casa corriendo “con la santa”, que llamaba a su señora. Lástima que Steve McQueen, cuando dejaba de interpretar a esos personajes mitológicos, no fuera tan devoto de la maravillosa Ali MacGraw como aquel anciano al que, cuando me aburrieron los billares y dejé de ir, nunca más volví a ver. Eso sí, aún le tengo entre los mejores de mis mentores en la hombría.
De fulgor tan intenso como efímero, la estrella de Ali fue tan breve que, en 1974, cuando dejó de sonar en todas partes la banda sonora de Love Story, había pasado de ser una joven icónica, a empezar a caer en el olvido. El responsable de la fugacidad de su estrellato no fue otro que McQueen. Al menos eso es lo que cuenta la actriz en sus memorias: Moving Pictures: An Autobiography. Publicadas originalmente en 1991, el debate sobre las mujeres pretéritas, truncadas en su proyecto de vida por alguien que dijo amarlas, sobre el que se interpela en estos días nuestra sociedad —ejercicio que a mí me parece digno del mayor de los encomios para que, al menos en la memoria, se repare semejante vileza— ha vuelto a poner de actualidad la suerte de aquella actriz/chica, la it-girl por excelencia de los primeros 70. Si en un principio fue reacia a trabajar con McQueen fue porque, antes de conocerle, ya barruntaba lo tóxica que podía ser su relación. Mas los hombres le gustaban tanto como ella a ellos y acabó por aceptar el contrato de Peckinpah y protagonizar La huida junto aquel que iba a poner fin a su esplendor.
Casados apenas se acabó el rodaje, aquel Steve McQueen que tanto admiré en su creación de Jake Hollman, el maquinista de la cañonera de El Yang-Tsé en llamas (Robert Wise, 1966), quien muere defendiendo la vida de Shirley Eckert —la bella misionera encarnada por Candice Bergen—, resultó ser un machista. Como todos aquellos caballeros que, bien es cierto, menudeaban en la España de los años 70 que, una vez casados se arrogaban el derecho de apartar de la vida pública a su señora. Era una de las formas más perversas que puede adoptar el machismo. No solo privaba a la mujer que lo padecía de su realización personal. También nos sustrajo a cuantos pudiéramos admirarlas, tan inocentemente como admiran sus espectadores a las actrices, del placer de tan inocua devoción.
“Hice de cocinera, de señora de la limpieza, de mujer sencilla hasta la médula… Funcionó durante un tiempo, fuimos felices”, recuerda la actriz que, a principios de los años 60, cuando dio comienzo su actividad profesional en la revista Harper’s Bazaar, hubiera querido ser como Zelda Fitzgerald, la mujer de Francis Scott Fitzgerald, la más esnob de las flappers. Pero en casa, su marido resultó ser mucho menos romántico que en la pantalla, mucho menos cool de lo que se dice que fue ahora, cuando esas grandes marcas resucitan su imagen, más de cuatro décadas después de su muerte, para vender sus productos. Para hacerle las comiditas a McQueen como a él le gustaban, Ali MacGraw renunció a personajes como la Daisy Buchanan de El gran Gatsby (Jack Clayton, 1974), que al final fue recreado por Mia Farrow, o la Evelyn Mulrway de Chinatown (Roman Polanski, 1974), uno de los grandes papeles de Faye Dunaway como todos sabemos.
En sus comienzos en el mundo de la alta costura, la joven Ali irradiaba tanto magnetismo que no tardó en ser ella misma la modelo, que no la ayudante del fotógrafo o de la editora de la revista. Ya octogenaria, aún recuerda ese trabajo como el mejor de su vida pues, a la postre, ahora afirma que nunca quiso la fama con sus esplendores y miserias. Lo que pasó fue que, vista de cerca esa gloria, le deslumbró y se dejó llevar. Una vez posó desnuda para Dalí. El surrealista se arrojó al suelo para lamerle los pies y ella, desconcertada, se marchó corriendo, argumentando que tenía que pasear al perro. En otra ocasión, en una de sus primeras borracheras —reconocer su alcoholismo y su “dependencia de los hombres” fue el principio de ese equilibrio del que viene haciendo gala desde los años 90— descubrió la suntuosidad, la magnificencia de los magnates de Hollywood en casa del productor Robert Evans. “Fui su pequeña hippie. Me sentía emocionada, halagada y mimada. No me parecía real, desde aquellas cenas, a las que todos los invitados eran celebridades de las que yo había oído hablar, hasta los 32 teléfonos que había en su residencia. Aquella vida nunca me pareció real. Sigue sin parecérmelo”.
Evans fue su primer marido y el único de todos sus cónyuges y amantes —entre quienes destacan seductores como Warren Beatty— al que, tras la ruptura, le unió una sincera amistad durante más de cuatro décadas. Y Evans también fue el que la introdujo en el cine. Eso sí, hasta La huida, todas sus películas fueron pocas y fáciles de olvidar. Si acaso Complicidad sexual (Larry Peerce, 1969). Ni siquiera la traída y llevada Love Story, un melodrama tan sensiblero como le gustan a la gente sencilla hasta la médula.
Las historias de amor, así en abstracto, son las historias más grandes que se pueden contar. A mí, que lo que me conmueve son los amores locos, arrebatados, más poderosos que la vida, si hablamos de películas románticas, me quedo con Los amantes crucificados (Kenzi Mizoguchi, 1954), Elvira Madigan (Bo Widerberg, 1967) o Los amantes del Círculo Polar (Julio Medem, 1998).
Fue la misma Ali MacGraw quien, una vez hubo alcanzado mediante el yoga el equilibrio, la relajación y todos esos placeres tan largamente buscados en los años que pasó en Hollywood, comentó a Oprah Winfrey, ya en 2010, durante una visita a su show, que aquel eslogan de Love Story —“Amar significa no tener que decir nunca lo siento”— que dio la vuelta al mundo como un verso sublime, no era más que una majadería como cualquier otra, “una mentira absurda con la que se vendieron millones de Kleenex y se lanzaron varias carreras, empezando por la mía”.
Lástima que entonces llegase Steve McQueen con la dichosa comida casera. Cuando volvió al cine tras el divorcio lo hizo en la peor película de Peckinpah, Convoy (1978). El tiempo de Ali MacGraw ya había pasado. Corriendo los 80 hizo cosas para televisión, pero no gustaron a nadie. Se sometió a una cura de su alcoholismo en el Centro Betty Ford. También reconoció su adicción al sexo antes de retirarse a un lugar apartado de Nuevo México.
Se nota que J. Memba sabe de cine. Es un artículo lleno de datos y anécdotas jugosas