Cuando le preguntaron a Alice Munro, la escritora canadiense ganadora del Nobel de Literatura en 2013, y que hoy cumple noventa y un años, por qué no se había atrevido a escribir una novela, respondió que, en efecto, le habría gustado intentarlo, sin embargo siempre se había sentido cómoda con la extensión del cuento y del relato: “El cuento estaba puramente determinado por el largo de las siestas de mis hijos, pero después resultó que esa fue la manera en la que aprendí a escribir, y ya no pude hacer otra cosa”. Así pues, sirviéndome del nacimiento y figura de esta gran escritora, considero oportuno reivindicar la importancia de las narraciones breves que han trascendido a lo largo de los años hasta el punto de ocupar un lugar relevante en la historia de la literatura. Sin ir más lejos, Dublineses de Joyce; Catedral de Raymond Carver; En mitad de ninguna parte de Julio Llamazares; A la hora en que cierran los bares de Soledad Puértolas; Cuentos de Cheever, Todos los cuentos de Clarice Lispector e incluso los completos de Flannery O’Connor; Fiesta en el jardín de Katherine Mansfield o Rock Springs de Richard Ford, entre muchos, muchísimos otros. En estos meses que tenemos por delante, donde quien no se va a la playa se queda en la piscina de su casa, se va a la montaña o aprovecha para hacer el Camino de Santiago, seguro que una de las cosas que nos hemos apuntado en la lista y que no pueden faltar en la maleta, o en la mochila, es un libro. Ese que no hemos podido leer a lo largo del año por no tener tiempo, y ahora que nos hemos cogido las dos semanas, o el mes que nos corresponde, podemos leerlo con ganas y tranquilamente. Degustarlo. Sin pensar en nada más que en la historia que tenemos entre manos. Por eso, en lugar de recurrir a las novelas grandes, voluminosas, esos «tochos» conocidos por todos, no está de más entretenerse con ese otro tipo de narraciones que comprimen la acción y la información que se quiere dar a lector, donde la brevedad del relato no da opción a la dispersión, y además están cargadas de misterio, de simbolismo, de metáfora, de preguntas sin respuesta, de paradojas e ironías. Del azar que escapa a nuestro control, de las personas que pasan por nuestra vida fugazmente, y de esas otras que, aun pasando, desaparecen por un tiempo para después volver a ellas con más impacto. Relatos que no hablan más que de nosotros, de ti y de mí.
Esa naturalidad basada en la vida es lo que caracteriza la pluma de Munro. Todo aquel que se haya acercado, o quiera hacerlo, a Secretos a voces, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, Escapada, La vida desde Castle Rock o Demasiada felicidad (entre otras) podrá comprobarlo. Y puede que hasta sienta cierto alivio al encontrar en sus relatos una identificación que, sin esperarlo, es lo que andaba buscando. Por otro lado, no debe de ser fácil para un autor ser comparado con un clásico, y menos todavía cuando ese clásico ha influido considerablemente en tu literatura. A la que llaman “la Chéjov canadiense” dichas comparaciones no son de su agrado, más bien al contrario. Conllevan, como cabe esperar, cierto reparo. Andarse con cuidado. No dejar que la equiparación reste calidad en su trabajo ni se le exija más de la cuenta porque lo se espere de ella es que esté a la altura de semejante autor. Y es que muchas veces los escritores caen en la pretensión de hacer grandes obras, de trascender. Me decía un editor hace tiempo: “Los jóvenes y no tan jóvenes que están empezando vienen aquí y sólo quieren vender libros, hacerse ricos. Dicen: «Yo quiero ser como Fulanito o Menganito, que con cada libro que escriben vende millones», y olvidan que esto no va de ser como los otros, mucho menos de hacerse millonario, sino de ser uno mismo. De tener tu propia voz”. Precisamente como la tuvo Chéjov, y como la tiene Munro. Y tantos otros que no se devanan los sesos para crear la historia más compleja jamás planteada antes, sino que hacen lo opuesto, recurriendo a la sencillez, a «lo de casa», a lo que más conocen porque es lo que han visto y vivido desde niños. A ese trabajo de campo, por ejemplo, cultivando y cuidando lo que es de uno. A buscarse la vida sin depender ni necesitar a nadie. A sacar a la familia adelante. A los sueños truncados de Tío Vania. A la reconstrucción de nuestra vida, de nuestra realidad, cuando una noticia que no se esperaba, que ni siquiera se intuía, pone todo patas arriba y, una vez meditado, nos ponemos a recoger, a reordenar, a intentar que todo vuelva a su lugar, como hace Corrie, o Gabriel, el protagonista del último cuento Dublinés titulado Los muertos, que en un momento dado, sin esperarlo, arropado por la canción que llena la casa, contempla a su mujer y es como si la viera por primera vez: “Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana (…)”, y el alma de Gabriel se llena de gracia. Sólo ese instante le basta para intentar recuperar el fuego que una vez existió, que una vez les unió y que el paso del tiempo ha apagado, convirtiéndolo prácticamente en cenizas. Es la historia de un matrimonio, de otro más, de una relación que, aun creyéndola perdida para siempre, intentamos recuperar.
Releyendo estas historias, además de las citadas al comienzo de este texto, lo más seguro es que el lector quede deslumbrado o alumbrado por los pequeños detalles en los que apenas nos fijamos debido a la aceleración del día a día a la que estamos sometidos, y en las que gracias al realismo que las impregnan volvemos a reparar. Para eso están. Para que no olvidemos cómo mirar, recordar, vivir… e incluso escribir.
Muchas historias no necesitan de un escrito extenso para hacerte llegar lo que quieren (o pretende el autor) transmitir. El relato, o el cuento, es una disciplina muy válida, incluso a veces más complicada y que requiere de un esfuerzo mayor por parte del escritor.