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Alien: Romulus (2024): Fede Álvarez y el sueño de la razón produce monstruos

Alien: Romulus (2024): Fede Álvarez y el sueño de la razón produce monstruos

Se me antoja una empresa harto difícil aportar algo original y novedoso, redactar siquiera unas líneas sobre Alien, la célebre saga tan proverbial y renombrada. Desde El octavo pasajero (1979), el legendario filme de Ridley Scott, son varios los cineastas que han aportado su particular visión sobre este palpitante universo, enriqueciéndolo, acrecentándolo, en definitiva sublimándolo. Aquella primera película, hito impepinable del cine de género, constituía un survival como pocos, simbolizaba una plasmación truculenta de nuestras más espantosas pesadillas, de nuestros primigenios y más siniestros miedos. Cómo olvidar a los desventurados tripulantes de la Nostromo, liderados por la teniente Ripley, porfiando sin cuartel contra el alevoso xenomorfo, letal engendro asesino, feroz y sádico chupasangres. Ridley Scott apostó por el cine de terror puro y duro; aupado por la inquietante partitura de Goldsmith, el fabuloso guion de Dan O’Bannon y el espeluznante diseño del monstruo por parte de Giger, el británico consiguió palpar el empíreo coronando la cima de su enjundiosa carrera, demostrando que en las inmensidades del espacio sideral nadie podía oír nuestros desgarradores y estentóreos alaridos. Un sucinto recordatorio para los más olvidadizos: este señor de semblante adusto, de carácter ciertamente envanecido y jactancioso, arquetipo del caballero inglés, comenzó su carrera de forma inmejorable: Los duelistas, Alien y Blade Runner. ¿Alguien es capaz de proponer algún otro cineasta con semejante inicio de filmografía, con tamaño arranque tan indiscutible e incontestable? Algunos críticos, de hecho, no sin cierto fundamento, vaticinaban en la figura de Ridley Scott el advenimiento del heredero natural de Stanley Kubrick.

"Aunque les pese a algunos, aunque les duela en lo más profundo e insondable de su alma, James Cameron es el director de ciencia ficción más impresionante y sobresaliente"

Ante el descomunal éxito comercial del primer Alien, los gerifaltes y mandamases del negocio cinematográfico, los representantes del capitalismo más chupóptero y voraz, estaban ávidos por lanzar una secuela, ansiaban fervorosamente la aparición de un guion que estuviera a la altura. Aquí irrumpe como un elefante por cacharrería, como un titán liberado de sus ataduras, un director colosal, un cineasta portentoso: James Cameron. El oriundo de Canadá flipó en colores cuando vio el filme de su colega Scott pero, como todo gran artista que se precie, seguro que pensó: «Soy capaz de mejorar este tinglado, estoy capacitado para rodar la secuela perfecta, soy el puñetero rey del mundo». Tenía razón mi admirado Jim Cameron: no sólo era capaz de filmar la secuela canónica, sino que lo hizo. Ya saben ustedes: no es la conciencia lo que determina la realidad, sino que la realidad es lo que determina la conciencia.

Aunque les pese a algunos, aunque les duela en lo más profundo e insondable de su alma, aunque lo nieguen recurrentemente, James Cameron es el director de ciencia ficción más impresionante y sobresaliente que han contemplado jamás los anales de la Historia del cine. Los más escépticos pueden repasar su fascinante filmografía para corroborarlo: estamos hablando del tipo que ha cuestionado, de la forma más tenebrosa posible, los desafueros y desmanes de la Inteligencia Artificial, estamos refiriéndonos al director que mejor ha sabido plasmar la denominada colonización del espacio exterior, estamos nombrando al hombre que ha vituperado, de la manera más furibunda y desabrida que podamos imaginar el militarismo ínsito al ortograma imperial depredador norteamericano. ¡Albricias, Cameron es el director de Terminator, de Avatar, de Titanic y, por supuesto, de Aliens: El regreso!

Si el mítico y legendario filme de Scott, como hemos apuntado, representaba una modélica y ejemplar película de terror, un ejercicio de creación de atmósfera como pocos, la cinta de Cameron Aliens (1986) constituye la simbiosis más sublime y perfecta que el autor de estas líneas conoce entre el wéstern apocalíptico, el survival, el bélico y el terror. Esto ya sería motivo más que suficiente para encumbrar esta película al Elíseo en el que moran las cintas más grandiosas, selectas y majestuosas de la entera Historia del séptimo arte. Esta película desprende el inconfundible aroma que caracteriza a las verdaderas obras maestras. Posee alma y vida propias; todos sus fotogramas centellean, exudan, respiran. Cameron envolvió a su filme con un aura pesadillesca. Aliens rezuma un tono onírico espeluznante y aterrador, como si de un mal y pavoroso sueño se tratase. Nos hallamos, con todo merecimiento, ante un wéstern en su más esplendorosa manifestación: a diferencia de lo comúnmente aceptado, no creo que el wéstern se circunscriba a los relatos que narran (y falsifican espuriamente, todo sea dicho) la tan cacareada «conquista del Oeste americano». Antes al contrario, como ya dejó “meridianamente” claro el conspicuo literato Cormac McCarthy —quizá el último gran novelista norteamericano, junto a DeLillo, Pynchon y Auster— en su pistonudo Meridiano de sangre, un wéstern es una historia fronteriza, una implacable liza, una sangrienta pugna entre dos cosmovisiones totalmente disímiles y antagónicas: indios contra blancos, colonos contra alienígenas. No obstante, a pesar del clima terrorífico que destila el filme de Cameron, esta película es profundamente humanista. Nos encontramos ante la lucha encarnizada y sin cuartel, ante el pugilato bíblico, ante la batalla mitológica entre dos madres heridas, entre dos féminas que porfían con denuedo y sin cesar para amparar y defender lo más valioso que poseen: sus vástagos, su familia, su vida. Posteriormente advinieron otras dos secuelas: Alien 3 y Alien: Resurrección, de Fincher y de Jeunet, respectivamente, que a pesar de contener detalles y aspectos meritorios y elogiosos no alcanzaban, ni en broma, el nivel de los dos filmes anteriores. Eran películas interesantes, a ratos fascinantes, pero que, en su conjunto, no lograban volar alto, no trascendían, no dejaban como legado ninguna impronta imborrable. Incluso los cinéfilos más recalcitrantes, los “pata negra”, los “de pura cepa”, recordarán que Fincher estuvo a punto de abandonar el cotarro, de colgar la cámara, si se me permite la expresión, harto de las injerencias de los prebostes de la industria y hasta los mismísimos dídimos de las desavenencias con los mandamases de los estudios. Afortunadamente no llegó a cumplir su sombrío presagio y el oriundo de Denver (Colorado) nos regalaría posteriormente cintas tan importantes como Fight Club o The Girl With the Dragon Tattoo, hitos cardinales del cine contemporáneo.

"El uruguayo, Álvarez, ha creado un filme técnicamente irreprochable, consiguiendo una experiencia inmersiva, en ocasiones cercana al videojuego"

Ya en pleno siglo XXI, Ridley Scott, en horas bajas tras el batacazo monumental de Red de mentiras y Robin Hood, decidió, osadamente, retornar a sus orígenes, recuperar sus esencias, adentrarse de nuevo en el legendario mundo de los xenomorfos. Prometheus, injustamente denostada y vilipendiada, constituía una atractiva y sugerente reflexión sobre el origen de la vida y planteaba la hipótesis del diseño inteligente de la humanidad. Echaba por tierra los indudables hallazgos del darwinismo, situándose al lado de la pseudociencia, pero, abnegado y dilecto lector, esto es ficción y al creador le es lícito adoptar cuantas licencias estime convenientes. Covenant, secuela directa de Prometheus, se encuadraba en esa misma estela de ciencia ficción trascendente, intelectualmente poderosa, delatando los peligros inherentes al enloquecido y desnortado progreso científico, actuando como aldabonazo para despertar nuestras abotargadas conciencias, condenando a todos aquellos aspirantes a Prometeo que desean jugar a ser dioses con el fuego de la creación. Estas dos películas nos dejaron a un personaje para el recuerdo, el replicante, el cíborg, el robot David, interpretado pasmosamente por un imperial Michael Fassbender, remedo del Nexus de Blade Runner, Roy Batty, aquel inolvidable replicante («humano, demasiado humano», Nietzsche dixit) cuyos lamentos se perdían como lágrimas en la lluvia.

Unos años después, Fede Álvarez, avezado director dentro del cine de terror (suyo es el remake de Evil Dead, y también suya es la admirable No respires) coge el testigo de Scott y se enfrenta a la ardua e intrincada misión de armonizar todo el universo Alien, la dificultosa tarea de otorgar sentido a todos los aspectos que ya se intuían subliminalmente a lo largo de toda la saga, el laborioso menester de contentar a las legiones de prosélitos de la franquicia que en su día execraron las meditaciones metafísicas de Prometheus y Covenant, malsufridos e impacientes por ver al célebre vestiglo matando nuevamente con saña. No lo demoremos más: Alien: Romulus es una gran película de terror. El uruguayo, Álvarez, ha creado un filme técnicamente irreprochable, consiguiendo una experiencia inmersiva, en ocasiones cercana al videojuego, como pocas hemos podido ver en la gran pantalla. Algunos críticos señalan, como si de un aspecto negativo se tratase, que la película de Fede sólo es un pomposo divertimento, un alarde de maestría en cuanto a la capacidad de suscitar julepe y canguelo, una palmaria demostración de la pericia de este cineasta a la hora de rodar escenas terroríficas con que alimentar nuestras más oscuras pesadillas, pero poco más… Todo eso es cierto, qué duda cabe, pero, queridos todos, eso no es ningún lastre, ninguna rémora, ningún escollo, sino algo sumamente positivo: al igual que a un cocinero le reclamamos sabrosos y nutritivos platos, al igual que a un galeno le exigimos certeros y atinados diagnósticos, a un cineasta debemos pedirle películas bien rodadas, técnicamente irreprochables, visualmente impolutas. Álvarez, sin duda, logra un espectáculo sensorial apabullante y verdaderamente subyugante.

¿Qué nos cuenta esta nueva entrega de la saga Alien? Un grupo de casquivanos adolescentes, trabajadores coloniales en una mina, aspiran a salir de ese infierno en el que se hallan atrapados y creen encontrar una posible vía de escape en una nave de la Weyland Company, supuestamente abandonada, que pulula a la deriva por el espacio sideral. Allí, como es de esperar, se topan con la mansión del terror, xenomorfos y «abrazacaras» por doquier; la caza ha comenzado. Como no suelo comentar los aspectos negativos de las películas, como abomino de los albañales y de las cochiqueras del exabrupto y de la falacia ad hominem, por desgracia tan abundantes en la crítica profesional, destacaré, pues, los innumerables puntos positivos que, a mi juicio, reúne esta más que notable película, ya que, habida cuenta de la aciaga y calamitosa situación que actualmente atraviesan los cines, considero como un deber inexcusable instar, muy encarecidamente, a que todos ustedes acudan religiosamente en masa al Templo Oscuro para regocijarse con un espectáculo verdaderamente inquietante y aterrador. Todo mi desdén para aquellos currinches, currutacos redomados, que, creyéndose en posesión de la verdad absoluta, se atreven a aseverar, insofismablemente, que no merece la pena pagar el dinero que cuesta la entrada. Convendría recordar que detrás de cada película hay un nutrido equipo de trabajo cuyo sueldo depende precisamente del éxito comercial del filme. En fin, que cada cual se someta al veredicto de su conciencia.

"Si algo ha sabido enseñarnos la saga Alien es que, incluso en un futuro distópico y apocalíptico, la lucha de clases seguirá siendo el principal motor de la Historia"

Señalemos, en primer lugar, que Fede Álvarez ha sabido interpretar pasmosamente la mirada compasiva hacia los desfavorecidos, hacia los parias, hacia los desheredados, que latía en todas las entregas previas de la saga. Nuestros protagonistas, unos irreflexivos y atolondrados pubescentes, trabajan como mineros en una colonia, y sus intentos por salir de ese infierno son constantemente aplacados por los líderes de la mefistofélica Weyland Company. Si algo ha sabido enseñarnos la saga Alien es que, incluso en un futuro distópico y apocalíptico, la lucha de clases seguirá siendo el principal motor de la Historia. En sus denodados esfuerzos por escapar de esa colonia, estos jovenzuelos van a parar a una suerte de estación espacial derelicta, la nave Romulus, donde un equipo de oscuros científicos tratará de deshacer los desmanes de David (el mentado robot de Prometheus y Covenant), y allí, en esa suerte de laboratorio espacial, como si de una mansión del horror se tratase, se va a librar la enconada disputa entre los humanos y los alienígenas. Asombrosamente, Romulus, gracias al perspicaz guion de Álvarez y Sayagues, enlaza bien con las secuelas dirigidas por Ridley Scott en 2012 y 2017, respectivamente. Interpreta fabulosamente esa crítica subliminal al desbocado progreso científico y plasma inmejorablemente la imposibilidad humana de desempeñar el papel otrora reservado a los dioses. Allí, en la Romulus, se va a desarrollar el grueso de la trama, un survival puro y duro, una subyugante y trepidante aventura de supervivencia, un sincero homenaje a toda la franquicia, con guiños recurrentes y ditirambos superferolíticos que los incondicionales prosélitos de la saga sabrán detectar al instante. Dado el ruinoso panorama que ofrecen muchos blockbusters hollywoodienses, se agradece sobremanera la apuesta de Álvarez por los efectos prácticos, su determinación y empeño por rodar una película que, por la técnica empleada, bien pudiera haber sido filmada en la ubérrima década de los setenta u ochenta.

"Fede Álvarez, consciente de la imposibilidad de igualar la cima de la franquicia, las películas de Scott y de Cameron, lleva a cabo un sincero homenaje"

El primer Alien desprendía un insoslayable hálito feminista. La teniente Ripley, convertida en el prototipo de heroína de acción, batallaba contra el xenomorfo, ese letal asesino con boca en forma de falo erecto, erotómano incorregible, genial alegoría de todos aquellos violadores que en el mundo han sido. Alien, en cierta medida, era una venganza atávica, la de todas aquellas mujeres que han sufrido en sus carnes la ignominiosa caterva de los agresores sexuales. En Romulus, Cailee Spaeny, actriz primorosa donde las haya, mujer de mirada profunda, enigmática y misteriosa, vigorosa hembra de carácter sacrificado, abnegado y hercúleo, desagravia otra inveterada violación, la de las leyes de la naturaleza, la perpetrada por todos aquellos científicos que abandonan la ética profesional en aras de un más que cuestionable progreso de la Humanidad. Así las cosas, arribamos al magistral, desatado y gozosísimo acto final, una incursión enfebrecida en la serie B más demencial y encomiable: Spaeny se enfrentará a un vestiglo, a un endriago, a un monstruo que permanecerá imborrable en nuestro recuerdo y en nuestra memoria cinéfila. El eximio pintor Francisco de Goya lo tenía bien claro: el sueño de la razón es capaz de generar los más espantosos y aterradores monstruos.

En definitiva, Fede Álvarez, consciente de la imposibilidad de igualar la cima de la franquicia, las películas de Scott y de Cameron, lleva a cabo un sincero homenaje, una honesta carta de amor a una forma de concebir el cine y la vida: siempre luchando, siempre batallando, siempre pugnando por sobrevivir. Este filme, sin duda, reclutará a nuevos feligreses del xenomorfo, logrará que los adeptos más recalcitrantes vibren de nuevo en su butaca y hará que se solivianten hasta límites insospechados los más implacables enemigos de cualquier resquicio de nostalgia cinematográfica. No es casual que la película se titule precisamente Romulus, entroncando directamente con toda la mitología del acto fundacional del posteriormente glorioso imperio romano, pues este filme se mueve constantemente en el terreno del mito, intentando fundar un nuevo imperio de películas sumamente respetuosas con el opimo legado previo. Para mis conmilitones de generación (nací en octubre de 1998), para todos aquellos que, por cuestiones biológicas, nos resultó materialmente imposible asistir a los estrenos de las películas originales, supone un tremebundo placer volver a gritar en el espacio. Gratitud y reconocimiento infinitos, pues, a Fede Álvarez y a su equipo. Eterno agradecimiento a una franquicia que me sigue demostrando que la taumaturgia del cine es capaz de obrar inefables y gozosos milagros.

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