Mi correclusa es una mujer de línea esbelta y espíritu robusto. Cada noche la miro sumergirse en su cuenta de Instagram, cuyo algoritmo ya bien la conoce y sabe que no puede vivir sin su diaria dosis de manjares exóticos. Uno tras otro, los videoclips exhiben platos, sartenes y vasijas con los más suculentos contenidos, frecuentemente postres cuyos solos destellos hacen babear a los inapetentes —yo sé por qué lo digo— y salpican la atmósfera de un aroma a gorduras imperiales que invita al desenfreno enloquecido.
A lo largo de poco menos de una hora (lo que le tomaría una cena en dos tiempos), mi correclusa engulle con los ojos verdaderas cascadas de colesterol y calorías bastantes para proveer de fuerza desmedida a un equipo de rugby. Terminado el ritual caligulesco, deja el teléfono, baja a la cocina y regresa a la cama armada de un yogurt bajo en azúcares. Desde un rincón ignoto del cosmos, Karl Lagerfeld recobra el aliento.
Dos veces cada día, atisbo de perfil a mi correclusa: cuando está de banquete virtual en su teléfono y mientras se machaca el esqueleto en una ejercitadora elíptica marca Sacher-Masoch. Ya sé que yo también tendría hacer alguna clase de ejercicio para suplir los largos paseos que cada día daba con un perro distinto, pero tengo a la elíptica clasificada medio punto debajo del garrote vil. Sabrá el diablo la clase de monstruosidades que estaría dispuesto a confesar por liberarme de ese potro con pedales. Por otra parte, como no tenga hélices y sirva para huir a otro planeta, no le veo mayor utilidad.
Otra opción muy en boga consiste en meditar. ¿Pero hay acaso, Cuarentenario atento, alguna otra cosa que venga yo a hacer cada día a estas páginas, sino meditar todo cuanto voy a confiarte? Sabes que soy novato en estas lides, aunque ya doy por hecho que nadie quiere aburrir a su diario como las beatas a sus confesores. Por eso te he contado de la fruición tembleque con que mi correclusa observa todas esas delicias que jamás llegarán a su paladar: es probable que así mirara yo a los catorce años las revistas non sanctas de mi padre. Y hoy que de meditar estoy hasta el cepillo, vienen hasta mis sueños los pasteles del Instagram que he visto de reojo tantas noches y danzan frente a mí como odaliscas rebosantes en crema chantillí. Sólo dime, ¿es normal?
Si mi correclusa fuera una libertina, mediría ya un metro y medio de cintura. Por las noches, cuando nos repartimos chocolates y golosinas varias, me resigno con tímida mansedumbre a no comer ni un pedazo más que ella. Las virtudes se pegan, aunque sea contra tu voluntad. Porque si ella, que es una idólatra del atracón, consigue dominar ímpetus más vehementes que los míos, no me queda otra opción que refrenarme. A menos, eso sí, que esté de acuerdo en empezar a atisbar de reojo la creciente hinchazón de mi barriga. ¿Panza de confinado? Opinaría mi abuela que ni lo mande Dios. A saber cuántos kilos de Nutella se habrá metido ya mi correclusa en el cerebro, que cada día está más delgadita. Temo que va siendo hora de pedirle un consejo para guardar la línea.
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