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Almas del otro mundo

Manuel Ciges Aparicio (Enguera, 1873), como se deja plasmado en el excelente prólogo de Javier Rodríguez Hidalgo que antecede a la obra, murió fusilado pocas semanas después del levantamiento franquista cuando ocupaba el puesto de gobernador civil de Ávila. Es obvio que le tenían ganas, y, desde hacía tiempo, acechaban sus movimientos y esperaban la ocasión propicia para acabar con su vida. Hasta poco antes de ser asesinado, a través de sus libros y de sus artículos periodísticos, había demostrado ser un alma libre, un hombre independiente, “arisco y valeroso hasta la arrogancia”, que nunca obedeció consignas y eso, en nuestro país, se paga con la vida. Y en ocasiones, con el olvido, que es aún peor.

Los vencidos es una obra cuya primera edición data de 1910. Y coincide con la publicación de las obras más significativas de algunos de los miembros de la generación del 98, como Azorín, Baroja, Valle, Machado y Unamuno. De hecho, en las páginas preliminares de la obra, se deja constancia de que estamos ante uno de esos eternos olvidados de ese brillante grupo generacional.

"Los vencidos es un relato testimonial, en donde asoma el reporterismo que fluye por la sangre del autor, pero, al mismo tiempo, es un texto de alta literatura, con muchos de los componentes de la ficción"

El libro de Ciges Aparicio que ahora, con buen criterio, sale nuevamente a la luz forma parte del díptico titulado “Las luchas de nuestro tiempo”, en el que también se incluye el volumen Los vencedores, de 1908. Los perdedores, tanto en lo literario como en lo más puramente testimonial, siempre han dado mucho juego. Y Ciges, que acude a la literatura desde lo puramente periodístico, lo sabe a la perfección y actúa en consecuencia para regocijo del lector.

Los vencidos es un relato testimonial, en donde asoma el reporterismo que fluye por la sangre del autor, pero, al mismo tiempo, es un texto de alta literatura, con muchos de los componentes de la ficción, con un estilo impecable, con una prosa elegante, de una fuerza vigorosa y demoledora, sin necesidad de caer en el temido tremendismo. En la primera parte, “La California del cobre”, Ciges se traslada con sus bártulos a Riotinto, no sin antes escuchar atentamente los consejos que le da, en la puerta de un café, puesto ya el pie en el estribo, “un espíritu batallador y romántico”, un verdadero amigo que, a modo de sentencia, le deja claro unas cuantas cuestiones para poder sobrevivir, como si estuviera en medio de un conflicto bélico: “Pregunte poco. Escuche y observe. De nadie se fíe”. Y, sobre todo, que se abstenga de llevar una máquina fotográfica que lo delate como periodista, lo que le acarrearía la inmediata expulsión del lugar.

"Se habla aquí, en esta segunda parte, del trágico Riotinto de los hombres mutilados, pueblo en el que el negocio es lo que manda, y en donde la vida adquiere precio de saldo"

El autor de la obra está dotado de una capacidad de observación increíble. Sus ojos son la cámara que va captando imágenes demoledoras, sin tener que recurrir al sensacionalismo. Se fija, por ejemplo, en un estupendo primer plano, en las pupilas de los mineros, tan escasas de vida; en sus cuerpos resecos, en sus manos que cuelgan “con pesadez de piedra”. Uno de esos “medio hombres”, que, como una imagen surrealista, parece un sapo idiotizado, un sapo gigantesco y modorro por la acción del mercurio que corre por su sangre y por sus huesos, le informa de que se trata, aunque nadie quiera verlo, de una “guerra sorda”. Una guerra en la que van cayendo uno a uno sin que nadie se entere.

La descripción pormenorizada que lleva a cabo Ciges Aparicio de todo cuanto ve a su alrededor nos recuerda a algunos pasajes de una obra casi contemporánea suya, La España negra (1920) de José Gutiérrez-Solana, sobre todo cuando se refiere, en la segunda parte del libro, titulada “La ciudad doliente”, a los campos deprimidos y humeantes en los que destacan los cementerios en ruinas, con los ataúdes rotos, en donde se muestra, con absoluta crudeza, “los cuerpos inanimados”. Se habla aquí, en esta segunda parte, del trágico Riotinto de los hombres mutilados, pueblo en el que el negocio es lo que manda, y en donde la vida adquiere precio de saldo.

"Ciges Aparicio mete las manos en el fango hasta donde le es posible, porque se siente vigilado a todas horas, y su capacidad de maniobra es limitada"

Pero el pasaje más puramente solanesco, acaso el que mejor describe esta situación que nos describe, es aquel en el que el atrevido periodista visita un hospital en donde ofrece tabaco a los allí ingresados, al tiempo que, indignado, fuera de sí ante lo que observa, les recomienda, fervorosamente, que le peguen fuego a la mina y degüellen a quienes no les concedan la razón. Sin embargo, bien poco podrían hacer quienes aparecen amarrados a sus camas, atados y bien atados, porque con los saltos que les produce la enfermedad “se levanta un palmo el cuerpo entero” por los temblores mercuriales. Mineros con huesos negros como el tizón, que aparecen postrados en un hospital vecino a los dos cementerios de la localidad para hacer más corto el camino.

En estas páginas, el autor no duda en señalar a los auténticos culpables de este drama que se arrastra desde los tiempos de los Reyes Católicos. De un lado, las empresas inglesas y, por otra parte, a los “españoles inglesados”, es decir, los entregados al que paga, sin olvidar a los colaboradores necesarios en tan lucrativo negocio: los políticos, los ministros del ramo, los alcaldes de la localidad, los “palmeros” y las fuerzas vivas. Y los periódicos, a los que tapan la boca con un buen puñado de billetes. Unos ingleses, asesinos y cobardes, que, ante uno de los grandes hundimientos de la mina, no dudan en salir por piernas, en huir a sus mansiones, erigidas sobre suelo sólido, lejos de la catástrofe.

Ciges Aparicio mete las manos en el fango hasta donde le es posible, porque se siente vigilado a todas horas, y su capacidad de maniobra es limitada. Habla de tapadillo con los mineros, a los que les saca las palabras con calzador, temerosos de las represalias de los desalmados empresarios.

"Uno de los valientes operarios con los que se entrevista en secreto para que este no sufra represalias y sea despedido, le cuenta a Ciges que allí las personas parecen almas del otro mundo, vagando en el fondo del precipicio"

Da la impresión de que Ciges no tiene la necesidad de exagerar, aunque tampoco quiere ni puede mantenerse al margen y describir los hechos con absoluta objetividad, y también desde el asombro de quien no termina de creer lo que hay ante sus ojos. Es imposible no conmoverse, permanecer impasible. Hasta el punto de que, a veces, no oculta su enfado, monta en cólera y señala, con el dedo acusador, la dejadez y la escasa sensibilidad de los que mandan, de quienes quieren resolverlo todo a base de la creación de inútiles e ineficaces comisiones: “Cuestión aplazada entre políticos, cuestión terminada”.

Uno de los valientes operarios con los que se entrevista en secreto para que este no sufra represalias y sea despedido, le cuenta a Ciges que allí las personas parecen almas del otro mundo, vagando en el fondo del precipicio. Y que, cuando salen del hoyo, a la luz del día, se asemejan a una procesión de sombras, almas que huyen, pavorosamente, con destino a un pueblo atacado por el humo sulfuroso que baja lentamente “y lo envuelve como ligera neblina”. Una auténtica Comala, avant la lettre.

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Autor: Manuel Ciges Aparicio. Título: Los vencidos. Editorial: Pepitas. Venta: Todos tus libros.

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