No son pocos los que tienen marcado el mes de julio en el calendario como la llegada del invierno, algo que en ciudades como Murcia asciende de la paradoja a la broma de mal gusto. Pero así son las cosas, el invierno se acerca, “Winter is coming” como reza el lema publicitario, y la penúltima temporada de Juego de Tronos está a la vuelta de la esquina y con ella el principio del fin. El cierre y broche final de una de las series más mediáticas y aclamadas de lo que llevamos de siglo, o al menos eso nos han prometido porque con las series televisivas uno nunca está seguro hasta ver el último capítulo, donde me daré por satisfecho si al menos sobrevive algún dragón.
Pero hoy no hablaremos de las tierras de Poniente sino de una de las aspirantes a sucesora del legado de los Stark y de la influencia que puede apreciarse en ella de una gran obra de la literatura de ciencia ficción.
Olvidemos las tramas palaciegas, los caminantes blancos y, muy a mi pesar, a los dragones. Aparquemos la estética del maloliente medievo en el estacionamiento de un parque temático muy especial. Imaginemos un lugar en el que podamos vivir una sucesión de aventuras y desafíos con un nivel de realismo palpable y perfecto y adentrémonos en Westworld.
En 1973, Michael Crichton, sí el mismo que tuvo la genial idea de extraer ADN jurásico de mosquitos fosilizados, escribió y dirigió una película que planteaba el concepto de un centro de ocio turístico con varias áreas temáticas a modo de civilizaciones diferentes en donde los visitantes podían disfrutar de la sensación de estar en el lejano oeste, en la Roma de las bacanales o en la época de los caballeros del rey Arturo. Muy al estilo de Port Aventura pero con robots de aspecto humano que coexistían con los visitantes para darles una experiencia interactiva. El punto de inflexión de la película llega, como no podía ser de otra manera, cuando el control de los robots falla y éstos comienzan a atacar a los visitantes. Lo que nuevamente me deja cierta sensación de déjà-vu con la historia de un informático con sobrepeso y un montón de lagartos ansiosos de carne humana. Con Yul Brynner haciendo de antagonista en la figura de un pistolero tan tenaz como carente de carisma, el Westworld original estrenado en 1973 (Almas de Metal en su traducción libre al español), admitámoslo, no ha tenido tan buen envejecer con el paso del tiempo como otras obras de la época, y su visionado hoy nos trae una película que promete ideas con gran potencial, pero que se explotan poco, limitándose la mayor parte del contenido a unas cuantas escenas de acción no mucho más trabajadas que las del MiniHollywood de Almería.
Pero la recuperación de aquel parque de Crichton por la HBO para una nueva serie sí parece haber dado grandes frutos y ahondado en lo que la esencia de esa idea podía dar de sí. Estrenada en el pasado otoño, con una temporada completa y la promesa de una segunda para después de verano, Westworld abrió sus puertas a un lugar donde el límite lo ponía la moral humana, y sin reparar en gastos. Las llanuras, los poblados y los asentamientos del lejano oeste a entera disposición de cada uno de los huéspedes que se puedan permitir pagar una entrada. Y allí, aguardando, los anfitriones, humanoides sintéticos dispuestos a atender, complacer, agasajar e incluso a morir por los huéspedes con el único fin de que éstos den rienda suelta a sus sueños de ser héroes, villanos, locos mujeriegos o borrachos de taberna.
La serie cumple con los requisitos actuales que parecen reclamar las grandes producciones televisivas: guiones enrevesados con giros argumentales, acción, romance, sexo y desnudos gratuitos, y la sensación de que cualquier protagonista puede morir en cualquier capítulo, algo que ha quedado más que patente que vende tanto como engancha al telespectador.
Su elenco no tiene nada que envidiar a Juego de Tronos, con Anthony Hopkins y Ed Harris como caras más conocidas en papeles inquietantes e impredecibles y el siempre vapuleado en la ficción James Marsden haciendo lo que se le da mejor hacer, recibir palos hasta en el cielo de la boca en su particular día de la marmota.
Uno de los puntos a tener en cuenta de esta serie es que precisa de gran concentración. No es una serie ligera pues su multitud de personajes, las repeticiones en las vidas de los anfitriones cibernéticos con eventos variables, en ocasiones sutiles en otras determinantes, hacen que la atención del espectador tenga que ser total para poder enriquecerse de la experiencia del viaje.
Preferiré no desvelar entresijos del argumento ni entrar en detalles minuciosos ya que la vivencia de la serie desde el desconocimiento es mucho más enriquecedora.
Más allá de todo esto, el gran atractivo que le encontré a Westworld no fue sólo la trama en sí, sino las cuestiones morales que me planteó, y aquí habrá quienes puedan apreciar la influencia de obras significativas de la ciencia-ficción sobre seres artificiales, no sólo el legado de Asimov y sus leyes de la robótica, siempre imprescindibles en un buen relato de criaturas artificiales, sino de un icono de la literatura de ciencia ficción como es ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick (1968) o como puede que sea más comúnmente recordada en su adaptación cinematográfica Blade Runner de Ridley Scott (1982).
Más allá de la existencia de seres artificiales, ¿qué relación puede guardar un parque temático con una historia sobre un cazador de recompensas que se dedica a “retirar” androides ilegales?
Tal y como decía, los anfitriones de Westworld sirven a los huéspedes sin reparos y sin remilgos, atendiendo todas sus demandas, siempre de la forma más realista posible. Pero en una realidad en la que no hay leyes ni límites, y que el visitante sabe que no trata con personas reales, la mente humana puede llegar a ser perturbadoramente retorcida. Los anfitriones sufrirán todo tipo de humillaciones, muertes, vejaciones, incluso violaciones, al fin y al cabo pueden ser reparados y las leyes de los humanos no se aplican sobre ellos. Pero qué pasaría si ellos no supieran lo que son, si pensaran que son humanos, y lo que es peor, si en lugar de resetear sus memorias comenzaran a recordar todas esas experiencias horribles.
Tanto en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? como en Blade Runner, su protagonista, Rick Deckard, experimenta una completa evolución al llegar a cuestionarse la naturaleza de sus enemigos y la suya propia. ¿Qué le da derecho a acabar con algo que tiene sentimientos verdaderos, que piensa, que experimenta alegría o miedo? ¿Merecen la muerte por haber sido creados artificialmente? Los androides no son considerados seres vivos por su origen pero ¿tan claro tenemos los límites de lo que es un ser vivo? ¿Habría que reconsiderar nuestras viejas definiciones?
Recuerdo un visionado de la película con un amigo, yo la tenía varias veces vista, quien me acompañaba la veía por primera vez. Harrison Ford en su papel de Deckard interrogaba a la replicante Zhora (Luba Luff en el libro) interpretada por Joanna Cassidy, con una serpiente sintética sobre sus hombros y cubierta de purpurina, mientras pensaba el momento adecuado para retirarla. Comienza la pelea, Zhora trata de matar a Deckard pero sin éxito huye de él quien la persigue arma en mano. Unos minutos más tarde Vangelis, sublime en esta película, estremece nuestros oídos en una escena lenta de cristales rotos y abrigos de plástico donde Zhora cae muerta en la calle con dos disparos certeros a la espalda. Yo miraba la escena con tristeza, pensando en el personaje sintético, que nunca pidió ser aquello que era y que ahora moría porque otros habían decidido que no era apto para vivir por su cuenta, paré la película y miré a mi amigo y le pregunté ¿qué te ha parecido la escena? ¿te ha dado pena? Y me dijo ¿por qué? ¿era un robot, no? Era de los malos.
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? es una obra densa y compleja que simplificó en su adaptación Ridley Scott, aunque con popular acierto, centrándose más en la acción y más sutilmente en la ética que rodeaba a los androides y obviando totalmente conceptos sobre la religión y las aspiraciones sociales que también trata la novela.
Quizás las cuestiones morales que implica Blade Runner requiere varios visionados, el transcurso pausado que supone una temporada de diez capítulos de sesenta minutos permite a Westworld profundizar en esto con más naturalidad, en cualquier caso, la línea de los héroes y villanos no es tan clara de ver.
Hoy en día las inteligencias artificiales a tal nivel aún están muy lejos de la realidad, pero los prototipos actuales y los avances creados no dejan lugar a duda a que llegarán. No sé si crearemos anfitriones serviles, esclavos de construcción o llegará el día en que Skynet determinará que la raza humana es un peligro y nos exterminará con terminators. La pregunta es ¿estaremos preparados para coexistir con verdaderos seres artificiales?
Westworld nos facilita comprender que incluso un ser fabricado puede llegar a sentirse vivo, único y sus experiencias no deben ser tomadas a la ligera, pues sus historias más allá de Orión también merecerán ser recordadas y no perdidas como lágrimas en la lluvia.
Desde el año 2012 se encuentra disponible la adaptación en cómic de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? en dos volúmenes que respetan el texto original de la obra ilustrándolo al estilo del cómic americano moderno. Imprescindible para los amantes de esta obra que quieran realizar un lectura diferente o para los devotos de la obra de Scott que busquen ahondar más en el material original de la misma.
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