Ética intachable, honesta dignidad erguida y libre, mirada serena y mano generosa tendida al indefenso, se nos ha ido Almudena Grandes dejándonos inconsolables, lectores huérfanos de la gran novelista heredera de Galdós, de la arquitecta de la Historia no contada de un tiempo de guerra y de fusiles, de sangre derramada y cadáveres en las cunetas, del dolor inmenso y lacerante de la España devastada.
Yo no sé si somos conscientes de que vamos perdiendo referentes, de que progresivamente nos estamos quedando en primera línea de mar, mirando el azul infinito, sólo que me parece que no nos ha pillado preparados con una generación que sea capaz de tomar el testigo todavía, de proseguir esta tarea tan importante para la sociedad española construida desde la literatura que se basa en rescatar la realidad ocultada largamente.
Por eso es trascendental la capacidad para admirar, esa actitud de saber apreciar el talento que mujeres como Almudena han desplegado con la fuerza arrolladora de un torrente, con la misma persistencia con que la lluvia cala en los trigales, con el compromiso que supone ahondar en lo que algunos afirmaban que no convenía contar por aquello de no reabrir heridas o porque no era políticamente correcto. Almudena ha ejercido de conciencia para un país entero, de voz de los derrotados y de sus herederos necesitados de justicia. Seguramente por eso es tan querida, tan apreciada y tan respetada por quienes no sienten odio ni rencor, sólo ambición de conocimiento, ganas de comprender el pasado para no repetir tragedias y que albergan una esperanza frágil en un porvenir limpio de manipulaciones interesadas.
Su feminismo militante, que se evidencia en los rasgos de sus mujeres protagonistas, ese ser de izquierdas sin complejos ni ambición de medro, su habilidad para escribir con la feraz energía de quien sabe que va andando por el camino elegido desde su rotunda responsabilidad ética ejercida desde la sociedad civil, son razones que la hacen una autora irrepetible; y es la suya una pérdida que desborda el dolor de su familia (un abrazo inmenso, Luis) para alcanzar a una mayoría de lectores que hemos seguido su trayectoria en la que no ha habido ni un vaivén buscando beneficio. Ella, tan auténtica, siempre ha ido de frente, como hacen los intelectuales indiscutibles que alcanzan a ser eternos. Su labor, cuarenta años escribiendo para levantar el velo de la memoria, descubriéndonos con su palabra franca un mundo silenciado, cargado de naufragios, ruinas, amarguras y ausencias, implica un ejercicio permanente de integridad, de fidelidad a unos ideales combinado con un corazón extraordinario, siempre dispuesto a la solidaridad con las causas nobles que, normalmente, son las de los perdedores. Eso es lo que más la honra, lo que resulta más admirable. Y, al cabo, como a Machado, a Almudena Grandes debémosle cuanto ha escrito, desde esa lealtad absoluta al territorio de la emoción que, en su escritura, se construye armonizando creatividad y respeto hondo a la identidad de un pueblo herido y silente, de vencedores y vencidos, que necesitaban el bálsamo de reconocerse para convivir en paz. Esa paz que ella habita, con un brillo de lirios, amapolas y violetas en los ojos, ahora que forma parte de nuestra historia sentimental y colectiva. Porque Almudena tiene ya la serena placidez de los grandes escritores cuyo legado necesariamente ha de trascender a la muerte.
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