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Patente de corso de Arturo Pérez-Reverte

He regresado a casa desde el tanatorio, después de abrazar a sus hijas, yendo a sentarme ante la tele. Y luego, tras poner en el video una vieja grabación, un deuvedé rotulado Sarajevo 93, he buscado la secuencia de diecisiete segundos en la que tres reporteros fatigados y mugrientos bajan de un coche blindado y, con ademanes de infinito cansancio, mirándose con ojos vacíos, se despojan de los chalecos antibalas, los cascos y el resto del equipo, mientras como sonido de fondo se escucha el rumor lejano, monótono, de la artillería serbia. La secuencia la grabó Paco Custodio, y dos de esos reporteros somos el cámara Miguel de la Fuente y yo. El tercero –alto, rubio, barbudo y elegante– es Fernando Múgica.

Fernando era valiente y flemático. También era cinco años mayor que yo, y por eso siempre le envidié dos guerras para las que llegué tarde: la de los Seis Días y la de Vietnam. Nos conocimos en el Sáhara en 1975, y en las dos décadas siguientes nuestras vidas se cruzaron muchas veces en una extensa geografía de matanzas y catástrofes: amaneceres inciertos, suelos cubiertos de cristales rotos, carreteras con humo al fondo y por las que todos, menos nosotros, caminaban en dirección opuesta. No éramos realmente amigos –creo que nunca nos contamos una sola intimidad uno al otro– sino algo más fuerte que eso. Éramos compañeros de la tribu más peculiar y surrealista del periodismo de entonces: la de los enviados especiales a zonas de conflicto, cuando éramos cuatro gatos, aún no existían los teléfonos móviles y tenías que ligarte a la telefonista o sobornar al militar para poder transmitir la crónica. Acumulábamos encuentros en aeropuertos y hoteles bombardeados, noches al raso, sobresaltos, latas de conserva y tragos de alcohol. Era la nuestra una lealtad silenciosa, dura y definitiva. Tierna, también. La de quienes han estado allí y saben qué significa estar uno junto al otro. Pasarse un cigarrillo, un carrete de fotos, un sorbo de agua cuando todo escasea. Éramos hermanos de guerras y hermanos de sangre.

Su inteligencia, su noble naturaleza, filtraban el cinismo natural de todo reportero veterano, transformándolo en un humor bondadoso, resignado y tranquilo. Jamás le oí una maldad ni observé en él un mal gesto. Paseaba sus ojos azules, su hidalga y navarra silueta, por las ciudades en ruinas y los campos de batalla, siempre con una cámara en las manos. «Soy mal fotógrafo -solía decir-. Me limito a enfocar el objetivo, y el resto lo ponen ellos. Es la ventaja que tienen las guerras». Sobre su sentido del humor, ése que le permitía seguir sereno en mitad del horror, hay innumerables anécdotas. Como aquella vez, en Beirut, cuando un tanque Merkava empezó a girar su torreta hacia nosotros, apuntándonos con el cañón, y Fernando dijo: «Perdonad que me ausente, pero voy a buscar un estanco. Me he quedado sin tabaco». Entre todos esos episodios, mi favorito es el de la noche en que, sabiendo que llegaba a Sarajevo, fuimos a buscarlo al aeropuerto. Y al regreso, por la interminable y peligrosa Sniper Alley, empezó un bombardeo de los grandes. Caía de todo mientras íbamos a 180, sin luces, iluminados por la luna y los fogonazos. Fernando permanecía callado, sin despegar los labios. Y cuando un cebollazo acertó en un coche abandonado, que estalló en llamas, sonó su voz, muy tranquila: «Esto lo habéis montado vosotros, ¿verdad? Para acojonarme».

Se enfrentó al cáncer y lo soportó con entereza, como un reportaje difícil más. Sin miedo, sufriendo mucho pero sin perder la compostura. «Es como estar en Vietnam», llegó a decir. Cuando sus compañeros de El Mundo me dieron un premio, viajó con una hija hasta Barcelona, aunque estaba muy enfermo, para estar allí; y eso me dio ocasión de pedir un aplauso para él, que el público le dedicó con largo entusiasmo. «He sido razonablemente feliz», resumió en una de las entrevistas finales que le hicieron. Y ahora, enviada al fin la última crónica, su mochila descansa junto a las de los miembros de la tribu que se fueron antes: Manu, Julio, Miguel y los otros, en el vestíbulo de ese hotel hecho polvo, sin agua en las cañerías pero con el bar siempre abierto, donde viven las sombras entrañables de los viejos reporteros valientes.

Hace pocos días, ya con el pie en la escalerilla del avión, Fernando dijo a una de sus hijas: «Cuando muera, Arturo escribirá un bonito artículo».

Y, bueno. Aquí está el artículo, y espero que sea bonito, compañero. Hice lo que pude. Nos vemos en el Holiday Inn.

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Publicado en XL Semanal el 29 de mayo de 2016.

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