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Altramuces en la fiesta de la peste

Altramuces en la fiesta de la peste

He intentado ser tan presuntamente feliz como esa bulliciosa tropa que, cada día y sin falta, sale en el telediario haciendo el pino, tocando el ukelele o disfrazando a sus perretes de Pierrot. He intentado entender e inscribirme en ese “campamento de verano audiovisual”, como dice Paquillo, mi mejor amigo, en esa teórica bacanal generalizada que, tal y como reflejan todas, absolutamente todas las cadenas de televisión, celebran sine die los españoles en sus casas, a excepción de los casi 20.000 muertos y sus familiares, claro. Esos están excluidos de la fiesta. Son los “No Homers” —los fanáticos de Los Simpson entenderán la referencia—. He intentado no echar de menos a mis padres. Y sonreír ante el quingentésimo “de ésta salimos todos juntos”. Reconozco que lo último casi me salió, y que en mi vida me he parecido tanto al Joker de Joaquin Phoenix. También intenté emocionarme —Dios, cómo olvidarlo— al escuchar a un ministro agradecer “el sacrificio de la ciudadanía” un par de minutos antes de que se negara a explicar, por enésima vez, a quién carajo compró el Gobierno el lote de test defectuosos para diagnosticar el Covid-19.

"Qué quieren que les diga: si, tras perder a un familiar, por la puerta de mi casa pasa un automóvil con Rosalía sonando a tope, cojo una piedra y… adivinen cómo continuaría la historia"

Lo he intentado, sí, pero el esfuerzo ha sido en vano. Reconozco que, desde el Jueves Santo, que, por —benditos— motivos laborales, me tuve que chupar la sesión parlamentaria de la prórroga del decreto de estado de alarma, estoy más quemado que san Lorenzo tras su martirio. En algún momento quise pensar que, debido a esta crisis sanitaria, en el imaginario colectivo nacional, si es que existe, se haría un mayor hueco el sentido común, y serían arrinconados el cainismo patrio y las tonterías posmochachis. Y no. En este sentido, me entero de que, en Guadalajara, una furgoneta con música, a modo de discoteca móvil, y escoltada por dos coches de la Policía Local, ha estado recorriendo desde el 4 de abril las calles de la ciudad castellano-manchega con el fin, según el alcalde, de que los niños se distraigan ante una situación que para ellos “está siendo muy dura”. Qué quieren que les diga: si, tras perder a un familiar, por la puerta de mi casa pasa un automóvil con Rosalía sonando a tope, cojo una piedra y… adivinen cómo continuaría la historia.

Comparto mi avinagrado cáliz con mi compadre Chapu Apaolaza, quien vive entre Ifema y el Palacio de Justicia y, en ocasiones, se cruza con Caronte. El periodista de Onda Cero me dice que las “nuevas creencias del paganismo” han tomado el testigo del padre Mapple de Moby Dick: “Despliegan en cuanto pueden el argumento de que esto es nuestra culpa y les sirve para reforzar su mensaje. A los que decían que viajábamos demasiado, les sirve para demostrar que viajábamos demasiado. A los veganos les vale para demostrar que esto nos pasa por comer demasiados animales. Los profetas del decrecimiento aseguran naturalmente que ocurre por consumir demasiado”. El autor del extraordinario 7 de julio (Libros del KO, 2016) me cuenta de esos animalistas que andan celebrando que los ciervos “ocupan su espacio legítimo cuando entran en las ciudades”: “Estarían encantados si muriéramos más, pues habría más espacio para los ciervos. Otros sostienen que esto sucede por contradecir las leyes de la Tierra. Yo creo que si viviéramos en el mundo que predica este adanismo, no tendríamos EPIs de plástico, látex para los guantes, una industria textil para fabricar mascarillas, fábricas de coches para hacer respiradores ni una industria farmacéutica que nos salve el culo con una vacuna, y moriríamos como chinches, pero no importa. Siguen apareciendo aquí y allá esas figuras cristoides y esas Gretas entrando en los templos, y nos siguen diciendo que cómo osamos vivir y pecar. Pecar siempre consiste en ser humano”.

"Siento rubor ante mi pataleo personal, seguro que egoísta, cuando pienso en la gente que ni puede enterrar a sus difuntos"

Por otro lado, siento rubor ante mi pataleo personal, seguro que egoísta, cuando pienso en la gente que ni puede enterrar a sus difuntos; cuando pienso en los enfermos y en los sanitarios que cuidándolos se dejan, en algunos casos, hasta la vida. Mi situación no es excepcional, ni mucho menos mala —comparando, quiere decirse—. Y se me viene a la cabeza aquel magnífico cuento de El Conde Lucanor en el que un tipo arruinado, “al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí”. Al volver la cabeza, vio que otro hombre “estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo”.

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