Foto de portada: Fundación Juan March.
En una biblioteca minúscula, poemas escritos en piedra. Son sentencias de vida cotidiana, de mujer despejada y honesta, de ser sensible y elocuente. Versos como amapolas que rompen el verde del césped en primavera con un aleatorio desorden que nadie pauta.
Una producción de escasos poemas en los que cada uno de ellos se legitima por sí mismo. Y es que la autora defiende con firmeza un trabajo poético que parte del estudio y de la integración del ritmo y la métrica en lo natural, una forma de discriminar aquellos poemas que son de aquellos otros que lo intentan.
Talento e inteligencia, escepticismo y fabulación, lija y seda. Con estos hilos teje Bautista una obra firme a través de libros como Cárcel de amor o Pecados. Y son libros con poemas hermosos por su certeza, por esa exactitud instintiva con la que la escritora relata su mundo y lo comparte; con los que convierte realidad en ficción y ficción en realidad, un diálogo de opuestos que desemboca en una muy particular y orgánica forma de arte.
“El suyo”, escribe Jorge Valdés en el prólogo de Tres deseos (Renacimiento, 2010), su obra completa hasta 2005, “es un lenguaje poético de vigorosa transparencia; son suyos los diapasones de una métrica bien temperada, de una reafirmación que participa del mundo con los ojos abiertos”. No se habría podido definir mejor: la poesía de Amalia Bautista está inscrita en la vida: sus versos tienen la capacidad de parecer escritos desde la propia experiencia del lector y no esconden nada. Se presentan en cada página con el único armazón del ritmo y la medida. Y funcionan. Como este retrato de un DESNUDO DE MUJER cuyos endecasílabos se marcan a fuego:
Para ti nunca fui más que un pedazo
de mármol. Esculpiste en él mi cuerpo,
un cuerpo de mujer blanco y hermoso,
en el que nunca viste más que piedra
y el orgullo, eso sí, de tu trabajo.
Jamás imaginaste que te amaba
y que me estremecía cuando, dulce,
moldeabas mis senos y mis hombros,
o alisabas mis muslos y mi vientre.
Hoy estoy en un parque donde sufro
los rigores del frío en el invierno,
y en verano me abraso de tal modo
que ni siquiera los gorriones vienen
a posarse en mis manos porque queman.
Pero, del todo, lo que más me duele
es bajar la cabeza y ver la placa:
“Desnudo de mujer”, como otras muchas.
Ni de ponerme nombre te acordaste.
Cuéntame cómo es existir en poemas
Vinculada a la escritura epigramática de autores como Luis Alberto de Cuenca —poemas breves que nacen en la antigüedad clásica, con sentencias irónicas sobre temas universales—, la poesía de Amalia Bautista nace de manera intermitente, sin imposiciones, ‘cuando quiere’.
En una interesante conferencia titulada El mercurio que desaparece, la madrileña expone una especie de poética en la que afirma: “Incluso antes de escribir, tengo la certeza de que ya mantenía una estrecha relación inexplicable e incontestable con la poesía”.
De joven, jugando con el metro de las canciones. Una sílaba, un dedo. Otra, otro. Así hasta agotar las manos y empezar de nuevo en busca del alejandrino o el endecasílabo. De ese modo, Bautista fue integrando un ritmo como a pulsos, algo que luego brota, natural, en sus poemas: “No sólo podéis verme el esqueleto, / llevo al aire también el alma toda”; “a veces tengo sueños como mares”; “el avaro jamás será dichoso”.
Sus maniobras estéticas visten temas que pasan por aquellos que ella considera principales en toda poesía: “la vida, el amor y la muerte y sus flecos o elementos colaterales”. Y huye del artificio: su trabajo no desea ser distinto, sino genuino; sin alardes ni requiebros que alejen el poema de su sentido último: latir al ritmo de la sangre por sus venas, ser espejo de sí misma y de los lectores, seducir desde una sencillez llena de expresión basada en la experiencia.
Así, unos versos casi transparentes y, a la vez, indelebles. Porque, sin casi pretenderlo, sin buscar una altura mística del verso, Amalia logra verdades cotidianas gracias a su vocación de acercarse sincera, sin impostura, a su creación literaria.
Me dices que me quieres de una forma
que no puedo evitar ruborizarme;
que me quieres de un modo primitivo,
sin razón aparente y sin excusas,
y que me quieres porque me deseas,
porque sabes que yo también te quiero
y porque el monstruo de este amor nos come
el alma, la paciencia y los modales.
Qué lastimas que todas estas cosas
se nos mueran ahogadas en silencio.
En su trayectoria, la vida va ganando espacio. Lo que en sus primeros poemarios eran vivencias pasadas por el tamiz de la fábula, con el paso del tiempo se convirtió en una plasmación absoluta —y estética— de su biografía: “En mi primer libro había más juego, más literatura, más teatralidad; después los personajes dieron paso a la persona, cada vez más desnuda, la existencia no necesitaba más puesta en escena que la propia y no hacía falta cargar las tintas en la truculencia de los juegos y las pasiones. La vida arrasaba”, ha confesado ella misma, en la conferencia citada, ofrecida para la fundación Juan March.
Como un decantador del tiempo
Ese misterio de poesía hecha vida explica la breve producción de Amalia Bautista. En 1988 aparece Cárcel de amor, su primer libro. Once más tendrán que pasar, hasta 1999, para que Cuéntamelo otra vez viera la luz. En medio, los dedos enredados en otras cosas no menos importantes. Porque el día a día es urgente y, ya se sabe, la rutina, el ir llegando, enamorarse, que no es poco, hijas que crecen y demandan…
Estoy ausente, en 2004. Pecados, un brevísimo cuaderno con 8 poemas publicados junto a otros ocho, en espejo, de Alberto Porlán, un año después. Más tarde Roto Madrid (2008), Falsa pimienta (2013), La sal en nuestros labios (2018) y Floricela (2019), entre otros cuadernillos, reediciones y traducciones.
Foto: Fundación Juan March.
Lento, sin prisas, únicamente ante el papel cuando el poema surge, cuando el verso toma ritmo en el aire y se puede “tirar del hilo” para redondear el endecasílabo, para conseguir un final rotundo que advierta que ese punto es punto final y no otra cosa.
Amalia Bautista se ve interpelada por la poesía, pero no defiende ninguna pose de poeta. Si no hay ideas, no se escribe. Si no se escribe, no se publica. Y los días siguen pasando, porque la lírica no es importante para casi nada. Salvo para uno mismo en el justo instante en el que surge.
Y, pese a eso, el adjetivo de poeta siempre la precede: supone una forma de mirar el mundo, de estar en él, de comprender la estética que hay tras todo lo que captan los sentidos. “El poeta espera, lucha, busca y duda”. Para luego escribir poemas como este retrato ‘sauliano’ del EL DOLOR:
El dolor no humaniza, no ennoblece,
no nos hace mejores ni nos salva,
nada lo justifica ni lo anula.
El dolor no perdona ni inmuniza,
no fortalece o dulcifica el alma,
no crea nada y nada lo destruye.
El dolor siempre existe y siempre vuelve,
ninguno de sus actos es el último
y todos pueden ser definitivos.
El dolor más horrible siempre puede
ser más intenso aún y ser eterno.
Siempre va acompañado por el miedo
y los dos se alimentan uno a otro.
Las aristas de la ironía
No se puede hablar de los libros que firma Amalia Bautista sin que la palabra ‘ironía’ aparezca y tome peso en cada boca. Es un lugar común, tal vez, pero fomentado por el gusto de la autora por dar un final redondo, soberbio, a sus poemas.
Bautista parece obsesionada porque el ritmo del poema desemboque en uno o dos versos que noqueen al lector. Ahí nace la ironía que resignifica muchos de los poemas, que derrumba campos semánticos establecidos y que genera el atributo de escritura epigramática. Otro tópico, tal vez, pero que otorga a su obra un entidad reconocible, una presencia unívoca que atraviesa la mayor parte de sus poemas.
Se trata de una ironía bien jugada, que hilvana los versos precedentes y los guía hacia una desembocadura vibrante, llena de oficio y talento. Los poemas se convierten así en un juego desnudo de toda solemnidad. Y tan sinceros.
Extraviada, ingenua, por caminos
que recorría por primera vez,
me dejé seducir como una niña
por aquella casita. Su tejado
de chocolate, sus paredes dulces
llenas de fresas, guindas y barquillos,
las ventanas de azúcar transparente
con los marcos de almendras y guirlache.
Con los ojos y el alma empalagados,
abandonada a aquel mundo de cuento,
abrí la puerta de vainilla y menta
sin mirar hacia arriba. Allí colgaba
un bonito cartel de caramelo:
“Dejad toda esperanza”.
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Creo que Amalia es la mejor poeta de la actualidad y con injusticia de las menos reconocidas. Por cierto, toda gran poesia es epigramática esencialmente, desde Horacio a Quevedo o Góngora pasando por Dante, Manrique, Garcilaso, Borges…
Existir es la meta del humano contemporáneo, a eso están dirigidos los esfuerzos interdisciplinarios. Vivir es otro cuento, pero no cuenta para el existir, por eso, todo lo que hagas que alimente el vivir, atentará contra el existir, por eso, considero que, es la causa por la que a Amalia se ha ignorado. Y, ella, como algunos -entro yo -, dudo, caminemos por el existir para dejar de vivir. Cómo el café, está en todas partes y es deseado, y comprado, el caviar no.