Amarna Miller (Madrid, 1990) tiene público esta mañana. Vagabundos y toxicómanos, y algún pez de ciudad. Posa para la foto. Una, otra… y ahora ponte aquí. Con luz natural en esta, luego con el flash. La sesión solo es interrumpida por el trasiego de un taxi o una furgoneta de reparto. Son las diez en Madrid. Hoy luce el sol.
—Empezaré con una cita de Joumana Haddad: “Soy lo que me dijeron que no pensara, que no dijera, no soñara, no me atreviera. Soy lo que me dijeron que no fuera”. ¿Qué eres tú?
—Me gusta la frase, pero no acaba de resonar conmigo, porque siento que en realidad mi identidad o las elecciones que he tomado no las he tomado en contraposición a algo que me dijeron, sino que han sido muy puras, han salido de dentro. No las he hecho intentando contradecir a nadie o para crear polémica, sino que soy lo que he decidido ser, y ha dado la casualidad de que eso, en algunos aspectos de mi vida, no entra dentro de los convencionalismos.
—Eras muy buena en Literatura en el colegio. Incluso ganabas los concursos literarios a los que te presentabas entonces.
—Pero no todos (risas). En el colegio era una niña muy buena. Estudiaba mucho, me gustaba aprender. Desde que era pequeña, en casa me metieron mucha caña con los estudios, con ser buena en clase y aplicarme, y realmente era una cosa que hacía con mucho gusto. Nunca fui una niña rebelde. Me gustaban mucho todas las asignaturas que tenían que ver con el arte y la literatura. Las ciencias me costaban. También me costaba socializar con la gente. Era hiperactiva, siempre estaba con mucha energía, pero estaba a mi bola, haciendo mis cositas, a mis juegos y a mis libros.
—No eras la más popular…
—No lo era. Para nada.
—¿Tanto en el colegio como en el instituto y en la universidad?
—Bueno, en el instituto las cosas cambiaron. Hice el bachillerato artístico y, para mí, meterme en algo relacionado con artes fue casi como una liberación, porque en mi paranoia infantil significaba que iba a encontrar a más gente con gustos afines a los míos (cosa que finalmente no fue así). Entré con muchísima potencia y muchísimas ganas y disfruté de las clases. En la carrera me pasó algo similar: empecé con muchas ganas, me pegué el batacazo, dejé la carrera en primero, me puse a trabajar, y al cabo de un año y de haber visto la realidad del mundo, dije: “Ahora, desde una supuesta madurez, decido conscientemente que me quiero meter a ello”. Entonces, volví a Bellas Artes y acabé la carrera. Fue extraño, un proceso de descubrir todas las carencias del sistema educativo —por una parte— y de sentirme decepcionada en muchos sentidos, y —por otra— de descubrir más a fondo lo que me gustaba y me gusta, que es el arte y la creación.
—¿Qué tipo de libros tenías en el colegio? ¿Eran lecturas impuestas o alternativas?
—Leía mucha lectura alternativa. De hecho, ni me acuerdo de los libros impuestos en el colegio. Supongo que serían los típicos: El sí de las niñas (Leandro Fernández de Moratín), La casa de Bernarda Alba (Federico García Lorca)… En aquel entonces leía mucha literatura negra; estaba obsesionada —por algún motivo— con Emilia Pardo Bazán, me leía todo lo que tenía suyo; me gustaba mucho la literatura romántica y de terror antigua: Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire… Leía muy poca literatura contemporánea, en realidad. Luego, a los quince o dieciséis, empecé a interesarme por la fantasía y la ciencia ficción de Terry Pratchett, Ursula K. Le Guin, Orson Scott Card… Y por un motivo aleatorio, alguien me regaló una colección de treinta volúmenes de leyendas del mundo. Me lo releí muchísimo.
—¿Recuerdas si en los libros del colegio había títulos de autoras o referentes femeninos?
—En general eran autores masculinos, pero gracias al colegio me enganché a Emilia Pardo Bazán, que es un referente muy potente. También recuerdo, del colegio, a Lorca, Gustavo Adolfo Bécquer, Miguel de Unamuno…
—Nombras a Unamuno en tu libro porque fue quien empezó a utilizar la palabra “sororidad”.
—Sí, en La tía Tula. Es irónico que una palabra que hace referencia a la fraternidad femenina al final esté acuñada por un hombre, aunque luego fue Marcela Lagarde la que la popularizó y la empezó a utilizar dentro de un contexto de teorías de género. Unamuno hacía esta misma reflexión: “¿Cómo se llamaría una fraternidad entre mujeres? ¿Sería “soros”? ¿Entonces hablaríamos de “sororidad”?
—¿Cuántas acepciones tiene la palabra “puta”?
—En castellano tiene bastantes. (Piensa) A ver, venga, vamos a hacer un ejercicio entre los dos: Puta, prostituta, zorra…
—Guarra…
—Guarra, ramera… ¿Se utiliza “sexoservidora” en España? En Latinoamérica se utiliza un montón. A mí no me deja de disgustar, fíjate. Tiene un punto de complacencia que no me gusta, pero a la vez tiene un puntito como de hacer un servicio fiel a la realidad.
—Bitch, furcia…
—Concubina la contamos, ¿no?
—Casquivana.
—(Risas) Ligera de cascos. ¿Fresca cuenta como prostituta? Bueno, es más como promiscua. Llevamos nueve, pero yo creo que hay más y se nos están olvidando.
—Fulana, lumi…
—Venga, va: nos quedamos con doce.
—¿La palabra “puta” es adecuada para todos los contextos? En el porno, por ejemplo.
—En cualquier contexto tiene que ver con el consentimiento. Cuando vemos a La Zowi autodenominarse puta todo el rato depende de la contextualización. Si a ella misma le parece bien y se siente empoderada refiriéndose a ella misma de esa manera, me parece perfecto. Y si otra persona te lo va a llamar va a depender de lo mismo: de la contextualización, de quién es esa persona y del consentimiento que se haya ejercido. Me acuerdo que una vez entrevisté a Kaydy Cain y hablamos cómo en las letras de sus canciones utilizaba todo el rato frases un tanto peyorativas, y él me decía que lo hacía desde el consentimiento y desde el cariño. Que para él es una acepción más, como cuando un colega te llama “imbécil”.
—¿El problema es quien la dice, en este caso los hombres?
—No lo creo. Se la apropiado la sociedad en general, porque “puta” lo puede decir de manera peyorativa tanto un hombre como una mujer. Y, de hecho, dentro del colectivo de trabajadoras sexuales hay ahora mismo una campaña muy grande de reapropiación y de resignificación de la palabra “puta” o de la palabra “prostituta”; hay muchas que se denominan a sí mismas “putas feministas”. Al fin y al cabo hay un carácter político, porque tiene que ver con reapropiarse de palabras que han sido comúnmente utilizadas de manera descalificativa y resignificarlas como algo descriptivo. Igual que en el colectivo LGTB han podido hacer con palabras como “maricón” o “bollera”. Al final son palabras que se han utilizado para denostarles pero que se han resignificado desde el poder y el abanderamiento para que se conviertan en una insignia de la lucha y no tanto un insulto.
—¿Todo empieza por la educación?
—No creo que tenga que ver con la educación, sino con la reapropiación, con que la identidad femenina no esté construida en base a cánones ajenos e impuestos, sino que nosotras mismas nos apropiemos de las palabras, de los insultos y de lo que haga falta para construir nuestra propia identidad. Pero no creo que haya sido una conspiración. Es una consecuencia lógica del contexto que hemos vivido, porque al fin y al cabo todos somos herederos de un sistema de opresión; todos hemos nacido y nos hemos criado en él, y ya de mayores decidimos deconstruirlo, reinterpretarlo y revisar nuestras experiencias y nuestra manera de comunicarnos, para ser las personas que queremos ser y tener un mundo más diverso y equitativo.
—¿Cómo era la educación sexual en tu casa?
—Escasa e inexistente, básicamente. No se trataba, no era un tema que estuviese sobre la mesa.
—Dices en el libro que de pequeña no querías ser mujer y que cuando te preguntaban si eras feminista respondías que no.
—Claro. Ahora vivimos en una burbuja maravillosa y muy afortunada en la cual, desde hace seis o cinco años a esta parte, estamos viviendo una nueva oleada feminista. De repente estamos normalizando conductas y maneras de experimentar la vida que son súper sanas y súper positivas, pero hace treinta o veinte años nadie hablaba de feminismo. Y si se hablaba de ello o de teorías de género era dentro de una perspectiva académica y dentro de ambientes teóricos. En el día a día el feminismo no existía, y mucho menos para una niña de diez o veinte años. Así que, por supuesto, yo no tenía ni idea de lo que era el feminismo. Y cuando me preguntaban si era feminista no sabía qué contestar, así que decía que no lo era, pero desde la ignorancia. Fue más tarde, a los veintipocos, cuando empecé a investigar sobre el movimiento. Entonces me di cuenta de que muchas de las cosas que yo estaba haciendo tenían nombre y que había todo un movimiento alrededor.
—¿Fue entonces a partir de esa edad cuando empezaste a tener “conciencia de mujer”?
—Creo que eso lo tuve antes. Todas las mujeres vivimos antes ese paso, porque hay un momento violento (o que muchas vivimos como violento), que es el paso de la niñez a la preadolescencia. Te das cuenta de que hay normas que te atañen a ti y no a los niños, como por ejemplo no poder salir en braguitas cuando están los amigos de tus padres en casa; empezar a ponerte la parte de arriba del bikini; llevar unos pantaloncitos por debajo de la falda, porque hay algo muy interesante que los niños quieren ver… Ahí hay un aprendizaje que tiene que ver con el género, un simbolismo que te enseña que por ser mujer hay unas reglas que te atañen de manera diferente. Es un paso que yo he vivido de forma violenta, igual que muchas mujeres, y es ahí cuando te das cuenta de que ser mujer te va a afectar al resto de tu vida.
—Hablas de un caso que me resulta curioso, que es el de las compañeras que te pidieron que te pusieras el sujetador debajo de la camiseta en gimnasia.
—Sí. Exactamente. Y con una perspectiva muy culpabilizadora, porque a las mujeres, desde que somos pequeñas, se nos enseña que somos culpables de lo que los otros hagan con nuestro cuerpo, porque somos un objeto de tentación. Y darte cuenta de eso es muy duro, porque te quita la autodeterminación, te elimina cualquier posibilidad de afirmarte como sujeto. A mí, con doce años, más o menos, lo que me pasó en clase de gimnasia fue que me vinieron un par de chicas a decirme que se me transparentaba la camiseta y que me pusiese sujetador. Y yo pensaba: “Pero si no hay nada que sujetar. No tengo pecho. Esta prenda no va a cumplir su función en mí”. Sin embargo, recuerdo esa vergüenza y esa culpabilización de mi propio desarrollo, que es algo que las niñas también vivimos de una manera muy violenta. Te viene la regla y de repente eres culpable, y hay un punto de vergüenza e incluso competitivo por ver a quién le ha venido antes o no, porque significa que ya estás un paso más cerca de la pubertad, de ser mujer y lo que eso significa. Por una parte se vive de forma agresiva y por otra desde el deseo de dejar de ser leída como una niña, sin entender los cánones. Hay una película francesa buenísima que tuvo muchas críticas pero que yo defendí muchísimo que se llamaba Mignonnes (Guapis en España). Tuvo muchísima polémica; hacía una representación muy sexualizada de niñas pequeñas de once o doce años de edad. Sin embargo, a mí me pareció una crítica espectacular a cómo vivimos muchas mujeres ese paso de la niñez a la adolescencia. De repente estás en un mundo súper sexualizado que te está diciendo que para poder ser popular, buena y valiosa, tu cuerpo y tu imagen son algo tremendamente importante. Cuando tienes esa edad no comprendes esos cánones, pero los repites como un loro. En la película, estas niñas no saben lo que es el sexo, son vírgenes, no comprenden lo que están haciendo, pero hay una escena en la que se ponen a ligar con unos chicos mayores que al principio les entran pero luego se dan cuenta de que son muy pequeñas y entonces las ignoran, mientras que ellas se quedan silbándoles y diciéndoles cosas. Es un momento en la película para mí muy importante, porque pone de manifiesto que, por mucho que una niña pretenda sexualizarse, no lo estará haciendo porque busque sexo, sino porque busca aprobación, complacencia…
—¿Y qué pasa cuando no encuentras la aprobación? Empezaste siendo modelo, pero tenías la autoestima muy baja.
—A mí me sirvió mucho el empezar a posar y a estar delante de las cámaras para reencontrarme conmigo misma. Pero cuidado con esto, no quiero que se tome como una receta, porque hay muchas personas a las que no les funciona y se quedan atrapadas en esa aprobación ajena constante y bloquean su amor propio. Pero en mi caso no fue así, sino una especie de lanzadera, un detonante para que yo misma aprendiese qué cosas de mí misma me gustan y aprecio, y a partir de ahí meterme en un agujero de gusano maravilloso en el cual he aprendido a quererme tal y como soy. El verme deseada a través de los ojos ajenos me hizo comprender el mecanismo que me permitió desearme a mí misma.
—En esas reuniones con Jorge Drexler y Antonio Escohotado un día hablasteis de vuestro primer orgasmo. El tuyo fue con el El Víbora, en concreto con una tira en la que dos soldados nazis violaban a dos personas transexuales.
—¡Guau! Qué momento aquel. La pornografía más allá de lo audiovisual. A lo mejor tenía trece años, pero ni siquiera recuerdo que ese fuera mi primer orgasmo. Sí fue un primer momento en el cual conecté con la excitación o con la sexualidad y el deseo, aunque desde el desconocimiento y sin saber qué estaba pasando. Pero viendo eso sentía un tipo de calor placentero. Es interesante; tiene que ver con la cultura de la violación y con cómo se ha normalizado y justificado de una manera casi romántica.
—¿Sentiste culpabilidad tras tu primer orgasmo?
—En ese sentido tuve suerte. Pese a que se me educó en casa con ese tabú, nunca viví un rechazo hacia mi propio cuerpo y a mi propia sexualidad. Incluso con el tema de afirmarme como bisexual. Eso, para mucha gente, ha sido un antes y un después, una epifanía, una salida del armario abrupta. Mi salida del armario fue bastante tranquila, supongo que no tenía tan metido ese miedo al descubrimiento de mi propio cuerpo.
—Leo una crítica hacia ti: “No se puede ser feminista si se ha sido actriz porno”.
—Es que responder a esa cuestión de alguna manera justifica que esa pueda ser una pregunta. Estamos en el 2021, estamos en otro momento. Es dialéctica que se utiliza para intentar convencer desde la emoción y no desde la razón. Pero cualquier persona con un mínimo de pensamiento crítico podrá llegar a la conclusión de que no son cuestiones [ser feminista y actriz porno] excluyentes.
—¿De qué serviría prohibir el porno?
—Cuando hablamos de porno, todo el rato se utiliza como una representación explícita audiovisual, cuando la pornografía realmente incluye un montón de cosas: literatura, dibujo, esculturas… Había frescos pornográficos en Pompeya, templos en la India con esculturas pornográficas… Todo son representaciones de la sexualidad humana, parte de nuestra producción cultural como seres humanos. Así que prohibir el porno me parece que es limitar el conocimiento de nuestra identidad, de nuestra relación con el mundo y con nosotros. Es, per se, negativo. Ahora, si hablamos de las representaciones audiovisuales que tenemos ahora mismo de fácil acceso en internet, obviamente me parece que tiene que haber más diversidad y un cambio, porque al final se representa la sexualidad de una manera constreñida y muy limitada. Pero el porno es otra cosa mucho más amplia.
—¿OnlyFans es parte de la industria del porno?
—Es trabajo sexual. ¿Qué más da lo que sea? Lo importante de OnlyFans es que está eliminando las productoras, los intermediarios… Al final está dando el poder a la persona que produce, y eso es absolutamente liberador, porque es una manera de luchar contra los monopolios y a que haya una manera de representar la sexualidad. Me parece positivo a todos los niveles.
—Cito una reflexión que haces en el libro: “No creo que sea casualidad que el desarrollo de esta nueva ola del feminismo que estamos viviendo y la aparición de las redes sociales hayan ido a la par”. Hablas, seguidamente, del altavoz que supone a las mujeres, sobre todo, y del movimiento #MeToo. Sin embargo, ¿crees que es un arma de doble filo, que se pueden hacer acusaciones falsas a través de las redes sociales?
—Por supuesto. Siempre puede pasar. El #MeToo ha sido un antes y un después, porque significa que un montón de mujeres muy famosas se estaban enfrentando a un productor de primera fila, una persona que al fin y al cabo les estaba dando trabajo y que se encargaba de que ellas se mantuvieran en la cresta de la ola. Que de repente tantas mujeres se hayan unido para acusarle de algo tan grave y que haya funcionado me parece tremendo. Cuando hablamos de abuso o de acoso, parece que siempre les pasa a otras, que son como un ente abstracto y anónimo; nunca pensamos que le puede pasar a una actriz famosa o a tu vecina o a tu madre, siempre son las otras mujeres las que se encuentran fuera de los límites. Me parece digno de análisis.
—¿Se puede separar al autor de la obra?
—No sé si tengo opinión sobre esto. Por una parte, creo que hay personas despreciables que hacen obras de arte magníficas, y es algo que me produce rechazo. Pero a la vez no sé entenderlo como un todo, porque yo veo el Guernica de (Pablo Ruiz) Picasso y me va a parecer una pasada, pero luego pienso en la figura de Picasso como hombre y me repugna la misoginia con la que trató a todas las mujeres que tuvo a su alrededor. Es una contradicción que ni yo misma sé cómo asumir.
—¿Qué piensas del revisionismo en el arte, modificar obras que fueron creadas en un contexto determinado? Ya sabes, cambiar “rapto” por “violación”, como en El rapto de las hijas de Leucipo (Pedro Pablo Rubens), por ejemplo.
—Creo que es peligroso revisitar siglos pasados y obras que se hicieron en otros momentos desde una perspectiva actual. No tiene sentido. Cada cosa tiene que ser juzgada dentro de su ámbito, igual que no tiene sentido hablar de machismo dentro del paleolítico. Hemos vivido en un contexto patriarcal y podremos analizarlo así dentro de una circunstancia muy precisa y muy concreta, que es la que vivimos en estos momentos y que tiene que ver con la abundancia de los recursos, con que el trabajo de las mujeres y los hombres haya podido igualarse gracias a la revolución industrial, con los anticonceptivos… Todo eso son cuestiones muy únicas de nuestro momento actual. Pero revisitar siglos pasados u obras hechas en otros momentos desde esa perspectiva es peligroso. Dicho esto, el tema de los raptos creo que se puede analizar desde una perspectiva actual sin tener por qué modificar o intentar cambiar los motivos o los contextos en los cuales se hicieron esas obras. Podemos entender todos, cuando vemos El rapto de las Sabinas (Nicolas Poussin), que es la violación de las Sabinas, pero no hay que cambiarle el nombre y desdibujar el significado pasado de esa obra, porque significaría descontextualizar la obra de un autor. Y eso es negativo.
—Cuando la justicia no es suficiente, ¿“ante la duda, tú la viuda”?
—Esos argumentos a mí me parecen muy peligrosos. Al final, ojo por ojo… y todos acabamos ciegos. Entiendo que cuando hablamos de cuestiones que tienen que ver con el dolor y con la violencia, lo que nos sale de dentro es exponer a las personas que pensamos que han perpetrado el delito. Pero eso nos lleva a una espiral de odio, y yo no soy partidaria —en violaciones famosas— de que se muestren las fotos de los violadores por las redes sociales. Creo que si no hay una condena hay que tener mucho cuidado con estos discursos. Y por mucho que sea obvio que esa persona haya cometido el delito, tenemos la justicia como un mecanismo para poder regular nuestra sociedad, y si la ignoramos, al final estamos cayendo en dinámicas tóxicas que nos perjudican a todos. Es mi opinión, pero empatizo con que se haga, porque me he visto en una situación similar. Yo, cuando fui a denunciar a mi maltratador, el delito había prescrito (prescriben muy pronto los delitos de violencia de género, por cierto).
—¿El fin justifica los medios?
—Mi mente racional me dice que el fin nunca justifica los medios. Pero mi mente emocional piensa que sí (a veces).
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