Han corrido ya varios días, con sus bregas y sus calvarios propios, desde que se esparcieron las cenizas de la tercera edición del festival Mad Cool por el cielo apagado de Valdebebas, al norte de Madrid. Tiempo suficiente para curar las resacas atroces y apaciguar las críticas de aquellos a los que uno imagina sentados en una butaca al llegar a casa, mirando al fuego y lanzando improperios solitarios. Un intervalo también necesario para lograr que la palabra deje de ser un arma arrojadiza voluptuosa y agraviada, y pase a ser el artefacto dúctil y preclaro que conduce los caminos.
Fueron tres días y una vida, que diría Pierre Lemaitre. La búsqueda de lo que nosotros comprendemos y ubicamos como festivalMadCool no es otra que esa, la de aglutinarlo todo, la de explotar en cascabeles y contener el universo del mismo modo en que lo hacía aquel etéreo aleph de Borges. Uno recoge esos tres días, los observa en el puño de su mano y ve en ellos el reflejo inerte de todo lo que fue vivido, porque en las calles se sabe que los festivales de música no obedecen tan solo a las reglas de su instrumento, sino a las de la propia vida.
La historia del susodicho festival es corta, pero de impacto. Como uno de esos breves escondidos en la esquina de un periódico que, ante la vista del lector apasionado, parecen extenderse hasta inundarlo todo, incluso aquellas piezas trabajadas durante largo tiempo. Su complejo de gigantismo, su vocación casi imperialista de conquistarlo todo, ha terminado gestando un evento de unas dimensiones desconocidas al que la gente se acerca, más que nada, por la inercia que genera su magnetismo desbordante.
Pero la verdadera historia de esta tercera edición del Mad Cool no se cuenta en páginas de sucesos, ni en condenatorias instantáneas de largas colas y autobuses que cuelgan de los puentes. Su historia la cuentan las palabras, las palabras cantadas que se le presuponen a esa cosa ancestral que es la música. Cabe, pues, la siguiente conclusión: tras las puertas casi místicas del festival madrileño se busca gestar una vida que todo lo contenga, pero también hacerlo mientras se niega todo lo que hay fuera. Como un búnker aprovisionado para la eternidad.
Al principio sube al escenario Mark Oliver Everett, líder de Eels y autor de aquel libro estomacal titulado Cosas que los nietos deberían saber. Lleva gafas de buzo, un sombrero de paja y un conjunto vaquero. Y dice: “La deconstrucción ha comenzado / es el momento para que yo comience a desmoronarme”. ¡Claro que nos desmoronamos! Soltamos nuestras piezas por el césped y empezamos la búsqueda. Como grita Leon Bridges desde la otra punta del recinto: “¡Estoy volviendo a casa!” ¿Y quién sabe qué es volver a casa, quién de todos los allí presentes se conoce lo suficiente a sí mismo para saber cuál es el camino que se libra de la oscuridad?
Salta Kevin Parker con sus Tame Impala y comienzan las luces de neón. Azul, rojo, azul, rojo. “Se bañó con las rosas rojas / y las violetas azules”, escribía Edmund Spenser. Lo de Parker es un agujero onírico, un lapso vacío en el que la búsqueda se detiene y uno se recrea en los dolores del pasado que tanto abrasa. “Parece que solo estamos yendo hacia atrás / todas las partes de mi ser me piden ir hacia adelante”, canta en It Feels Like We Only Go Backwards. Allí, cientos de personas perdidas.
Después de Tame Impala llega el primer punto de inflexión de la ruta, cuando uno todavía se enfrenta a las cosas acongojado, vibrante por encontrar el puñetazo que lo asiente. Aparece Eddie Vedder y empieza a sudar música y sudor, que es lo más habitual. La deconstrucción de la que hablaba Everett comienza entonces a tomar forma de algún modo inexplicable, mientras Vedder articula discursos atropellados desde las profundidades de sus intestinos. Y canta, ¡cómo canta el jodido!, casi grita. “Saber que nada dura para siempre / no me importaba antes de que estuvieses aquí. / Bailaba entre risas con la eternidad. / Si todo cambia, ¡dejad que esto permanezca!”. Los asistentes se retrotraen ahora a la penumbra de los amores perdidos, aquellos ante los que un día se enfrentaron para decir: “Si he de conocer un motivo para que la vida sea vivida, ¡este debe ser!”
Cae la noche oscura y luego llega el día, porque el Mad Cool es circular, como las vidas que nacen y mueren. Y empieza la segunda jornada. The White Buffalo recogen el testigo de Pearl Jam y siguen rasgando las cáscaras hipsters de los asistentes. Dice su vocalista: “Abre tus brazos y volaré desde el infierno hacia ti / ojalá fuese cierto”. La gente empieza a ascender, ya no en el fango de empezar a deconstruirse, sino aprehendiendo cuestiones sobre su propia identidad, la misma que se rehúye con pavor en los días ordinarios. Los mismos que no deben existir en la vida de un Alex Turner absolutamente despojado de sí mismo, líder de esos Arctic Monkeys que son memoria de furia y presente trasnochado, noctámbulo, vagabundo. “Trato de llegar al fondo del asunto para siempre / en el momento en el que la realidad golpea”. Él danza sobre el escenario tambaleándose, moviéndose como una serpiente consciente de que ese es el momento central, el núcleo de las cosas, el instante en el que el proceso de vuelta a casa se convierte en un viaje medianamente racionalizado y no solo en un impulso de vísceras calientes. Se despide: “Apuesto a que luces bien en la pista de baile”. Todos bailan.
Una noche más, aunque no un día, porque parece que el sol comienza ya a desplegarse tan solo como una prolongación de esa oscuridad luminosa. Las noches siempre son más que los días, lo dice Joaquín Sabina. Vuelve la música, y la gente a recrearse en ese remanso de paz que es Jack Johnson, ataviado con esa melancolía desprovista de dolor de quien mira su pasado con la inevitable nostalgia —¿existe en este mundo alguna emoción además de la nostalgia?— de quien sabe que aquellas cosas hermosas nunca se van a marchar. “Necesito que este viejo tren se rompa. / Por favor, déjame romperme”. Llega el punto álgido de la deconstrucción. Si la música de Bach es lo más próximo que un humano puede llegar a estar de Dios, la de Josh Home y sus Queens of the Stone Age tiene bastante de infierno. Ese señor enloquecido llega al escenario y lo destroza, y cientos de miles de personas lo vitorean, en una circunstancia en la que la violencia, los instintos, la rebeldía, la carne, todo ello se ve justificado por esa vida gestada, ese entorno que huele a libertad sin ataduras morales.
Y como a la liberación se llega gritando como locos, salta Trent Reznor con los Nine Inch Nails para embestir a todo el mundo. Para devolver a esas personas que se mecen en la pila bautismal del Mad Cool a la vida, a sus vidas perdidas. Y todo termina en los cielos de ese Hurt que esconde los secretos más amargos de nuestras existencias. “Tú podrías tener todo / mi imperio de tierra. / Yo te decepcionaré, / yo te haré daño”.
Así que si miráis vuestros puños entenderéis por qué es posible salir del festival Mad Cool entendiendo muchas cosas, como quien asiste a una conferencia con algunos de los prodigios líricos más descomunales de los últimos tiempos. Hablamos de festivales de música, sí; también de alcohol y de amores pasajeros. Pero en la conversación hay lugar para muchas más cosas, para la limpieza de las emociones enquistadas, para la comprensión de que todo el mundo hace daño a los demás, que cantaba R.E.M., pero ello no hace más que certificar nuestra frágil condición humana. Y, para quien no guste de las palabras vomitadas, siempre estarán Spotify y las conversaciones pasadas de rosca sobre Wittgenstein. Pero la vida es otra cosa.
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