Amor puro es la primera obra de teatro que he publicado, pero no la primera que he escrito. Cuando era muy joven y empezaba a escribir ya en serio, a los 16 o 17 años, escribí más teatro que narrativa, quizás porque en aquel momento la escena teatral española (bastante dominada por el teatro independiente catalán) había sido una especie de escuela para mí. Conservo aún alguna de aquellas obras mecanografiadas. Una de ellas, de género seudo fantástico, hablaba ya del envejecimiento y de la angustia de ir perdiéndolo todo con la edad, lo que demuestra que mis obsesiones literarias ya estaban plenamente formadas.
Como se explica en el epílogo del libro, el texto parte de un recuerdo juvenil de esos mismos años —casi— en los que yo escribía teatro. En aquel momento me gustaba mucho un amigo heterosexual, de mi misma edad, y comencé a imaginar que tener con él determinado tipo de sexo (masturbarle o hacerle una felación) sería un beneficio mutuo. Él se lo pasaría bien y yo me lo pasaría mejor. La idea era naíf y disparatada, pero detrás de ella había ya un germen de algunas teorías que más tarde, cuando perdí el pudor y la virginidad, he ido madurando.
De todo eso habla Amor puro, en tono de comedia. De la sacralización del sexo, de las diferencias que hay entre las personas a la hora de afrontarlo y de la confusión que a menudo existe entre el amor y el erotismo. Es un universo de misterios insondables, del que nunca se acaba de decir la palabra definitiva.
En Amor puro, dos amigos, que fueron inseparables pero que se terminaron separando por una razón que nunca se aclaró del todo, se reencuentran. Es un arranque clásico. Todo el pasado oscuro, todos los pequeños secretos, todas las medias verdades se van a ir desvelando. Hasta llegar al nudo: una petición extravagante de uno de ellos al otro.
En mí hay una cierta propensión a la tragedia, mucho más en la literatura que en la vida. Por eso, Amor puro tenía un final muy distinto al que tiene ahora. Aunque siempre se me apareció como una comedia, llena de malentendidos, de desencuentros y de jugueteos verbales, en el desenlace me dejé llevar por la melancolía y traté bastante mal a mi personaje. Todos los amigos que leyeron el primer borrador me lo hicieron ver. No todos como reproche, es verdad, pero sí con desconcierto. Por eso en la última reescritura me decidí a cambiar el final original y a seguir —como en el arranque— los patrones clásicos. Es una decisión que me costó tomar, porque no estoy seguro de que la comedia y la tragedia mariden tan mal como se acostumbra a decir, pero estoy satisfecho del resultado final.
Mis novelas las escribo muy despacio y apenas las corrijo luego. Con el teatro ha sido al revés: escribí muy rápido, casi poseído, y luego corregí mucho. Con mis novelas sufro escribiendo, como he contado ya alguna vez. Con Amor puro, en cambio, disfruté enormemente. Dos géneros, dos modos de aproximación.
Es evidente que me encantaría ver la obra representada en un escenario. Pero creo que el teatro leído es ya suficientemente virtuoso. No es una obra incompleta, no necesita necesariamente encarnarse. Los actores —y su director— nos dan una visión más matizada del texto, le sacan sus jugos y nos lo acercan emocionalmente. Pero también rompe la fantasía. ¿Cómo son físicamente Germán y Daniel, los protagonistas de Amor puro? ¿Cómo es esa habitación en la que hablan, recuerdan y discuten? ¿Qué tono tiene su voz, cómo gesticulan? Siempre he leído teatro —a los clásicos, por supuesto, pero también a los contemporáneos—, y siempre he creído que ver y leer son dos actos diferentes y complementarios. El texto llama a la escena y la escena llama al texto.
Para rematar el amor puro, escribí un epílogo impuro, un ensayo breve que trata de hurgar un poco más en los asuntos que la obra plantea. Y me di cuenta de que las leyes del deseo y las leyes de los afectos son un laberinto enrevesado.
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Autor: Luisgé Martín. Título: Amor puro. Editorial: Dos Bigotes. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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