Via Margutta sigue siendo un milagro en la Roma ocupada por el turismo. Su estratégica posición en las faldas del Pincio la protege del circuito inevitable de su entorno más cercano: Piazza de Spagna para las obligadas fotos de las escaleras; Via dei Babuino con sus exclusivas tiendas y Piazza dei Popolo, especie de delta urbano donde viene a desembocar el aluvión de turistas que se arrastran por la corriente incesante de Via del Corso.
Via Margutta esconde con discreción su belleza pues hay que buscarla para encontrarla. Es pequeña y no conduce a ninguna parte, ni sale de ningún lugar interesante. Es hermosa pero demasiado tranquila; no está de moda porque no hay en ella bares ni terrazas bulliciosas; tampoco tiene monumentos ni palacios ni museos ni esculturas. Es, digamos, sólo una calle en un rincón de Roma. Pero como todo lo que de verdad importa, el valor de Via Margutta está en lo que esconde en su interior; en lo que calla. Las biografías construidas a base de irremediables mutaciones y silenciosas fortalezas cristalizan casi siempre en lo universal.
El valor de esta calle romana se explica porque durante más de cuatro siglos sirvió para cobijar el más antiguo motor del mundo: el amor. Amores prohibidos, impulsivos, soñadores, ilegítimos, pasajeros o eternos; amores amargos llenaron durante décadas el aire de Via Margutta de llantos y gemidos, de olor a carne, a desilusión y a sueños como un perfume denso de Grenouille.
Amores de espíritu libre que deliciosamente mezclaban la belleza con el sexo; el trabajo creador con el dolce far niente; la antiquísima relación entre artistas y modelos que apenas han dejado un rastro nominal desconocido e interminable : Angelina Clasanto y Attilio Torresi, Victoria Pompei y Rainiero Aureli, Adele Mazzoleni y Federico Faruffini, Serafina Pisciarelli y Silvio Canevari, Emilio Wolf y Margherita, Rosa Lucaferri y Mariano Barbasán, Maria Meddi y Augusto Corelli, Pompilia de Aprile y Fausto Pirandello, la modelo Vittoria Proietti que se conviertió en diva de pintores con el nombre de Vittoria Lepanto, o la más famosa Vittoria Caldoni, la bellísima modelo de Albano conocida como la “venus clásica” a quien todos se disputaban en vano, conformándose con poseerla tan solo en la pintura, incapaces de retenerla en sus lechos hasta que el pintor ruso Gregorij Lapcenko, alegre, refinado, pasional, la inmortalizara como la Susana bíblica desnuda ante los viejos. A ella, no obstante, le extrañaba la urgencia del artista por acabar aquel cuadro; la necesidad de pintar durante las horas centrales del día cuando el Estudio Tancredi, en el 54 de Via Margutta, se inundaba con una luz casi insoportable; la sonrisa de aquel joven extrovertido que cada día se apagaba un poco más. Los temores del joven se cumplieron y la enfermedad que había venido a curar a Roma no hizo más que incrementarse. La ceguera era inevitable y definitiva. Para entonces y mientras los dioses se carcajeaban en su Olimpo, la joven modelo se había enamorado irremediablemente del pintor ciego. Se casaron en una pequeña iglesia romana en penumbras a comienzos de 1839 y marcharon a Rusia. Quién sabe si renunciando para siempre a lo que eran lograran acaso la felicidad.
Los años Románticos marcaron sus límites territoriales en Via Margutta. Keats moría a tan solo 300 metros de esta calle y Shelley se ahogaba en una playa de Toscana tras noches de insomnio en el número 53 de esta via, en las famosas fiestas del Circolo Artistico a las que no faltaban otros jóvenes talentosos del Romanticismo: Debussy, Alma-Tadema o Gabriele D’Annunzio que, prendado de la carne fascinante de Barbara Leoni, escribiría inspirandose en aquellas noches su ópera Il Piacere.
Se respiraba la pasión y el cambio porque un nuevo mundo se gestaba en el corazón del hombre. Y en ese mundo cambiante ellas no siempre querían ser musas; algunas eligieron bajar de los divanes y las tarimas alzándose también como creadoras y pagando, por supuesto, un duro precio. Rina Faccio fue una de aquellas mujeres. Desde el hermoso jardín del Estudio Marinelli, en el 41 de Via Margutta, comprendió que le dolía la urgencia de libertad y se lanzó a llenar su vida de arte, viajes, sexo, lecturas. Incompatible con todo, cambió su nombre por el de Sibilla Aleramo y estrenando seudónimo como el que estrena vida nueva, terminó soltando el lastre más doloroso: abandonó definitivamente a su marido y a su hijo Walter en defensa pública del amor por el poeta Dino Campana.
Dice mi admirado Félix de Azúa que los poetas de verdad, los de raza, nunca pueden acabar bien. Como tantos otros, Dino Campana murió en un internado para enfermos mentales. La Aleramo entonces organizó todo el placer vivido y el inmenso dolor acumulado y los usó como materia de escritura. Su libro Una donna, escrito para que su hijo comprendiera, debería ser leído por todas las mujeres y memorizado por todos los hombres del siglo XXI.
En el trascurso del Novecento se fueron distorsionando los anticuados límites académicos del arte, arrancando los vestidos de las modelos que ahora exponían sus cuerpos blancos en la Academia Libera del Nudo de Via Margutta como un imparable grito vanguardista. Los artistas del futuro trabajaban, amaban y discutían presintiendo el aliento helado de la guerra que trajo también a esta calle la oleada nauseabunda de la verdadera naturaleza del ser humano.
Las ciudades del mundo entero hicieron hueco en sus extrarradios para los grandes cementerios y algunas como Roma, recuperaron los mármoles para grabar en ellos el listado infinito de los nombres de los caídos. En Via Margutta numero 51b la Bottega del marmoraro Enrico Fiorentini aún hoy continúa esta noble tradición de los epigramas. El irreversible olvido es menos terrible cuando sabes que tu nombre permanece grabado a cincel en una targa de mármol italiano.
El mundo entero quería olvidar la última guerra y Roma volvió a ser a partir de la década de los 40 una “cittá aperta” a la modernidad. Las vanguardias convivían mano a mano con el cine y los artistas modernos ( Picasso, Dalí ,Gala, De Chirico, Guttuso, Eva Fisher, Tot) solían venir a Via Margutta a trabajar y reunirse en Il bar degli Artisti conocido como “Il baruccio”, donde se emborrachaban con los “pit-coctéles” o coctéles de autor que tenían la peculiaridad de llevar el nombre de los artistas más notorios de la calle. Allí se recordaba a los muertos y se contaban las anécdotas antiguas de Via Margutta que ya casi tenían sabor a leyenda.
Entre todas era recurrente la historia de la bella modelo Marietta del Fratte, la hermosa jovencita de provincias que, a finales de siglo XIX como tantas otras, acudían a Roma a buscar fortuna terminando por recalar en los talleres de Via Margutta para servir como modelo a cambio de unas monedas. El joven escultor Ercole Rosa impactado por la belleza de Marietta la llevó ese mismo día a su estudio pidiéndole con naturalidad que se desnudase. La chica obedeció pero avergonzada, no pudo evitar esconder el rostro entre las manos. Aquella imagen fortuita inmortalizada en mármol se convirtió en la encarnación de la pureza y la inocencia, otorgando fama y prestigio al escultor y convirtiéndolo con rapidez en un artista de moda en los círculos más exclusivos de la ciudad. Él nunca más volvió a acordarse de aquella jovencita, hasta que una fría tarde de invierno de 1903, una prostituta lo abordó en la calle. A pesar de la carne prematuramente envejecida y de las ropas sucias la reconoció enseguida: era Marietta del Fratte, aquella joven modelo. La invitó a cenar sin decirle nada y después la tomó de la mano.
Ven —le dijo— Quiero enseñarte algo. Caminaron en silencio por Via Margutta hasta llegar a la galería de Augusto Jándolo. Tras el cristal iluminado del escaparate se exponía aquella bellísima obra de Rosa que él llamó “La lampada infranta”. La mujer se quedó allí de pie frente al cristal, inmóvil, durante largo rato. Después, sin mediar palabra, echó a andar lentamente sin decir adiós; sin mirar atrás; hasta que la niebla creciente de la húmeda noche romana la engulló para siempre. Ercole Rosa nunca, hasta el final de sus días, dejó de oír el eco de aquellos pasos alejándose por Via Margutta infinitamente cansados, como si cargaran sobre ellos el peso de todas las sombras.
Pero el ser humano, veterano en el hábito de olvidar para poder vivir sin remordimientos, fue sustituyendo aquellos amores amargos de bar por los grandes amores de película. Cinecittà era la nueva fábrica de sueños y Via Margutta, su calle. En 1960, el director de cine Mario Camerini rodaba un famoso documental con Via Margutta como protagonista y ese mismo año la Casa de Producción Cinematográfica Titanus compraba el edificio del antiguo Círculo de Artistas, dedicando todo el espacio del primer piso a ubicar la sastrería SAFAS(Società Artigiana Figurini d’Arte e Spettacolo)propiedad del señor Rhon, donde entre otros, se confeccionó el inolvidable vestuario de la adaptación viscontiana de la más bella novela italiana de todos los tiempos: Il Gattopardo.
Estrellas del cine vivieron su amor en esta calle: Anna Magnani y Goffredo Alessandrini; Liliana de Curtis (la hija del célebre Totò) y el productor Gianni Bufardi así como el gran Fellini y Giulietta Masina, inmortalizados en una placa de mármol que aún hoy señala el hogar de ambos en la casa del número 110.
En nuestro S.XXI los sueños siguen sucediendo en esta pequeña, discreta, calle romana, por eso volver a Roma es también regresar a este lugar oyéndote canturrear aquella canción, “Voglio ritornare en Via Margutta/voglio rivedere la soffitta/ dove m´hai tenuta stretta stretta acanto a te”. Porque hoy como siempre Via Margutta sigue siendo testigo de tanta amargura, tanta felicidad, tantísimo amor.
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