Se llama Ana Cristina y estaba hasta arriba del hijo de puta de su marido. Observarán los habituales a esta página —en especial mi madre y las señoras que a menudo me tiran de las orejas por la contumaz grosería de mi lenguaje— que esta vez no escribo hijoputa como de costumbre, todo junto, sino en dos palabras y con la preposición de por medio. La razón es obvia: hijoputa tiene resonancias casi genéticas; es un individuo, o individua, normal, de a pie; uno de tantos con los que a diario nos tropezamos en el peligroso ejercicio de la vida. Hijo de puta, sin embargo, es algo más serio; más definitivo. Nadie confundiría un término con otro, en especial cuando el segundo se pronuncia despacio, dejando un poco en el aire la i antes de arrastrar la j, y la p suena labial, sonora como un disparo. El primero nace, pero el segundo se hace. El hijoputa es un mierdecita de andar por casa, y ni siquiera él puede evitarlo, un quiero y no puedo. En cambio el hijo de puta se lo hace a pulso. No todo el mundo vale: hacen falta dotes, talento, carácter. El auténtico hijo de puta siempre es vocacional.
El marido de Ana Cristina, les contaba, es un hijo de puta de los de preposición: auténtico, de pata negra. La última vez que le dio una paliza llevaba una tajada de anís que habría puesto en coma etílico a Boris Yeltsin. Y ella, con la cara hecha un mapa y los dos críos llorando a gritos en el dormitorio, tuvo que encerrarse en el cuarto de baño y pedir auxilio a las vecinas. Ésa fue la última vez, digo, porque al día siguiente Ana Cristina cogió a sus hijos de nueve y once años, puso en una bolsa la ropa que pudo y las quince mil pesetas en monedas de quinientas que había ido ahorrando y guardaba en un bote de colacao, y se tiró a la piscina. Quiero decir que se fue de allí, a buscarse la vida, incapaz de aguantar más. Tardó tanto en hacerlo porque es casi analfabeta, apenas sabe escribir, nunca tuvo estudios, ni trabajo, ni amigos influyentes que le echaran una mano, ni es lo bastante guapa, ni tiene ese toque de chocholoco imprescindible para montárselo como se lo montan Carmen Martínez Bordiú, Isabel Preysler y otras ilustres reinas del mambo con pedigrí cualificado.
Ana Cristina no se ha calzado a un ex-ministro de hacienda, ni a un anticuario gabacho, ni a un arquitecto inglés sobrado de viruta y de buen ver. Imagino que ganas no le faltan; pero carece de medios y tiempo, ocupada como está en fregar suelos y cocinas como asistenta, por horas, de nueve de la mañana a seis de la tarde; atender a sus hijos durante el resto del día y de la noche, y esquivar a su ex-marido. Que aunque no paga la pensión miserable que un abogado que un abogado miserable no supo arrancarle de modo efectivo a un juez miserable, de vez en cuando se presenta en la modesta casa alquilada donde vive ella con los críos, a montarle un número, amenazarla, pedirle dinero o, un par de veces —debía estar agobiado el fulano— intentar tirársela otra vez, por la cara.
Ana Cristinas como ella hay miles. Algunas, menos valientes, sin cultura, estudios ni familia, siguen viviendo como rehenes de los imbéciles y los canallas que las atormentan. Otras se liaron la manta a la cabeza por coraje o desesperación, y la vida, que es despareja, las trata con mejor o peor fortuna. Unas, derrotadas, terminan por regresar junto al marido, aceptando ya para siempre, con la resignación de quién ha quemado el último cartucho, condiciones de vida aún más brutales. Las que resisten se lo montan como pueden fregando suelos, refugiadas con los padres, aceptan cualquier trabajo temporal, lavan, cosen, planchan, roban, se meten a putas o a lo que sea, luchan sin descanso por su supervivencia y la de sus hijos, en días agotadores y noches interminables de soledad, insomnio y angustia. A algunas las mira Dios y rehacen su vida, solas para lamerse las heridas o tras encontrar a alguien, las afortunadas, que íes reconstruye la fe y la ternura. Otras, suspicaces, amargas, rotas para siempre, vagan como despojos de sus propias ilusiones, irreconocibles en las fotos que alguien les hizo hace diez, veinte, treinta años. Cuando aún eran jóvenes y creían en el amor, y en la vida.
Quizá por todo eso, cada vez que me cruzo con Ana Cristina siento una extraña desazón. Algo que se parece mucho al remordimiento, o a la vergüenza de ser hombre.
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Publicado el 9 de junio de 1996 en XL Semanal.
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En este relato hay de todo y bien descrito. Le creemos Sr Pérez Reverte, también usted tiene una hija.
La vida ha cambiado, pero los hombres siempre han pegado palizas a sus mujeres para descargar la rabia, malestar o su mal vino.
El problema existente, que yo solo puedo atisbar, lo protagonizan esas jovencitas enamoradas de unos chavales que fisgonean en sus móviles y les dicen hasta como tienen que vestirse. Y lo malo es que ellas consienten.
No puedo entender esos comportamientos actuales.
La mujer siempre estuvo condicionada para casarse, después tener hijos. Los estudios y el trabajo eran secundarios, y hasta que los maridos se iban al paro era el señor que aportaba dinero en la casa.
Algunas mujeres decían, medio en broma, algo que siempre me horrorizó: Me gustaría que me retiraran”
Me pregunto por qué no se les enseña a las niñas y niños también, que el respeto es obligatorio y si alguien le pone la mano encima se defiendan con toda la rabia que puedan acumular.
Sé que el abuso comienza por destruir la autoestima del otro y no se comenta porque da vergüenza, pero creo que se necesitan técnicas de defensa personal. Y si quién abusa muere, pues se le entierra.
No tengo piedad con los abusadores.
Desafortunadamente estas mujeres abundan, y creo que en las clases sociales más desfavorecidas es más notorio. El femicidio por ejemplo, se ha convertido en una moda macabra, e incluso involucra muchas veces a los hijos.
En mi opinión esta gravísima situación de desprotección para con la mujer, es producto de la falta de educación, más que la pobreza, no cuento con estadísticas pero aquí en Argentina a pesar de haberse creado ministerios de la mujer, con fondos para paliar estos detestables hechos, bajo el lema: “el estado presente”, el estado estuvo ausente.
Hace poco hemos conocido hechos realmente macabros, que prefiero no contarlo porque superan a cualquier ficción truculenta.
Ocurre que en un territorio tan amplio como es la Argentina, poder prevenir situaciones criminales, o realizar un seguimiento eficaz del hombre potencialmente agresivo, es muy complejo, y por lo general el Estado actúa cuando ya es demasiado tarde.
Creo yo que la fórmula para disminuir estos hechos, es con mayor educación, y programas de alerta temprana que puedan detectar la situación de esa familia en riesgo, sumado a encontrar una solución definitiva, y sin lugar a dudas aumentando las penas, si matar al prójimo no es castigado con penas de prisión perpetua, las muertes injustas continuarán.
Cordial saludo