El pasado 29 de abril, la agencia Efe hizo pública la lista de integrantes del consejo de expertos que asesora al Gobierno de Pedro Sánchez para diseñar la llamada “desescalada” de la crisis sanitaria del coronavirus. Entre estos, se encuentra la doctora Ana María García (Valencia, 1963), catedrática de Medicina Preventiva y Salud Pública en la Universidad de Valencia e investigadora del Centro de Investigación en Salud Ocupacional (CISAL) de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Miembro de la Sociedad Española de Epidemiología (SEE) y de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS), fue directora general de Salud Pública en la Comunidad Valenciana entre 2015 y 2019, y editora asociada en Gaceta Sanitaria o en el Journal of Epidemiology and Community Health.
García también ha sido investigadora principal o colaboradora en más de 50 proyectos públicos competitivos y ha publicado numerosos artículos científicos y libros. En el ámbito docente, imparte clases de pregrado y posgrado en diferentes titulaciones de la Universidad de Valencia, fue directora del Máster de Prevención de Riesgos Laborales de la misma universidad hasta 2015 y ha participado en numerosos cursos y seminarios, algunos dedicados a “Cómo escribir un artículo científico”.
Zenda conversa con la doctora García mientras amaina, sin llegar a irse del todo —según parece, todavía queda mucho para ello—, la maldita tormenta coronavírica.
—Doctora García, ¿qué tal está? Dadas las circunstancias, esta pregunta no se hace por mera formalidad.
—Pues bastante bien, muchas gracias. Aunque con preocupación, en general, por todo lo que está pasando y por lo que nos vamos a encontrar después.
—¿Qué me puede contar, ahora mismo, de su labor en el consejo de expertos que está diseñando la desescalada?
—Me llamaron a finales de marzo, y junto con un equipo muy brillante de salubristas, epidemiólogos, sanitarios, juristas, economistas, educadores o politólogos, hemos trabajado intensamente para definir los factores clave que deben considerarse durante la desescalada (el llamado plan para la transición hacia una “nueva normalidad”, esto último un oxímoron a todas luces: lo que es normal no puede ser nuevo) para minimizar el impacto de la pandemia en términos de salud, económicos y sociales. Uno de los productos de este trabajo han sido los criterios epidemiológicos y sanitarios que ahora se están aplicando para afrontar la progresiva recuperación de la movilidad y de la actividad social y económica en los distintos territorios (el tránsito por las famosas “fases”). Ha sido un trabajo excepcional, en una situación sin precedentes. Los científicos estamos acostumbrados a construir conocimiento sobre el ya existente. En esta ocasión, la evidencia que necesitábamos para trabajar estaba ausente en gran medida. Y esto ha venido unido a un flujo también inusitado de información, a la presión del tiempo, al cambio trepidante y continuo de los datos disponibles, buscando en las revistas científicas la información que llegaba con cuentagotas, a veces en estado muy precario (se publican ahora artículos científicos antes de pasar por el necesario proceso de cribado y de revisión externa que aplican las revistas de calidad). Pero estamos todos bastante satisfechos de nuestra propuesta, y creo que también, en general, de cómo hemos conseguido influir sobre las personas que toman las decisiones para que no descuiden esas cuestiones clave en estos momentos. Esto último es a lo que aspira todo investigador con alguna vocación de cambiar la sociedad en la que vive, así que la experiencia ha sido enriquecedora, en muchos sentidos.
—¿Cuáles son las áreas que más le interesan?
—Me interesa la Salud Pública, es decir, cómo se comportan los fenómenos de salud y enfermedad en las poblaciones, qué factores los determinan y cómo podemos influir sobre ellos. Durante mucho tiempo he centrado mi actividad en el ámbito de la salud laboral, que es la salud pública aplicada a los colectivos de trabajo, a los entornos laborales y a las condiciones de empleo, de ahí mi vinculación con el CISAL. Más recientemente, he dedicado también mi investigación a la participación en salud, a evaluar el impacto de las políticas y programas de salud, o a los determinantes de las desigualdades en salud, entre otros temas.
—¿Cuál diría que ha sido su mayor aportación científica?
—No es fácil señalar una en particular, y desde luego nunca ha sido en solitario: siempre he tenido la suerte de colaborar con personas y equipos muy capaces. Durante un tiempo estudiamos el efecto de los plaguicidas sobre la salud humana. Recuerdo que en aquellos momentos hice mucha divulgación científica con productores agrícolas, con sociedades de agricultura ecológica… Creo que contribuimos a concienciar sobre la toxicidad de muchos de estos químicos, y los controles y precauciones sobre su uso han ido también aumentando. En otra línea de trabajo, estimamos la frecuencia y el impacto de las enfermedades de origen laboral (es decir, enfermedades relacionadas con la organización del trabajo y de las condiciones de trabajo) en España. Es algo poco conocido, y sobre lo que no se conoce no se puede actuar. Este trabajo se difundió también ampliamente a través de los agentes sociales. Aquí no sé si hemos conseguido gran cosa: el reconocimiento de las enfermedades profesionales sigue siendo anecdótico en nuestro país. Una última y más reciente línea investigación de la que también me siento orgullosa ha sido el estudio de programas de ergonomía participativa en el trabajo: en este tipo de programas se promueve que los propios trabajadores identifiquen y propongan soluciones para reducir la carga física en su trabajo, incluyendo movimientos repetidos, posturas incómodas o mantenidas, o manipulación de cargas, entre otras exposiciones de riesgo. Conseguimos demostrar que estos programas son factibles y efectivos para reducir las lesiones musculoesqueléticas en los trabajadores. Por supuesto, para que la ergonomía participativa funcione, se requiere implicación y compromiso por la parte de la empresa que toma las decisiones sobre el diseño y organización de las tareas, tiempos, equipos y lugares de trabajo.
—¿Y cuál es la mayor lección que ha aprendido estudiando?
—Sin duda, que nunca puedes dejar de estudiar. Pero siempre me ha gustado estudiar. En eso soy afortunada con mi trabajo.
—¿Valorará la ciudadanía más a los sanitarios cuando pase la crisis de la Covid-19?
—Supongo que sí. Aunque los sanitarios han estado siempre bien valorados, en general. Esa valoración, de todas formas, no alcanza a todos los que son: cuando hablamos de “sanitarios” nos imaginamos sobre todo a los médicos, con su bata y su fonendoscopio colgando (ahora también, con su mascarilla). Normalmente en un hospital. Pero en los hospitales trabajan también enfermeros, y otros muchos profesionales. Y también hay profesionales sanitarios que trabajan desde los centros de salud de cada barrio o municipio, todos ellos con un papel fundamental en el cuidado de la salud de las personas, ahora y siempre. Tampoco están muy presentes en el imaginario colectivo los profesionales sanitarios que trabajan en los servicios de salud pública: los sanitarios de la salud pública suelen utilizar, más que la bata, la “bota” (recorren sus comunidades, están en contacto con su población). Son fundamentales para controlar la propagación de cualquier brote y atienden silenciosamente muchos otros aspectos que influyen sobre nuestra salud, de forma continua y a lo largo de todo el año. Son imprescindibles para el cuidado de la salud de la comunidad, y en esta pandemia han sido igualmente esenciales, pero, en general, son menos conocidos y reconocidos.
—¿Y podremos sacar alguna conclusión tras ella?
—Aún nos falta bastante para dejarla atrás, pero creo que podemos ya aventurar algunas enseñanzas. La primera es lo importante (vital, literalmente), que es tener un sistema de salud público, universal, resiliente. Algo parecido a lo que tenemos, pero fortalecido, con mejores condiciones de trabajo para todos los profesionales que lo hacen posible, en todos sus niveles (hospitales, centros de salud, servicios de salud pública). Esperemos que nuestros gobernantes no lo olviden nunca. También es posible que recuperemos algo de nuestro ser colectivo: a pesar de estar encerrados en casa, creo que hemos tenido buenas oportunidades para pensar en los demás, para charlar o ayudar a esos vecinos anónimos con los que nunca hemos intercambiado una palabra. Por otra parte, aunque algunos tenemos suerte y podremos pasar esta crisis sin grandes dificultades, también espero que seamos más conscientes de que hay muchas otras personas cerca de nosotros que necesitan ayuda, y, por tanto, que dispongamos de políticas sociales y económicas que velen por los más desfavorecidos, algo que no siempre ha sido así, y desde luego no fue así en la reciente crisis económica. Y quizás lo más importante: deberíamos también aprender a ser menos arrogantes, en todos los sentidos: somos vulnerables, no tenemos soluciones para todo. Cualquier azaroso intercambio de microorganismos entre un animal y un humano en un lejanísimo país oriental puede poner en jaque a todo el planeta. O no tan azaroso, porque sabemos que la probabilidad de que ocurran enfermedades como la Covid-19 (las llamadas zoonosis, enfermedades que pasan de los animales a las personas) está aumentando como consecuencia de nuestro comportamiento en relación con el entorno natural en el que vivimos. Ojalá nos pille mejor preparados la siguiente, pero mientras tanto deberíamos cuidar y respetar muchísimo más nuestro medio ambiente y al resto de especies con las que convivimos, aunque sea sólo por motivos puramente egoístas (nuestra propia supervivencia). No me quiero poner agorera, pero las resistencias de los microorganismos a los antibióticos (que se debe a muchas causas, pero entre ellas al empleo masivo de antibióticos en la industria de producción animal), o el cambio climático (perfectamente caracterizado y conocido por la ciencia, desde hace ya bastantes años) son amenazas globales para la salud humana también a la vuelta de la esquina. O incluso más cerca…
—En la web del CISAL leo que es autora o editora de numerosos libros e informes científicos, y que ha participado en más de 30 ediciones de los seminarios “Cómo escribir un artículo científico”, de la Fundación Dr. Antonio Esteve. ¿Cómo, a grandes rasgos, se debe escribir un artículo o un libro científico? ¿Hasta qué punto deben ser comprensibles para los profanos?
—Bueno, el lenguaje científico puede resultar algo críptico cuando se usa entre científicos, en libros o artículos especializados. Pero yo tengo el convencimiento de que todo se puede explicar en términos comprensibles para cualquier ser racional. Esto es algo que practico continuamente, en las clases, en las conferencias, en las conversaciones informales. También algunos organismos científicos (por ejemplo, la Cochrane Library, una plataforma que recopila la mejor evidencia disponible en el campo de las ciencias de la salud) incluyen entre la información que proporcionan versiones “amables” de los estudios científicos para que sean comprensibles para todo el mundo. Pero sí, quizás en la escritura científica se tiende a abusar de jergas exclusivas, en algunos casos no muy justificadamente.
— Doctora García, Zenda es, ante todo, una revista literaria. Permítame hacerle un breve cuestionario sobre libros y autores. ¿Cuál es el primer libro que recuerda haber leído?
—Pues no lo recuerdo. Envidiaría a la gente capaz de hacerlo, pero no es mi caso. Si acaso me acuerdo de algunos autores favoritos durante la infancia: Enid Blyton, Jack London, Julio Verne, Emilio Salgari… Hace poco me reencontré con Selma Lagerlöf, también leída de niña, con su fantástico Viaje de Nils Holgersson, y reconocía emociones por las que ya había pasado hace mucho tiempo. Lo disfruté mucho.
—¿Algún libro que alimentara su vocación científica?
—No sé si fue causa o ya consecuencia, pero lo primero que me ha venido a la cabeza es un libro que utilicé mucho también de niña, un libro de cocina bajo el título Experimentos científicos que se pueden comer (de Vicki Cobb), con estupendas ilustraciones. Me temo que su carácter literario es más bien limitado, pero libro es. Y también alimentaba.
—¿Algún libro o autor que le haya quitado el sueño?
—La verdad es que me gusta también leer siempre antes de dormir, y es el sueño el que termina ganando. Lo que es seguro es que cada vez que abro un libro, por ejemplo, de Faulkner, de Dostoyevski, de Bernhard o de Camus, sé que voy a pasar muy buenos momentos, aunque siga durmiendo a mis horas.
—¿Algún libro o autor que deteste?
—A los libros y autores que no me gustan no les doy tiempo a generar ese tipo de pasiones. Los abandono, hay muchos otros esperando.
—Dígame algún personaje literario del que se haya enamorado.
—Bueno, volviendo a la infancia, sin duda estaba enamorada de Sandokán. Pero pronto pasé a enamorarme de personas más reales.
—Dígame uno al que haya querido matar entre terribles sufrimientos.
—Tampoco identifico fácilmente a ninguno… Posiblemente, aparte de por mi memoria un poco enclenque, también porque los buenos escritores crean buenos personajes, que suelen tener luces y sombras, como nosotros mismos. Así que es inevitable cogerles también a todos, incluso a los más malvados, un poco de cariño. Un ejemplo paradigmático es Mr. Hyde: si lo matas por todas sus fechorías, acabas también con el benévolo Dr. Jekyll. Esta novelita de Stevenson es verdaderamente una obra maestra, una de las relecturas recientes que más me ha impactado.
—¿Qué libro está leyendo ahora?
—Pues sigo con los clásicos. Ahora mismo estoy con La montaña mágica, de Thomas Mann. No lo había leído antes (y considero que es una suerte tener tanto y tan bueno todavía por leer). Me parece tremendamente divertida, lo estoy pasando muy bien.
—Y finalmente, ¿ha encontrado en los libros alguna verdad fundamental?
—Conocimiento, reconocimiento, empatía, compañía, alegría, parsimonia, consuelo, aventura, descubrimiento, provocación… Todo lo que necesitamos para seguir vivos.
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