Fascinado desde muy joven por la cultura japonesa, el escritor argentino Andrés Neuman esperó durante años la ocasión para escribir un libro relacionado con Japón, pero no encontraba el motivo ni sucedía nada impactante. Hasta que tuvo lugar el terremoto del 11 de marzo de 2011, el más fuerte sufrido por este país, seguido de un tsunami y de un grave accidente en la central nuclear de Fukushima. Aquello fue el detonante de Fractura, una ambiciosa y compleja novela en la que este escritor de patria difusa (desde los 14 años vive en España) toma Japón “como punto de partida simbólico” para reflexionar sobre la forma en que cada sociedad recuerda —y olvida— sus propias catástrofes y la repercusión que la mayoría de las tragedias tienen en el resto del mundo, aunque ocurran en una zona concreta.
“Ya lo dijo el poeta polaco Czesław Miłosz: Si algo existe en un lugar, existirá en todos. Ese es el modo en el que se contagia, se transmite y se irradia todo lo importante, todo lo hermoso y todo lo atroz que produce la humanidad”, afirma Neuman (Buenos Aires, 1977) en una entrevista con Zenda a propósito de la publicación de su nueva novela, en la que habla del “enorme problema de los recursos energéticos, el gran tema político pendiente de nuestro tiempo”, y cuestiona la energía atómica, que es “esencialmente antidemocrática porque se basa en el monopolio, el oscurantismo y el arrasamiento de recursos naturales propios y, muchas veces, de países vecinos”.
Pero Fractura, publicada por Alfaguara, no se queda solo en el debate energético. Es, además, una novela sobre las distintas maneras de afrontar la memoria histórica, “el juego de olvidos y recuerdos que cada país desarrolla con respecto a sus propios traumas”, señala Neuman, que también profundiza en Fractura sobre el sentimiento de culpa que con frecuencia tienen las no-víctimas de una tragedia, de una guerra, de una dictadura.
Ese sentimiento marca en parte la vida del protagonista de la novela, Yoshie Watanabe, superviviente de la bomba atómica de Hiroshima y, en cierto modo, de la de Nagasaki, su ciudad natal. La mañana del 6 de agosto de 1945, Watanabe caminaba con su padre por Hiroshima cuando un avión estadounidense descargó una bomba de uranio. El padre murió y el niño, de diez años, se salvó quizá porque lo protegió un pequeño muro. Tras la bomba, escribe Neuman, “de la ciudad quedaba el hueco. Su plano borrado. Hiroshima era una cicatriz del tamaño de Hiroshima”.
Yoshie fue incluido en la lista de pasajeros de un tren que debía llevarlo a Nagasaki, pero el agotamiento lo venció, se quedó dormido y llegó tarde a la estación. El 9 de agosto, tras la bomba de plutonio que arrasó Nagasaki, muchos de los pasajeros de aquel tren morirían en esta ciudad junto con decenas de miles de personas, entre ellas la madre y las hermanas de Watanabe, que se convirtió en un hibakusha, término japonés que designa a los superviviente de las bombas.
Desde entonces, Watanabe evita hablar de aquella traumática experiencia —“cualquier palabra le parecía hueca”—, y se pasará la vida cambiando de país, de culturas, de lenguas y de amores. Lo único que retenía de la tragedia atómica, “con salvaje claridad”, era “el temor, el daño, el rencor, la vergüenza”. En esa fuga constante que emprende, el protagonista de Fractura vivirá en el París de finales de los sesenta, en la politizada Nueva York de la guerra de Vietnam, en el Buenos Aires de la década de los ochenta y en el Madrid de los noventa. Las cuatro mujeres que amó en esos lugares contarán mediante otros tantos monólogos su relación con Watanabe.
Tras la jubilación, el señor Watanabe regresa a Tokio, y el accidente de la central nuclear de Fukushima lo llevará a enfrentarse a su pasado.
“Toda la novela es un artefacto de extranjerías y de extrañeza con respecto al propio origen, como si los personajes nunca encontrasen su propio lugar o se dieran cuenta de que el lugar más extraño de todos es su propia casa”, asegura este poeta, novelista, cuentista, traductor, articulista y bloguero cuya obra está traducida a una veintena de idiomas. Es autor de novelas como Bariloche, Una vez Argentina, El viajero del siglo (Premio Alfaguara de novela y Premio de la Crítica; finalista del Premio Rómulo Gallegos y shortlist del International IMPAC Dublin Literary Award) y Hablar solos, nominada al Best Translated Book Award y al Oxford-Weidenfeld Translation Prize, entre otros galardones.
Ha publicado poemarios como El jugador de billar, Mística abajo y Vivir de oído, y los libros de cuentos El que espera, El último minuto, Alumbramiento y Hacerse el muerto, además de un singular diccionario satírico, Barbarismos, al que pertenece esta definición de novelista: individuo capaz de recrear todos los sentimientos humanos e incapaz de tolerar ninguno de ellos, y esta otra de argentino: ciudadano convencido de que sus conocimientos son fatalmente superiores a los del prójimo.
Andrés Neuman responde las preguntas de Zenda, en la sede del grupo Penguin Random House:
En Fractura combinas con maestría el tono poético, el humor y la ironía. ¿Esa mezcla te permite aligerar la gravedad de algunos de los temas que planteas y la tristeza y el dolor que impregnan los recuerdos de Watanabe?
La mezcla de tonos y registros es casi un recurso instintivo que tengo, no ya para escribir, sino para la vida en general. Cuanto más oscura y trágica es la materia que uno va a tratar, más me surge la ironía y el humor como mecanismo de supervivencia, no como ligereza, no para endulzar. El humor como herramienta cultural y emocional se inventó para afrontar lo terrible, por supuesto. El humor negro es el humor por antonomasia, hay cosas que no se pueden decir si no es con humor.
Como esta novela tiene en parte temas de cierta conflictividad económica o política, como puede ser el de la energía nuclear y, desde el punto de vista más histórico, las consecuencias de las bombas atómicas, inmediatamente me surgió la necesidad de construir un tono de humor irónico y también una serie de historias de amor que van de algún modo formando una costra alrededor de ese núcleo terrible. Y veo que, casi sin proponérmelo, termino cayendo en la tragicomedia, que parece ser mi género predilecto. Lo que no es tragicómico no me lo creo. Lo que es cómico de forma constante empieza a resultarme sospechoso, desconfío. Y cuando alguien utiliza el tono grave y elevado todo el rato, siento que no está sabiendo sobreponerse, que no está sabiendo qué hacer con eso.
¿Por qué eliges Japón como punto de partida de tu novela?
A mí siempre me han fascinado la literatura y el cine japonés. Japón, en su lejanía para los occidentales, favorece una extraña y sesgada familiaridad que tenemos con una parte de su poesía, de su filosofía zen, de su cinematografía, desde Yasujiro Ozu a Akira Kurosawa. También hay novelistas extraordinarios japoneses, desde clásicos como Yukio Mishima hasta contemporáneos más comerciales como pueda ser Haruki Murakami.
Todo eso estaba latente en mí y hacía más de veinte años que estaba esperando la ocasión de poder trabajarlo, pero tenía que pasar algo que me impactara. Ese algo fue el 11 de marzo de 2011, cuando tuvo lugar el terremoto y el accidente en la central de Fukushima.
Cuando vimos el hongo nuclear, muchos nos hicimos esta pregunta o una parecida: ¿cómo puede estar pasando esto en Japón?, ¿cómo puede haber una nube nuclear otra vez en Japón, el único país habitado que ha sufrido las bombas atómicas? Ningún otro país ha recibido ese castigo.
Y, sobre todo, ¿qué es lo que lleva a tantos países y a tantas sociedades a construir su futuro sobre aquello que los destruye? Ese era un poco el punto de partida.
Yoshie Watanabe podría figurar entre tus mejores personajes de ficción. ¿En quién está inspirado este hombre solitario, coleccionista de banjos, que evita hablar de sus traumas y de las cicatrices que la bomba atómica dejó en su cuerpo?
Me interesa mucho la historia de los hibakusha. Hay unas pocas decenas de casos que las autoridades reconocieron como víctimas documentadas de las bombas del 6 de agosto en Hiroshima y del 9 de agosto en Nagasaki. ¡No me digas que no es la peor suerte del mundo, o la mejor suerte del mundo, sobrevivir a ambas en una misma semana! Entonces, uno de los casos más fascinantes es el de Tsutomu Yamaguchi, que vivió casi cien años. Y yo me preguntaba: ¿cómo será la conciencia mortal de alguien que ha visto morir a todo el mundo a su alrededor —y dos veces, además— y él no consigue morir? ¿Qué clase de relación con la mortalidad desarrolla ese individuo o en qué clase de espectro se convierte? Me fascinaban esas preguntas, y el señor Watanabe, en cierto modo, está muy libremente inspirado en esos casos.
Decidí ponerle ese apellido porque en Japón es muy corriente, pero, a la vez, en homenaje al poeta peruano José Watanabe, uno de mis preferidos.
En tu libro reflexionas sobre las políticas energéticas y sobre la oscuridad que rodea todo lo relacionado con la energía nuclear
El accidente de Fukushima puso en marcha un mecanismo de introspección nuclear en cada país, porque durante los días y semanas siguientes todo el mundo se puso a revisar sus plantas nucleares. Y creo que eso se sumó a un debate más general, que es el que a mí más me interesa: el enorme problema político de los recursos energéticos en general. Creo que el gran tema político pendiente de nuestro tiempo es el de la energía. Súmale a todo esto que en 2011 estábamos en el 25 aniversario de Chernóbil. Entonces, todo eso me hizo pensar este tema con la misma fluidez con que circula la energía, porque este tema no es ni japonés ni español o argentino. Este tema es como el agua y el aire. El accidente de Chernóbil se produjo en Ucrania y el país más afectado fue Bielorrusia. Las catástrofes ecológicas no tienen patria porque pueden suceder en un sitio y afectar a otros muchos.
Por otro lado, siempre me ha interesado mucho investigar y poetizar los territorios extranjeros como punto de referencia para repensar la propia identidad, siempre me ha parecido que, más que insistir en lo que creemos que somos, es interesante imaginar lo que podríamos ser o lo que todavía no somos, ese componente de alterar la identidad que tiene la ficción.
Y, claro, es un poco triste que vivamos dividiendo tragedias que se parecen, según su nacionalidad. Entonces me pareció que la cuestión requería algún tipo de ejercicio de expansión narrativa, que pudiera permitirme tomar Japón simplemente como punto de partida simbólico y extenderlo a distintos territorios.
Así, me fui imaginando la novela bajo la forma de círculos concéntricos, tomando como modelo los mapas de las zonas de exclusión de cualquier tragedia ecológica, que se van ampliando poco a poco, digamos que para no darnos un susto. Y es ahí cuando yo pensé que las ondas expansivas son como las de un terremoto. Tenemos un epicentro, creemos que algo sucede en un sitio determinado, por ejemplo, en Indonesia, en Haití, en Japón o en Chile, sitios todos ellos lejanos. Y, de pronto, el tema va irradiando y cuando te das cuenta te está ocurriendo a ti.
¿Watanabe podría ser un símbolo de toda esa gente que sobrevive a guerras, a holocaustos, a tragedias inmensas?
Es un anfibio, porque a Yoshie Watanabe, a diferencia de otros ibakusha, no le caen las dos bombas. De una se salva, y en la otra no está. Entonces, es un anfibio no solo porque está entre vivo y muerto, sino porque de una de las bombas es una víctima tradicional y de la otra es una no-víctima, tiene la culpa de no haber estado allí. Y a mí me interesaba desarrollar este otro lado, ver qué se hace con esa culpa.
Y, claro, que él viaje a distintos países por motivos de trabajo me sirvió para reflexionar sobre el juego de olvidos y recuerdos que cada país desarrolla con respecto a sus propios traumas.
En Fractura hay cuatro monólogos protagonizados por las mujeres que amaron a Watanabe: la francesa Violet, la estadounidense Lorrie, la porteña Mariela y la madrileña Carmen. En estas dos últimas resuenan distintas formas de hablar el español, distintos acentos.
La lengua no solo sirve para definir identidades, también sirve para tomar conciencia de la propia extranjería. A mí me ha tocado, en mitad de la infancia, aprender a hablar de nuevo mi lengua materna. Yo llegué a España con una manera de nombrar la realidad diferente, con un sistema de giros y un repertorio léxico muy diferentes.
Ahí me di cuenta de que mi lengua materna iba a ser extraña para siempre, y que eso me iba a traer dolores de cabeza y angustias personales, pero también iba a ser jugoso desde el punto de vista literario. Y hasta el día de hoy siempre me siento en tensión cuando hablo mi lengua, nunca me relajo, porque cada palabra que voy a pronunciar automáticamente pienso: ¿cómo se dice en Latinoamérica, esto es del Caribe o es del sur?
Esta novela me permitió hacer algo muy divertido, desde el punto de vista del estilo, aunque me llevó mucho tiempo, que es que los monólogos de las cuatro mujeres están escritos en cuatro castellanos diferentes. La primera, la francesa Violet, he procurado que sonase un poco como traducida del francés, incluso a veces al borde del galicismo. El segundo personaje, la periodista norteamericana, lo mismo pero con el inglés, y luego ya llegamos a Mariela y a Carmen, con sus dos formas diferentes de hablar el español.
Y hay también una quinta voz, la del narrador omnisciente, que es un poco fronteriza, no se sabe desde dónde está hablada, y eso hizo que me plantease cinco veces el tema de la lengua.
En Fractura reflejas distintas maneras de afrontar la memoria histórica, y ese es un problema que nos afecta a todos. Mariela, la argentina, hablaba con su terapeuta sobre las familias que prefieren olvidar un genocidio en su país.
La terapeuta de Mariela cree que, mientras está pasando algo tan horrible como un genocidio, una dictadura o una guerra, no se puede hablar de ello porque está sucediendo y es un momento demasiado sangriento para plantear ciertas cosas. La siguiente excusa para el silencio es que, si estamos reconstruyendo el país o haciendo la transición, no es el momento de la verdad, y, cuando ya ha terminado esa transición, te dicen: «Pero si eso pasó hace ya cincuenta años»… Ante eso, la terapeuta dice que estamos programados generacionalmente para que nunca sea el momento de hablar del trauma.
Por su parte, Carmen, la española, piensa que hurgar en la herida hace más daño, y que lo pasado, pasado está. Lo argumenta muy bien y es una postura que una parte de la sociedad española sigue teniendo. Y yo quería que uno de los personajes defendiese esa postura con seriedad porque no me interesan las posturas fáciles o demagógicas o políticamente correctas. Me interesa la discusión y el conflicto.
Otro de los personajes, la francesa, no está segura de si desde el presente se puede entender el pasado. La norteamericana es especialista en investigar el pasado, en traducirlo. Son formas distintas de vivir, de recordar y de ser ciudadanos. Me interesaba no solo escribir sobre cuatro mujeres distintas en su estructura emocional, en su carácter y en su cultura, sino también en su forma de afrontar eso que llamamos memoria histórica para que lo que quedase fuera el contraste, no una respuesta consoladora, cómoda, a partir de la cual no hay que discutir. Si una respuesta cierra la discusión y no la abre, no me interesa para la literatura.
A Watanabe le encantaba el kintsugi, el arte japonés de reparar la cerámica realzando sus grietas con oro o metales preciosos. ¿Qué papel desempeña este antiguo arte en la novela?
El kintsugi me terminó de japonizar, porque este antiguo arte permite ayudarnos a abolir la falsa dicotomía entre mirar atrás y seguir adelante. Cada objeto del kintsugi ha sido reparado para seguir adelante y se convierte a la vez en una máquina de recuerdos. El objeto reparado es más valioso que antes, es la belleza que ha sobrevivido. Pero la finalidad de esa técnica no es el museo, la nostalgia. Se repara para que vuelva a ser útil. A mí me gusta pensar que Fractura es como un libro que intenta llevar a la práctica narrativa las consecuencias tanto íntimas y personales como políticas e históricas que tendría la idea, la lógica del kintsugi.
Watanabe no quería hablar de lo que le pasó de niño y cambió varias veces de país, en teoría porque su trabajo se lo exigía, pero, en el fondo, lo que hacía era huir de su pasado. ¿Era su forma de sobrevivir?
Sí, tenía una pulsión fugitiva. Yo creo que era una forma de sobrevivir. Él termina entregándose fanáticamente a un trabajo que sabe que le va a permitir salir huyendo de vez en cuando y empezar de nuevo cada vez que se mudara o iniciara una convivencia con alguien diferente. Al cambiar de país tenemos la fantasía de reinaugurar nuestra identidad.
Pero lo fascinante para mí de haber narrado la vida entera de este personaje, desde niño hasta la vejez, es que me permitía hacer un seguimiento de cómo va evolucionando la vida de una misma persona. Igual que un país va cambiando de postura respecto de un mismo problema. No es la misma memoria histórica la que Argentina tenía nada más terminar la dictadura, con Alfonsín, que hizo los juicios. Luego durante los noventa hubo indultos y se decretó el olvido y, en la década siguiente, se reabrieron los juicios y se abolieron esas mismas amnistías que se habían promulgado. Es decir, vemos cómo los países avanzan y retroceden, y se contradicen a sí mismos. Y las personas también.
Entonces, Watanabe tiene un período de su vida en el que prefiere no hablar de su pasado porque siente que eso lo estigmatiza, lo oprime y lo convierte en víctima. Y eso está muy estudiado en los ensayos sobre las víctimas. Luego pasa por otras etapas en que lo primero que cuenta es esto, antes de seguir intimando con esa persona, y luego se cansa de eso y vuelve al silencio. También siente que necesita realizar los viajes que no hizo de niño.
Además, me interesaba hacer otro seguimiento, el de cómo vamos cambiando de modelo de amor y de forma de establecer parejas a lo largo del tiempo. Narrar desde su primer amor adolescente e idealizante en París hasta el amor otoñal, pasando por la primera convivencia, la primera ruptura, el primer divorcio… Y vas viendo cómo Watanabe no es la misma persona según el lugar donde está y según quién lo recuerde.
Tras el accidente de Fukushima, Watanabe decide viajar hasta los pueblos cercanos a la zona de exclusión de la central de Fukushima. El final de la novela se presta a diferentes interpretaciones.
Watanabe no quiso regresar al lugar de los hechos de joven, sino que, al contrario, se alejó lo más que pudo, y de pronto, ya de mayor, se da cuenta de que es demasiado tarde para ir a Hiroshima y a Nagasaki. ¿Cuál es el lugar del que todo el mundo está desertando ahora?, se pregunta él. Obviamente, los alrededores de Fukushima. Entonces coge un coche y hace una especie de road trip al revés, que consiste no en huir del lugar radiactivo sino en acercarse. Es una especie de rebobinado de su propia vida, pero también es algo que me encantó investigar, ver cómo vivieron todos los pueblos que estaban alrededor de la zona de exclusión. Lo interesante son de nuevo esas zonas fronterizas, con sus pobladores anfibios, que no estaban obligados a irse porque estaban fuera de la zona de exclusión, pero de la que voluntaria o inducidamente por las autoridades se fue casi todo el mundo y se convirtieron en pueblos fantasmas.
Watanabe se va encontrando con los que decidieron quedarse y, de algún modo, siente que encuentra una especie de familia nueva, que es la estirpe de los últimos.
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