Quizá sea cosa del cierzo. Ese frío seco y helador, esa bofetada invisible, que dejó tiritando al romano Catón, y que sigue azotando con la misma ferocidad tantos siglos después a los habitantes de «la novia del viento». Puede que esa conjunción entre el anticiclón del Cantábrico y la borrasca del Mediterráneo, además de un viento gélido, genere una fuerza creativa, como ocurre en Granada —según Antonio Arias, en la ciudad andaluza eso pasa porque «el cuerpo pesa menos»—. Esa inspiradora energía eólica pudo ser la musa de las canciones de El Niño Gusano. Una vez leí que el cantante de esa banda, Sergio Algora, era «el mejor amigo de todo el mundo». Andrés Pérez Perruca —compañero en el grupo— lo confirma en su libro, Vida de un pollo blanquecino de piel fina (Jekyll & Jill), una colección de relatos inspirados en los temas de una de los conjuntos más míticos de la música independiente española. Ésta es una obra impactante por muchas razones: el trabajo descomunal de su editor, Víctor Gomollón, que ha realizado una exquisita labor de orfebre, con recortables incluidos; la equilibrada mezcla de humor y ternura en los cuentos que completan este volumen; y su exagerada faja, que ocupa el 80 % de la portada, con su Cara A —en la que los prescriptores se despachan a gusto con Perruca: «Aquí se habla de mierdas que no interesan a nadie» (Nacho Vegas) — y una Cara B en la que le declaran su amor, a él y a su obra —»Perruca es admirable como escritor y como persona» (Sergio del Molino)—. Andrés Pérez Perruca fue músico a pesar de no serlo —como baterista en El Niño Gusano, Tachenko, Bigott y The Secret Society—, y ahora es escritor porque siempre lo ha sido.
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—864 páginas, 500 notas al pie, 1262 grupos musicales. Casi ná.
—La verdad es que son unas cifras apabullantes. Es algo que hemos visto después; no hemos ido a buscarlas. Al terminar, cuando estábamos con las correcciones, en busca de posibles erratas, nos dimos cuenta de que había esas 1262 referencias musicales: de Rafael a los Jam pasando por los Smiths. Víctor Gomollón, el editor de Jekyll & Jill, que se ha encargado personalmente de la edición de este libro, me escribió una madrugada y me comentó: «Qué pirado que estás con las notas a pie de página». Y yo le contesté que ya sabía que eran muchas, y Víctor me contestó: «¡Hay 500 notas a pie de página!». Había 500 exactas. Y respecto a las páginas, 864 son muchas, pero en mayo y junio todavía estábamos recortando pliegos…
—¿Vida de un pollo blanquecino de piel fina es una biografía de El Niño Gusano, un libro de memorias o uno de relatos? Yo voto por la tercera opción.
—Yo también me inclino por la tercera. Los 67 capítulos del libro corresponden a las 67 canciones que hicimos El Niño Gusano. Son capítulos autoconclusivos, como si hubiera escrito un disco. El tratamiento de cada capítulo es el mismo que el de una canción: con su ritmo, tiempo, sus instrumentaciones, recursos, chascarrillos… Y al igual que cuando vas a escuchar sólo la canción cuatro de la cara A de un disco, puedes también leer un capítulo de forma independiente; aunque al escuchar ese tema y leer ese fragmento en conjunto con el resto del libro, también tiene un significado distinto, al interrelacionar con el resto. Por eso creo que el libro funciona como un conjunto de cuentos.
—Su libro también se puede entender como un recorrido por la cultura musical alternativa de los 90. Muchas de esas bandas, como Los Planetas, siguen encabezando festivales tantos años después. El Niño Gusano fue también uno de los pioneros del movimiento indie en España. ¿Cómo ve ese fenómeno a día de hoy? ¿Envidia? ¿Nostalgia?
—Lo veo como un fenómeno absolutamente natural. Lo que ha pasado con el indie en España es lo mismo que ocurrió con las bandas de las décadas de los sesenta, setenta y ochenta: algunas se han mantenido, otras pasaron por diversas etapas y hubo muchas que terminaron su carrera. En todos los movimientos musicales hay grupos que aguantan el tirón y otros que desaparecen. Este proceso no lo veo con envidia. Además, en el caso de Los Planetas, compartimos muchos buenos momentos con ellos en los camerinos durante las giras y los festivales. Yo les tengo mucho cariño a Los Planetas y al resto de los grupos de esa época; quizá ellos no digan lo mismo de nosotros. El Niño Gusano éramos bastante troleadores en el sentido de la diversión; siempre estábamos metiéndonos con todo el mundo y a lo mejor les resultábamos un poco pesados con nuestras bromas.
—¿Ha visto la película de Los Planetas?
—No la he visto. No la he visto entera por diversos motivos. La he empezado dos o tres veces y no la he acabado. No puedo dar una opinión sobre ella.
—Le preguntaba por la película porque, al igual que me ha ocurrido con su libro, me pareció un bonito canto a la amistad por encima de todo.
—No he buscado esa historia de amistad, pero estaba ahí. El libro es una promesa a un amigo, Alberto Genzor, al que le dije que lo escribiría. En el primer capítulo me sale ya una verdadera carta de amor a mi amigo Sergio Algora. Él era mi mejor amigo. El Niño Gusano era un grupo muy coral a la hora de componer. Hubo muchas horas de furgoneta, de local de grabación. Todas las bromas que se nos ocurrían luego Sergio las trasladaba a las letras de nuestras canciones. Aquella fue una experiencia vital y de amistad que tuvo repercusiones artísticas. Éramos un grupo de amigos empeñados en pasarlo lo mejor posible y buscar la sorpresa continua a la hora de componer canciones o de disfrutar de una tarde de lunes. La amistad está intrínseca en el espíritu del libro como lo estaba en el El Niño Gusano. Y con Los Planetas pasó lo mismo.
—¿Cómo era Sergio Algora?
—Sergio Algora era maravilloso. Él entraba en una habitación y cambiaba la luz; era un tipo fantástico. Algora sacaba lo mejor de ti. Si alguien estaba de mal humor, cuando estaba con Sergio se ponía a reír.
—Por su libro también aparece Félix Romeo.
—Félix era un tipazo. Un escritor maravilloso y un ser humano fantástico. No era tan explosivo como Sergio, pero compartía con él esa facilidad para sacar la mejor versión de todo el mundo. Félix era un gran escritor que hablaba con pasión de lo que escribían los demás. Siempre estaba apoyando y animando a escribir al resto de la gente. Félix Romeo no se daba ninguna importancia, pero él era el mejor de su generación.
—Pocos autores pueden presumir de una faja, y de una antifaja o contrafaja, como la de Vida de un pollo blanquecino de piel fina. A mí me ha gustado mucho la frase de Aloma: «Mi libro es más corto y se entiende».
—Sí. (Risas) Aloma tenía que estar ahí. Son muchos los que han colaborado, por amistad y por hacer la broma. A mí me da mucha rabia que las fajas suelen ser muy feas, siempre dicen que ese libro es el mejor del año, el mejor del mundo, y están hechas en un material con el que es fácil que te cortes. Mi idea desde siempre era hacer una en papel bueno, que fuera la mega antifaja. Y creo que lo hemos conseguido. Que yo sepa, la mía es la faja más grande que se ha puesto en un libro en España.
—Nunca vi una más grande.
—Y con críticas negativas. (Risas) Lo que pasó es que muchas de las personas que participaron, como Agustín Fernández Mallo, Rodrigo Fresán, Laura Fernández o Elisa Victoria —que resultó ser una gran fan de El Niño Gusano—, me dijeron que querían escribir algo bueno del libro. Y ahí se nos ocurrió poner la Cara A, en la portada, con las críticas negativas, y la Cara B, en la contra, con las positivas.
—Quizá con alguno de ellos le ha surgido la duda de saber qué era lo que realmente pensaban de verdad del libro: ¿es cierta la frase de la Cara A o la de la Cara B?
—No. (Ríe) No. Los que entraron en el juego estaban muy convencidos. Ellos lo tenían muy claro. Hubo otras personas que no lo terminaban de ver y no participaron.
—Cuando leía Vida de un pollo blanquecino de piel fina me vinieron a la cabeza Chesterton y Pynchon.
—Puede ser. Chesterton es un autor que me encanta y que he leído mucho, y eso es algo que de alguna forma asimilas y acaba saliendo cuando escribes un libro. Pero Pynchon apenas lo he leído; es una de mis asignaturas pendientes literarias. Y esto es algo que me ha dicho más gente. Puede que haya una conexión, pero no sé cuál es.
—Yo creo que sí lo sé. Cuando entrevisté a Sara Barquinero, de Zaragoza como usted, que ha escrito otro libro de 800 páginas, también como usted, y le pregunté por la influencia de Pynchon en su obra, me contestó lo mismo: que no lo la leído mucho y tiene una deuda con él… La conexión tiene que ser el cierzo…
—Sí. (Risas) La conexión tiene que ser el cierzo.
—Llegados a este punto de la entrevista, explique lo de que «la jota es el grito de los aragoneses que no follan».
—¡Ojo! Esta anécdota que sale en el libro es real. Deformada por la memoria, pero es real. La tengo apuntada. Siempre iba con papeles en el bolsillo para apuntar. Lo hacía en los festivales para acordarme de los grupos que habían tocado. Y luego tomaba notas que me han servido para la escritura enciclopédica de este libro. Lo de la jota es de Manolo, del bar El Bonanza, que ahora lleva su hijo, que se llama como él. Manolo padre, que ya falleció, era un tipo tremendo. Un día llegó un periodista al local y se empezó a hablar sobre el significado de la jota. Había mucha gente dándose el pisto. Al final de la conversación, Manolo dijo eso de que «la jota es el grito de los aragoneses que no follan». Me hizo mucha gracia y me lo guardé, y lo incorporé al libro porque me parece un buen homenaje a Manolo y al Bonanza. A mí la jota no me gusta especialmente, pero sé que es una pasión para muchos amigos y familiares. Como representación localista y nacionalista, prefiero el fútbol: el Real Zaragoza.
—El Niño Gusano termina, y comienza La Costa Brava, pero usted no está allí como músico, aunque sí como road manager, además de participar en el primer disco de Tachenko.
—Yo me había venido a Madrid y había unas divergencias amistosas sobre cómo encarar las cosas. Además, la sombra del Gusano era muy alargada. Me fui de road manager con La Costa Brava una temporada, pero fundamentalmente para estar con mis amigos, como hablamos antes. Aunque yo no tocaba, eso era lo más parecido a estar de gira.
—Y de músico a programador cultural en Zona de Obras, Casa de América y ahora en Fundación Telefónica. ¿Qué es más duro?
—Ser programador cultural es un trabajo muy bonito, pero mucho más complicado de lo que piensa la gente. La principal diferencia es que, para bien o para mal, al final de mes sabes lo que cobras. (Risas) Eso no pasa con la música. Si te dedicas al mundo artístico, por muy bien que te vaya una temporada, nunca sabes qué va a ocurrir en el futuro. Aunque sólo sea por ese tema, ser músico es más duro.
—Volvemos a la nostalgia. ¿No siente unas ganas locas de subirse a un escenario cuando va a un concierto?
—Sí que me pasa. Hay una especie de envidia sana. De hecho, me pasa en sueños, toco la batería en sueños con los Gusanos. Después de mucho tiempo, he vuelto a tocar en un concierto con Francisco Nixon. Estoy muy oxidado, pero me lo pasé en grande.
—Después de escribir 800 páginas, ¿cómo va a llenar ese vacío?
—No me sobra tiempo para tener un vacío. Yo he escrito siempre, y sigo escribiendo. Habrá cosas que no se conviertan en nada y otras, las que tengan más pie y cabeza, llegarán a ser algo. No he sentido un vacío, he experimentado un alivio, porque terminar este libro era una necesidad vital. Y lo mejor es comprobar la recepción que está teniendo, que yo no me esperaba. Mi objetivo era publicarlo, y hacerlo en una editorial como Jekyll & Jill ha sido increíble. Y también lo ha sido que Rodrigo Fresán se haya leído la versión inicial de 1.500 páginas y te diga que eso que has escrito es bueno.
—Aunque diga que sólo sigue escribiendo en cuadernos, usted es baterista y es pragmático, va a ritmo, no se pierde en florituras como los guitarristas. ¿Cuál es su próximo proyecto de escritura?
—Tengo varios. Hay una cosa medio empezada… Espera. No puedo decirlo, que a lo mejor los gafo. Bueno… Hay uno que sí puedo contar. El otro día, en una presentación con Miqui Otero, Víctor Gomollón me decía en broma: «Bueno. Ya tenemos éste. ¿Y ahora qué?». Y le dije: «Pues mira, Víctor, se me ocurre juntar, sin ningún contexto, los primeros capítulos de ocho libros que tengo empezados». Víctor me miró y me respondió: «No sé si me parece una genialidad o si estoy muy asustado».
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