Andrés Suárez (Ferrol, 1983) empezó a escribir su segundo libro a finales de 2019. En realidad, A través de los ojos (Aguilar, 2021) iba a ser —y, en realidad, es— un ejercicio verbal de empatía. El cantautor se dispuso a contar, siempre con permiso, las historias reales de aquellas personas que, por ejemplo, se casaron o superaron un cáncer escuchando sus canciones. Ocurrió que, en pleno proceso literario, la covid-19 hizo acto de presencia y quebró las rodillas del mundo. Por eso, esta criatura de ciento cincuenta y pico páginas también está bajo la sombra terrible de la nube negra pandémica.
Además, A través de los ojos es un homenaje a la familia, a la tierra y a los amigos; un bofetón a los políticos inútiles y a los villanos virtuales, y un enfrentamiento franco, socarrón y libre de egolatría —cosa que se agradece— con el tipo que refleja el espejo cuando uno se mira en él. Con motivo de esta publicación, Zenda conversa con Suárez en un día neurótico y trepidante, pocas horas después del anuncio de la moción de censura en la Región de Murcia y de la convocatoria de elecciones en la Comunidad de Madrid.
—Andrés, ¿se mira demasiado la paja en el ojo del hermano sin ver la viga que hay en el propio?
—Casi siempre. O, al menos, eso vemos en los programas de sobremesa de este país desde hace demasiados años. Tanto, que ocupan más tiempo que horas en bibliotecas y en cafeterías con libros. Creo que es demasiado difícil mirarse al espejo. Es durísimo mirarse al espejo. Sin ir más lejos, escribiendo libros, creo que soy un poco intruso: mi profesión es la de escribir canciones. Cada cuatro años, mi amigo Gonzalo Albert, que también es mi editor, me anima a escribir un libro. Comenzó el maestro Víctor Manuel, cuando escribí el prólogo de sus memorias. Me decía: “¡Escribe un libro!”. Y yo: “Hostia, tío, yo soy escritor de canciones”. Y me dice: “Es lo mismo, pero sin el límite temporal de los tres-cuatro minutos que dura una canción”. Menos “Pedrá”, de Extremoduro, que dura 35 (risas). El caso es que yo, cuando canto en un teatro, ya sea en un escenario prepandémico o postpandémico, están los ojos, la mirada del público. Si veo a alguien ruborizarse, me está calando; si veo a alguien llorar, o que se descojona de la risa: no es más que tu propio reflejo. Y eso da un miedo… Impone. A veces, la gente lo que pide es: “Apaga la luz, no quiero ver al público”. ¡Qué cobarde! ¡Enciende la luz, aguanta la mirada a la gente! En este libro, me aguanté la mirada, y fue difícil conseguirlo.
—Si me permite la metáfora, ¿cuál sería el principal problema oftalmológico de nuestros días: exceso de legañas, miopía, ceguera…?
—El ruido ocular. La falta de silencio. Los ojos silentes son importantísimos también. Ya nadie está en silencio. Yo, cuando entraba en una biblioteca, me callaba la puta boca porque iba a aprender. Cuando hablaban los maestros, me callaba la puta boca. Cuando, en el Libertad 8, me pasé noches infinitas escuchando a Aute hablar hasta el alba, nunca mejor dicho, yo me callaba la puta boca porque no tenía nada que decir: sólo aprender. Ya nadie está en silencio. Todo el mundo habla. Todo el mundo grita, tiene una opinión más importante que la tuya y tiene que darla 24 horas al día. Al menos, desde que empezó este infierno llamado pandemia.
—¿Hasta qué punto la cultura es un colirio efectivo?
—Leí cuanto pude durante la pandemia. Fue durante mi viaje a Galicia, mi cura de morriña. El 93% de los especialistas decía que las tres marías de la educación, o sea, las artes plásticas, la educación física y la música, serían lo único que salvarían mente y cuerpo. Durante este infierno que todavía dura, si me quitaras una canción, un museo, un monólogo o un libro, probablemente, estaría en un manicomio. No hay cura más poderosa que la de la palabra.
—Centrémonos en A través de los ojos. Desde el punto de vista estilístico, ¿qué ha pretendido hacer: es un conjunto de poemas en prosa o, como dijo sobre su anterior libro, Más allá de mis canciones, unas “memorias con lenguaje poético”?
—Me da mucha vergüenza descubrir que hay tantos autoproclamados poetas. Hoy día, todo dios es poeta. Entras en un bar y te llega alguien: “Buenas tardes, soy poeta”.
—¿Le enseñan el título?
—“Licenciado en Poesía, aquí lo tiene” (risas).
—Lo triste es que, en no pocas ocasiones, basan esos títulos en la cantidad de seguidores que tienen en Instagram o en Twitter, no en su calidad literaria.
—Puede ser. El caso es que si después de hablarte de Aute, de Silvio Rodríguez, de Felipe Benítez Reyes o de Elvira Sastre, te digo que soy poeta, lo que soy es un caradura sin humildad y sin vergüenza. ¿Yo practico la poesía? ¿A ratos se toca, en horizontal, algo más? ¿A veces, el género canción se acerca a la poesía, hay un texto bien tirao? Puede ser. Los nuevos poetas me dieron mucha caña: “Eres un cabrón, ¿por qué dices esto?”. Coño, si te consideras poeta, me parece de puta madre, pero déjame decir que yo no lo soy. ¿Que tiene algo de prosa poética mi libro? Puede ser. He leído cuanto he podido, he consumido poesía todo lo que he podido, pero eso no me convierte en poeta. Mira, un chaval de catorce años que no sabe quién es Silvio Rodríguez se lo ha perdido todo. Estamos generando una generación, nunca mejor dicho, de borregos acojonante. Entonces, no se trata de presumir: los grandes maestros, que te he citado a algunos, y podría seguir, y los conozco a título personal, jamás han presumido de nada. Nos hemos olvidado de los maestros.
—Como autor, ¿qué le ofrece un texto poético que no le ofrece una canción, y al revés?
—Tú y yo amamos la palabra, Jesús. Entonces, de repente, te levantas a las siete de la mañana, te tomas un café y sabes que tienes tus vicios, tus trucos, tus dejes, tus poses a la hora de escribir. Y en la canción tienes la rima, la temporalidad absoluta, tres-cuatro minutos… la música pop no sale de los cuatro minutos por canción. Sabes que tienes que ir directo al grano, que tienes un estribillo, un coro, un precoro… En un libro, tienes un folio en blanco. Mi libro puede tener 1.300 páginas. Otra cosa es que lo leas, pero mi libro puede ser infinito. En un libro, estás absolutamente en silencio y tienes un planeta por descubrir, y no sabes bien por dónde comenzar o por dónde terminar. Hay capítulos de este libro que, en origen, tenían 89 páginas y se han quedado en tres. Tachas, tachas, borras, borras, y te quedas con la nata, con lo que interesa. Eso, en el género canción, no sucede. No conozco a nadie que haya escrito una canción de 55 minutos y que se quede luego en tres. Entonces, creo que son dos planetas muy distintos, y enriquece tanto el uno al otro… ¡Aprendes tanto, joder! Dices: “Voy a escribir un capítulo que hable de la hélice de un barco”. Porque mi padre era educador de menores y viene un chaval de catorce años metido tres días en la hélice de un barco. Los titulares sirvieron mucho para este libro.
— En A través de los ojos, aparecen su familia, sus amigos y su tierra. ¿Es un homenaje a los suyos?
—Sí. Suelo hacerlos. Creo que somos muy cainitas en este país. Nos interesa demasiado el mundo de los muertos, y no me interesa formar parte de esa hipocresía o ese cinismo. Los homenajes se hacen en vida: eso que sucede en el mundo de la cultura o en el deporte de mitificar a los muertos no lo entiendo muy bien. Tengo la suerte de que mis padres viven, de que mis hermanos viven, y de que mi tierra, más que nunca, vive.
—¿Quién es, por cierto, Pablo Alcalde?
—No lo conozco personalmente. Es el hijo de una barrendera…
—Ya lo recuerdo: era un muchacho de Logroño…
—En un momento en que estigmatizamos a los chavales, un chico de, aproximadamente, unos doce o trece años, o los que tenga, hijo de una barrendera, citó a sus amigos por WhatsApp y salió a recoger los destrozos de los adultos. Espero que algún día lea el libro o que alguien se lo haga llegar. Ese capítulo es un homenaje a un chaval que silenció toda boca adulta.
—Escribe, en “…De marzo de 2020”, que se siente “culpable de condenar al olvido canciones, escenarios, salarios”. La pandemia de la covid-19 también está muy presente en A través de los ojos.
—El “también” es importante. Mira, a finales del 2019, hablo con Gonzalo Albert para escribir sobre las historias que la gente me contaba. Algunas me hicieron llorar, te lo juro. Hubo gente que me contó que superó un cáncer escuchándome. O que sufrió malos tratos y escuchaba mis canciones para tirar p’alante. O que se casó con una canción mía de fondo. Este libro iba a ser un homenaje a los ojos que me escuchaban. Con nombre propio: Serafín, Paula, Marta… Contar sus historias con su permiso. Pero se me coló una pandemia mundial. Entonces, no es un libro pandémico, pero hay un tinte de esto.
—“Hoy, 14 de noviembre de 2020, han muerto en mi país 308 personas”. ¿Nos ha deshumanizado esta situación?
—Absolutamente. No muy lejos de aquí, hay gente que necesita un kilo de garbanzos para comer. Cuando se habla de “España”, de “la patria” y tal: hay gente que se ha quedado sin casa, sin trabajo y sin comida, y que son los héroes de este siglo, del pasado y del que viene, porque habiendo perdido todo eso, son capaces de hacer una broma a su hijo para que se ría, sin saber si van a cenar esa noche. Hay gente que se ha quedado sin nada. Evidentemente, llega un punto en el que yo también levanté la mano en el Titanic, pidiendo un bote salvavidas, porque tengo a 16 personas en el staff. Y los hosteleros, y la gente que tiene garitos, decía: “Señores, hasta aquí”. Y el que tiene un taxi. Y salimos a la calle y nos cagamos en la puta todos. ¡Pero es que, ese día, habían muerto 300 personas! ¿Tú sabes lo que son 300 personas en fila? Es muy heavy, tío. Barro ahora para casa: ha habido músicos que han tenido que malvender sus guitarras para comer. Cuando el ministro de Cultura salió en la tele, nos llevamos todos las manos a la cabeza: “Pueden seguir contando con ayudas…”. ¿¡¡Qué ayudas!!? ¡Los músicos tenían que malvender sus instrumentos para comer, para pagar la luz, que no se bajó! Entonces, claro que tengo que decir: “Señores, necesito ayuda, tenemos que tocar”. Y salí a la calle a decirlo. Pero es que, en un momento determinado, dije: “Hostias, es que han muerto 300 ó 400 personas”. Y me callé. Y lloré.
—En el libro, atiza, sobre todo, a los políticos y a los youtubers, tuitstars o como carajo se diga. Se le nota cabreado con ambos.
—Sí. Tengo amigos y familiares que están en la política. Hasta hace poco, la gente venía a mi casa y en la mesa de Moraima, de mi estudio de grabación, he intentado que la gente de Podemos y de Vox copulen entre ellos y hubiese una orgía política maravillosa (risas). ¿Y sabes qué? Que se hablaba de política y no pasaba nada. Entonces, parece que ahora todo es política. Cuando empezó la pandemia, yo era de los que decía “saldremos mejores”. El día 1 de la pandemia, vi al del PP, al morado, al naranja y al verde, decir: “Señores, juntos contra la pandemia”. Yo me lo creí como un gilipollas, como un inocente. Cuando te das cuenta de que están jugando con el número de muertos, con los datos… Mi madre, sanitaria, se envolvía en plásticos de basura porque no había EPIs. Yo no sabía, por cierto, lo que era un EPI siendo hijo de enfermera. Entonces, sientes ira. Estamos en el peor momento vital que hemos conocido. Se hunde el barco y se hunde de verdad, señores.
—¿Y qué me dice de los caudillos de las redes sociales?
—La valentía tras la pantalla y esa suerte de pelea de patio de colegio de Twitter me produce mucho asco. Yo vengo de un barrio en el que se solucionan las cosas de otra manera. Y sin tanto ruido.
—¿Tenía razón Cohen cuando cantaba que “el futuro es un asesinato”?
—Puede ser. Joder, qué buena pregunta… (Piensa) Puede ser, porque escapamos de un pasado que no nos hizo nada.
—Para finalizar, ¿qué hay en su playlist “Escritores”?
—Felipe Benítez Reyes, Juan José Téllez, Javier Ruibal, Krahe, mi Elvira Sastre… Soy muy de Oscar Wilde. Por supuesto, Jabois. Manuel Vicent me parece magistral. Trato de leer todo cuanto puedo.
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