Entre «gayas» luminosos, un busto de Galdós y libros de hace un siglo que escalan como salamandras paredes de techos altos y encalados de cuando nació —al otro lado de la calle— César González-Ruano, Andrés Trapiello recibe risueño, en vaqueros y calzado con Sketchers negras que hacen crujir una madera centenaria y recién encerada. Viste vaqueros, jersey de breve cremallera y saludo despeinado. Comenta encantado que su nueva novela, Me piden que regrese (Destino), va por la segunda edición, una historia de amor entre un militante de izquierdas que regresa a España y una aristócrata en el Madrid de 1945. Pero hay más: en primavera se publicó una antología de 800 páginas de sus diarios, Fractal (Alianza), y acaba de recibir el XX Premio de Periodismo Diario Madrid. Más aún: regala a usted, lector, un poema —todo a su tiempo— de hace dos días, El petirrojo y tú. Bien mirado, sí que tiene cierto aire de pájaro.
Por abrir boca, se le pide al anfitrión que muestre los cuadernos de hule negro y cuadrícula donde escribe sus diarios para que Jeosm los fotografíe. Al abrir uno, donde anota lo que ve, oye o se le ocurre, el escritor muestra una hoja del árbol que sombreaba el chalet donde el 25 de febrero de 1945 cuatro comunistas asesinaron a dos miembros de Falange que ese domingo estaban allí, en la calle Ávila, 29, en el madrileño barrio de Cuatro Caminos, semilla de esta novela y núcleo del ensayo Madrid 1945 (2022, Destino). “Toda esa zona estaba llena de chalets de gente menestral”. En el hueco de aquel caserón con tejado a dos aguas de los años 20 levantaron apartamentos. Sobre la mesa donde escribe, versos frescos.
Trapiello, sin pedírselo, marca el territorio de su libro: “Se lee muy rápido, no es una novela política y tampoco de parte; es una historia de amor”.
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—Está ambientada en 1945, y en ese año pasa de todo: está acabando la II Guerra Mundial, en España se quiere pasar página, pero no todos. En 1944 aconteció la invasión del valle de Arán… Y, dices, hay aún 50.000 presos y entre 200 y 300 militantes del Partido Comunista.
—En toda España.
—¿Y en Madrid?
—Unos 150, muy pocos. Los activos de verdad duraban muy poco, cinco meses, ocho meses, un año y medio. Caían todos como moscas. Todos aquellos que no hacían juego doble, porque la Policía estaba infiltrada en el partido y a esos informadores no los detenía. Los únicos que militan activamente contra Franco son comunistas: ni republicanos, ni socialistas, ni anarquistas. Y generalmente todos ellos ya han estado en la cárcel y los han soltado. Al principio, el régimen no puede mantener una población penitenciaria de 500.000 personas, muchos se mueren de hambre y de enfermedades. Hay quienes han pasado de la pena de muerte a la subsiguiente, de 30 o 20 años, los de 20 pasan a 12 y los de 12 a 6, con lo que en muy poco tiempo la población penal se reduce de 500.000 en 1939 a 50.000. Es verdad que con muchas sentencias por cumplir y algunos con penas de muerte pendientes. Y de los que salen de la cárcel, doscientos deciden seguir en la lucha del maquis. Muchos vivían en la miseria. Yo hablé con la guerrillera que llevaba las pistolas cuando escribía Madrid 1945 y estaba en la miseria, no tenía ni para comer ni para vestir.
—¿Cómo empezó todo?
—Yo me encontré en la Cuesta de Moyano un informe espectacularmente bien hecho por la Policía con un resumen bueno. [se refiere Trapiello a un informe, fechado el 23 de abril de 1945, de la Comisaría General Político-Social: “Delitos contra la Seguridad del Estado. Actividades comunistas en Madrid. Nº 48”] Otra cosa son los expedientes que luego encuentro en los archivos militares, en los Consejos de Guerra… Y ahí te das cuenta de que son unos pobres hombres vendidos, ves que sus declaraciones a la Policía están obtenidas con torturas. Cantan todos y todo casa. Y publico, primero, La noche de los Cuatro Caminos: Una historia del maquis, Madrid, 1945 (2001, Aguilar). Lo escribo en cuatro meses. Entonces, el archivo militar de Madrid que correspondía, en Campamento, estaba en unas condiciones pésimas, los sumarios se deshacían por la humedad en la mano. Yo sabía que toda la parte «americana» estaba sin hacer porque no estaba digitalizado el archivo, pero pasados 20 años, y con ya investigaciones de otros… Cuando empecé, el atentado de 1945 no aparecía en ningún libro del PCE ni del franquismo tampoco.
—¿Cada uno por sus razones lo quisieron silenciar?
—Lo metieron debajo. Franco no le dio ninguna importancia. Cuando yo me encontré con el expediente en Moyano no tenía ni idea de lo que hablaban esos papeles, que creo que debajo del título decía “Servicio practicado por la Policía como consecuencia del descubrimiento de «Imprentas Clandestinas» y de la ejecución de los «Guerrilleros de Ciudad», autores del asesinato de dos falangistas en la Sub-Delegación de Cuatro Caminos”. Fui a la hemeroteca, pedí periódicos de esos días y me quedé asombrado; me encuentro con la mayor manifestación política en España de toda su historia.
—Dices que se rondó los 300.000.
—Sí. Seguramente estaban mal contados, pero yo he visto las fotos: la multitud llenaba toda la calle Génova, toda la plaza de París, donde estaba la sede principal de Falange y donde ahora está la Audiencia Nacional; todo Bárbara de Braganza, el Paseo de Recoletos lleno desde Colón hasta Cibeles, y había gente de Cibeles hacia Atocha. Una barbaridad. Es cuando me pregunto cómo es que esto se ha olvidado. Pero había dos cuestiones muy raras: porque hasta ese momento había habido muchos atentados no lo recuerdo bien, pero en esos primeros seis años (desde el final de la guerra civil hasta 1945) ya han muerto 1.500 o 2.000 guardias civiles en toda España, han asesinado a quince, veinte o incluso treinta jefes de Policía en diferentes ciudades, ha habido rifirrafes con el Ejército, falangistas han muerto muchos, los acusados de estraperlistas…
—¿Pero por qué se produce esa reacción?
—Todos aquellos muertos se ocultaron. Como la invasión del Valle de Arán, que no se publica en la prensa hasta que ha sido completamente desmantelada, y muy poco, apenas sueltos. Dicen que se ha producido un “internamiento” del maquis, cuando allí participaron entre 12.000 y 15.000 personas muy bien armadas, con armamento inglés y americano.
—Los masacran.
—A unos los masacran, otros huyen, y otros, dos docenas, vienen a Madrid (entre ellos Domingo Martínez Malmierca y Félix Plaza, el «Francés», que participarán en el asesinato de la sede de Falange). Lo único que quieren es restablecer aquí un grupo guerrillero. Cuando esto sucede, el Gobierno, que nunca había dado noticia de ningún atentado, de la noche a la mañana cambia y da una publicidad a lo de Cuatro Caminos descomunal. No se entiende, porque sólo era una subdelegación, y en Cuatro Caminos, que era un barrio menos que nada de Madrid, y a unos falangistas de quinta fila. ¿Por qué se le da esta importancia? El mensaje que Franco quiere enviar a Estados Unidos y a Gran Bretaña al final de la Segunda Guerra Mundial es: esto no es Francia, esto no es Italia, aquí hay un pueblo que está con su Caudillo y que va a muerte. Y cuidado si ustedes hacen cualquier tipo de frivolidad, como han hecho en Francia restableciendo a De Gaulle; aquí no.
—El papel de los americanos.
—A los americanos también les conviene, porque están haciendo la guerra mundial con la Unión Soviética, que no dejan de ser las fuerzas que amparan al Partido Comunista, pero tanto ellos como Gran Bretaña están viendo ya que los acuerdos de Yalta van a durar lo que duren: la Unión Soviética se repartirá el este y la zona de EEUU va a ser la del Mediterráneo. Y ahí juega un importante papel Franco. Franco también lo sabe. Churchill lleva un año y medio echando flores a Franco, porque no solamente Franco es un militar de derechas y Churchill es conservador, sino porque ve que es preferible para su estrategia una alianza con un gobierno «de orden» no democrático a tener aquí, en el sur de Europa, un régimen comunista.
—Ahí está el papel de los agentes dobles.
—Uno de ellos, y esto es verídico, dice: «Inglaterra paga mejor a sus agentes dobles pero les abandona cuando caen. En cambio EEUU paga peor pero los trata mejor». De hecho es así. A dos personajes reales de los atentados de Cuatro Caminos los sacan de la cárcel. Cuando escribí La noche de los Cuatro Caminos, amigos y colegas me dijeron que por qué no hacía una novela de aquello; yo les dije que no, porque necesitaba contar aquello y que se me creyera. Yo, después de Las armas y las letras (ensayo de 1994 en el que reivindicó a algunos escritores marginados y a su entender valiosos antes y tras la Guerra Civil), tenía una cierta fama de que parecía que me iba cargando todos los mitos de la izquierda y que ahora podría creerse que yo quería cargarme el mito del maquis, presentándolos como lo que en buena parte era: un grupo de pistoleros. El Partido Comunista pagaba mil pesetas por muerto.
—Eso me sorprendió mucho.
—Son los que luego ETA llamaría «liberados». El Partido Comunista, o ETA, los mantiene. Porque estos, los comunistas, no tienen ni oficio ni beneficio. Les pagan muy bien y además ellos mismos, cuando hacen los golpes que llaman «económicos», como asaltos a bancos o a un comercio, se quedan con un dinero a espaldas del partido. Pues si yo cuento todo esto y cuento también que la Policía tiene a un boxeador contratado para pegar palizas porque se cansa, todo esto parecería una novela de alguien con mucha imaginación, y no quería. Cuando se publicó la crónica, la edición ampliada, Madrid 1945 (Destino), en 2022, y ya con la investigación cerrada, porque no creo que aparezcan más cosas y si aparecen no creo que sean muy significativas, pues ya…
—Pero antes de hablar de la novela en sí comenta algo de Merche, la mujer que llevaba las pistolas en un capazo en aquel 1945, la única persona que sobrevivió a aquel atentado, y que llegaste a conocer.
—En el organigrama de la guerrilla en Madrid, Merche tenía una doble misión, lleva la propaganda y es el enlace entre el aparato militar y el aparato de propaganda. No es tan difícil porque en Madrid hay muy pocas personas y todos mandan, al final todos tienen un cargo; como en esas comunidades de vecinos que son muy pocos y hay un presidente, hay un secretario… Pobretería y locura. Merche no permitió que nunca la viera. Yo sabía dónde vivía, le envié un ramo de flores, pero nunca me presenté en su casa porque no quería verme, pero hablé con ella por teléfono decenas de veces y siempre muy cariñosamente.
—¿Y qué te contó?
—Ella se comió 26 años de cárcel, poca broma. Tuvo la suerte de que la detuvieron dos meses después que a los demás. Si a Merche la detienen en el momento en que detienen a los demás va al piquete con el resto sin ninguna duda, pero como ya sacrificialmente habían matado a siete, las ansias de justicia-venganza ya estaban hechas. Le cayeron penas de muerte y se las conmutaron. Ella discute con el resto de presas del partido y ellas le hacen el boicot los dos o tres últimos años. Era una mujer muy inteligente y muy independiente. Cuando sale, el partido le ha buscado una especie de apaño, un hombre, que ya tiene un hijo, que se ha quedado viudo, y se casa. Es un apaño más que nada galdosiano, del siglo XIX: alguien enviuda y le casan con la cuñada para que se haga cargo de los sobrinos… En fin.
—Eso ya es hacia los años 70.
—Sí. Esta es la primera parte. La segunda es que ella insistía todo el tiempo: «No te equivoques, no te equivoques, nosotros no fuimos buenos, he cometido cosas tremendas». Y así todo el tiempo. Creo que ella en ese momento era socialista, que votaba socialista. Cuando salió el libro, la primera persona a la que mandé un ejemplar fue a ella, evidentemente; me dijo que todo era muy exacto, que todo era verdad. Y también que algunas cosas habían sido mucho peores de lo que yo había contado. A otro investigador le contó otras cosas más, distintas a las mías. Terminó en una residencia, estaba quebrantada de salud por los años de cárcel. De cárcel y de tortura porque, a ella sí la torturaron, le pegaron bastante. Ella dijo que no mucho, pero esa gente era muy dura.
—Después de ese atentado, Franco da por terminada la guerra.
—Vamos a ver. Siempre se ha reprochado a Franco que era un sanguinario que mantuvo la guerra hasta el año 47. Es verdad, Franco era muy sanguinario, pero también lo era el Partido Comunista, y el Partido Comunista no reconoce el fracaso de la guerrilla hasta el 47, y disuelve el aparato guerrillero el año 47. Y cuando el Partido Comunista desactiva la guerrilla Franco da por terminada la guerra con un bando. Entonces, en ese año, Franco ya está viendo que la guerrilla no es en absoluto eficaz. Incluso después del 47 quedaron grupos de maquis en algunas serranías, en Levante, en Córdoba…
—Y en tu León.
—En León probablemente, porque mis padres llegaron a La Vega de Manzaneda en 1946 o 1945 y estaban acosados por el maquis; pidieron rescates, bajaban a robar comida y trajes… Mi padre tenía criados que eran parientes de los del maquis. Yo nací el año 53 y es verdad que esto era un poco antes. Y creo que todavía en los años 60 quedaba aisladamente algún maquisardo en algún sitio que la Guardia Civil debió…
—Creo que en algún momento has llegado a decir que la Guerra Civil, las secuelas, no han terminado todavía.
—Creo que la Guerra Civil terminó cuando terminó. Es verdad que el esfuerzo mayor por cerrarla fue en la Transición, por aquellos que fueron protagonistas de la guerra y que son los que realmente tenían alguna jurisdicción de verdad sobre la memoria y sobre el pasado, que fueron nuestros padres, por los dos bandos. Y ahí hubo un acuerdo, que era un buen acuerdo, que era aparcar todo lo que tenía que ver con esa época. Algunos dicen que la Transición se cerró en falso. No, la Transición se cerró como se tenía que cerrar; es decir, de una manera pacífica, con entendimiento y con común acuerdo. Porque las dos partes sabían que en la guerra se habían cometido enormes excesos, y que abrir la memoria de eso iba a llevar, una vez más, al «tú más», «tú peor» y al «tú también». Y que eso, francamente, no conducía a ninguna parte. Entonces llega Zapatero. Hay gente que tiene en su cabeza una idea del pasado absolutamente ilusoria. Zapatero llega con la idea de que la República fue la mejor época de la historia de España, dorada, ejemplar. La República fue un régimen democrático, pero que acabó en lo que llamaríamos hoy un Estado fallido. Un Estado que no podía garantizar la vida de sus ciudadanos, que eran perseguidos por sus ideas políticas, religiosas, etcétera. Esto era la República. Una República que ahora hemos visto con el libro de Manuel Álvarez Tardío y de Fernando Rey, Fuego cruzado: La primavera del 36 (2024, Galaxia Gutenberg), que es espeluznante, una violencia en los cinco meses del Frente Popular en el Gobierno que era de cinco, seis, siete muertos diarios, ¡diarios! Atentados de ocho, diez, doce diarios. Y esto presentarlo como una época dorada de la política española es ridículo.
—La Ley de Memoria Histórica.
—Es la Ley de Memoria Histórica, una ley que es un disparate.
—Tú formaste parte de…
—Yo formé parte del Comisionado de Memoria Histórica de Carmena, porque Manuela Carmena quería aplicar esa ley en el Ayuntamiento de Madrid. Esto se lo inventó Carmena para quitarse la presión que tenía con sus socios de Podemos, que querían entrar en Madrid, realmente, haciendo tabula rasa de la memoria. Es decir, querían cambiar el nombre de muchas calles, quitar todos los monumentos y vestigios que consideraban ofensivos para la democracia, y de una manera muy poco rigurosa. Carmena se lo quita de en medio: creemos un Comisionado de la Memoria, démosle facultad para decidir qué cambiamos o no, y nosotros aprobaremos. Nosotros no teníamos poder decisorio, pero sí éramos un órgano importante consultivo con el compromiso de Carmena de que aquello que aprobáramos en el Comisionado ella lo aprobaría en el pleno (del Ayuntamiento). Esto luego no lo cumplió. No lo cumplió cuando no le interesó. Y por eso el Comisionado se disolvió. El Comisionado se hizo con una representación de todas las fuerzas que había en ese momento en el Ayuntamiento, que era el Partido Socialista, Podemos, el Partido Popular, Ciudadanos. Yo lo integré a propuesta de Ciudadanos. Y además, la Iglesia. La Iglesia que el ignorante de Podemos en aquel momento dijo que por qué había un cura en el Comisionado y yo le dije que porque es el colectivo que más víctimas tiene de la Guerra Civil; mataron en Madrid entre doce mil y dieciocho mil personas por, entre sus agravantes, ser católicos. Bueno, al final nosotros hicimos nuestro trabajo, que se coronó con aquello que Carmena no cumplió, porque Carmena, presionada por Podemos, o porque a ella también le gustaba el asunto, quiso hacer un monumento en el cementerio de la Almudena a las víctimas del franquismo. Desde el Comisionado le dijimos que era un disparate, que no se podía hacer, porque de esas tres mil víctimas que, en efecto, eran tres mil fusilados durante el franquismo en Madrid, de esos tres mil había quinientos o seiscientos que eran asesinos. Entre otros, los cinco asesinos de los dos falangistas de Cuatro Caminos. Que no se podía hacer un monumento con el nombre de los cinco asesinos teniendo a los asesinados enterrados a veinte metros. Que si quería hacer un monumento tendría que hacer un monumento a los dos bandos, a las víctimas del franquismo y a las de la República; y, en todo caso, sin nombres propios. Porque se exponía a que en un momento determinado viniera un historiador y dijera: «Mire usted, este que está…». Y que además a muchos de ellos desde luego no con la leyenda que ellos querían poner: «víctimas del franquismo que dieron su vida por la libertad y la democracia». Mire usted, no. Ni por la libertad ni por la democracia. La inmensa mayoría de ellos dio su vida, o se la quitaron, porque estaba luchando contra la libertad y contra la democracia para instaurar en España un régimen prosoviético, que era todo menos por la libertad y la democracia. Y como todo esto era muy complejo, nosotros decidimos desaconsejar ese monumento. Nos disolvió y lo hizo. Contra el dictamen del Comisionado. Y a traición, y con alevosía, y con nocturnidad. En dos meses trató de hacerlo y dejarlo hecho. Afortunadamente, perdió las elecciones, el alcalde Almeida llegó y tenía el compromiso de que ese monumento no podía hacerse, tal y como había dicho el Comisionado de la propia Carmena. Y lo deshizo.
—Luego vino la Ley de Memoria Democrática.
—Sí. Yo siempre he dicho que la gente no se ha leído estas dos leyes, que son leyes demenciales. Con esa ley en la mano, al primero que habría que quitar de todas las calles, institutos, etcétera, sería a Miguel de Unamuno. Me han hecho una entrevista en ABC en que me preguntan qué me parece que se declare víctima del franquismo a Vicente Aleixandre. Hombre, la primera víctima del franquismo, notoria y mucho más expuesta que Vicente Aleixandre es Miguel de Unamuno. ¿Por qué no vamos a hacer a Unamuno víctima del franquismo? Pero es que, sobre todo, estamos hablando de Vicente Aleixandre, que seguramente no era en absoluto afecto al régimen, pero es que no afectos al régimen había muchos, que lograron medrar dentro del régimen. Es decir, que gracias al régimen fueron académicos, tuvieron premios, a sus casas podía ir la gente… Esto no era el gulag de la Unión Soviética. Publicaron todos sus libros bajo el franquismo, el franquismo no les censuró nada. ¿De qué fueron víctimas? «Ah, es que es el exilio interior». Sé lo que quieren decir con lo del exilio interior pero no deja de ser un poco, creo yo, un agravio con el exilio exterior, que esos sí lo pasaron mal. Esto es lo que estas dos leyes han hecho. Por otro lado, Rajoy cuando llegó al Gobierno pudo haberlas conculcado y no lo hizo. Yo entiendo que puedes quitar la estatua de Franco, pero no puedes poner a 50 metros la de Largo Caballero. Bajo ningún concepto.
—Esto entronca con Las armas y las letras, donde cuestionaste el canon literario por faltar algunos y estar sobrevalorados otros.
—El canon literario es algo que se somete a juicio cada generación. Por ejemplo, la Generación del 98 decide que los poetas suyos, los que más les conmueven, son el Romancero, Jorge Manrique, San Juan de la Cruz; los del 27 dicen que los suyos van a estar presididos por Fernando de Herrera, Góngora…; los de la Generación del 50, por Antonio Machado… Lo que pasaba en España es que había una anomalía grande, una anomalía política, la política había determinado las valoraciones literarias. Yo lo formulé en una especie de aforismo o de máxima que se cumplía: «Los que ganaron la guerra perdieron los manuales de literatura». Y a muchos de los que perdieron la guerra, por el hecho de haberla perdido, se les regaló los manuales de literatura. Esto produjo una disformidad enorme porque escritores de enorme talento quedaban completamente relegados.
—¿Tipo?
—Cunqueiro, por ejemplo. Pla, Vicente Risco. O incluso gentes que lograron redimirse un poco porque vivieron más tiempo, como Torrente Ballester. Pero otros murieron con el baldón del franquismo, como Leopoldo Panero, y ya no hablemos de Agustín de Foxá, o de Sánchez Mazas. Y en cambio hay otros a los que se les valoró enormemente: el caso de Max Aub fue paradigmático. Cuando se acabó la dictadura hubo una explosión de adhesiones. Aub me parece un escritor meritorio, pero ¿por qué Max Aub sí y Rosa Chacel, que por otra parte no era en absoluto franquista y se comió también sus treinta años de exilio, menos? ¿Y por qué un poeta como Rafael Alberti de pronto copó toda la atención literaria que a otros poetas igualmente valiosos como Juan Ramón Jiménez…? Juan Ramón tardó en sacudirse el sambenito de hombre tibio, encastillado en su torre de marfil, etcétera, muchísimo tiempo. No había razones literarias de peso. Y ya no hablemos de los que el baldón político acompañó casi hasta ahora mismo, caso de Unamuno. O Azorín, un escritor inmenso, pero inmenso de la importancia de Lope de Vega.
—En algún momento de tus diarios relatas la exhumación de los restos de Azorín y el traslado a Monóvar. Un episodio bastante triste, porque erais cuatro gatos.
—Estábamos (en 1990) quince o dieciséis personas, de las cuales doce eran autoridades de Monóvar y de Levante. De hecho, esa crónica la ofrecí yo, porque los periódicos no mandaron a nadie. El caso de Baroja es distinto: siempre tuvo un pie de simpatía en gentes que eran más o menos muy desafectos al régimen, como Caneja, pero es un hombre al que le hicieron padecer y parecer que era un hombre del régimen porque no se opuso al régimen. Llegó un momento en el que parecía que todos los que se habían quedado en España eran franquistas y todos los que se habían ido fuera eran escritores extraordinarios.
—Bueno, Baroja sólo era de él mismo.
—Sí, de él mismo.
—Por cierto, Baroja hace un cameo en tu novela, en la de ahora. Al final del todo. Dices que la protagonista, pero con otro nombre, aparece en un capítulo de sus memorias.
—En el capítulo «La intuición y el estilo».
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Y Trapiello se levanta y busca en su biblioteca, y comenta que tiene la primera edición de las memorias de Baroja, y también sus obras completas en Galaxia Gutenberg. Y lo encuentra.
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—Algunos de los personajes de Me piden que regrese son barojianos.
—Son barojianos porque la realidad, en el fondo, es muy barojiana. Según cómo lo cuentes pueden ser «stendhalianos» o cervantinos o barojianos. El carácter se lo da el tono con que se cuente. Aquí Baroja sale dos veces: cuando Benjamin Smith va a tirar la pistola en el Retiro y se cruza con un viejo que va con sombrero y un abrigo, ese es un cameo. Y luego aparece Baroja como personaje, y el autor, que soy yo, como personaje también. Pero es importante contar por qué la crónica a mí no me servía: la crónica, y la historia, es divisiva siempre, es muy difícil poner de acuerdo en los hechos. Tú lees una historia de la guerra o de España y hay gente que está a favor o en contra, y los hechos los conocen igual las dos partes, pero no se ponen de acuerdo.
—¿Por eso escribiste esta novela, para que no hubiera división de opiniones?
—Puede haberla, pero en la novela se produce algo muy estudiado: la suspensión del tiempo y la suspensión de todo. La novela crea un mundo, una realidad, aparte. Es el sitio de la concordia, el sitio del entendimiento. Cuando leemos una novela dejamos nuestras circunstancias personales, sociales, sexuales, ideológicas. Por eso la novela puede tener lectores de todo tipo. Y todos se ponen de acuerdo en eso, no discuten los hechos; podrán estar más o menos de acuerdo, pero no se van a matar porque un personaje sea alto, rubio o pequeño, no te lo van a discutir: es un ente de ficción. Si yo dijera en un libro de historia que Felipe IV medía 1,90 la gente puede decir que era mentira, pero en la novela…
—Hay un pacto con el lector.
—Hay un pacto con el lector, luego ya no juzga la realidad de la misma manera. Sí hay unas líneas rojas que vienen determinadas por la realidad. Yo, que soy un escritor realista, barojiano o galdosiano o cervantino, las líneas rojas son que no puedo hacer que Vallecas esté en el norte de Madrid o que alguien, en una novela, reviente los sesos de Hitler con un bate de béisbol.
—Sí, pero en la novela aparece un episodio como de chanza, Franco y el huevo frito.
—Es que es verdad. Yo conocí a la marquesa de Quintanar, que era la mujer del marqués de Quintanar, fundador y quien puso más dinero en una revista muy de derechas que dirigía o controlaba Ramiro de Maeztu, que se llamaba Acción Española. Cuando termina la guerra, el marqués de Quintanar conspira con los monárquicos para traer a don Juan a Madrid y sustituirlo por Franco, pero Franco los destierra, a él y a su mujer, a Mallorca o a Menorca. Y yo cené una vez con la marquesa, a la que Planeta había pedido sus memorias, en realidad Rafael Borrás, el de Espejo de España. Y ella me contó de Franquito…
—¿Ella lo llamaba Franquito?
—Sí, de cuando era comandante. Me contó que cuando llegaba el verano mandaban a las mujeres a Santander o San Sebastián y los hombres se quedaban aquí, en el Club de Campo. Y comían todos juntos. Pero Franquito jamás hacía grupo, ni con el marqués de Quintanar ni con otros militares; seguramente a doña Carmen Polo ya la había mandado a Oviedo, o donde fuera. Él, que se había quedado solo, comía solo todos los días en un rincón del comedor. Y comía casi siempre, era lo que más le gustaba, huevos fritos con patatas fritas. Y siempre cogía el cuchillo, lo colocaba perpendicular a la yema y lo dejaba caer. Y se lo comía chupando la yema. Esto no me lo he inventado. Sí me permito una licencia, cuando cuento que da la mano a Benjamin Smith digo que es una mano fría y viscosa, como una raja de merluza cruda. Pero que tenía una mano fría que daba grima tocarla lo he leído en treinta sitios. Yo soy respetuoso con los personajes históricos que salen con su nombre.
—No hemos hablado de la Tercera España, que estaría representada por los Baroja, Azorín, Marañón, Chaves Nogales, a los que sí pusiste en valor en Las armas y las letras.
—Tú no puedes poner en el mismo plano, pongamos por caso, a Ramón Gaya y a Alberti, son todo lo contrario. Alberti era de una de las dos Españas, pero Ramón Gaya no era de la España de Alberti ni soñando. Bergamín no es de la España de Juan Ramón Jiménez ni soñando tampoco. Chaves Nogales no es de la España de Cimorra ni soñando. Había una inmensa mayoría de personas a las que se obligó a pertenecer, sobre todo en la guerra, a uno de los dos bandos.
—No había matices.
—Yo no diría que Azorín era un franquista irredento. El caso que estamos viendo de los Machado; es muy importante la exposición que ha hecho Alfonso Guerra [que se puede ver ahora en Sevilla, en la Fábrica de Artillería, con 200 piezas originales hasta el 22 de diciembre y después en Burgos], porque ha reconocido que el sectarismo político le llevó a él, personalmente, durante muchos años a preterir a Manuel Machado como mal poeta por razones políticas, las razones políticas secuestraron su juicio estético y literario. ¿Qué ocurre? Que la gente que había detentado el monopolio de eso que llaman el relato… Gente que ha dicho «hemos perdido la guerra ¿y ahora vamos a perder el relato?», pues no hay derecho.
—¿Quizá te ajustaron viejas cuentas por haber militado en el Partido Comunista?
—Yo estuve en algo peor, en el Partido Comunista de España Internacional, era un partido estalinista y maoísta. Fueron como tres o cuatro años, cuando estaba en Valladolid.
—¿Vivía Franco?
—Sí. Estuve desde el 71 al 74. Me echaron como militante en primavera del 74 de la Joven Guardia Roja.
—La de Pina López-Gay.
—Sí, pero ella era más joven que yo.
—En ese panorama, y volvemos a la novela, surge una historia de amor entre dos personajes atípicos y un poco outsiders en su propio mundo. Ella pertenece a la aristocracia, pero no ha vivido la guerra; tampoco él la ha vivido porque residía en Estados Unidos.
—Él no ha sido comunista. Lo último que se sabe de él es que fue socialista, que participa en el golpe de Estado que da el Partido Socialista a la República en el año 34, y tiene que irse de Madrid. Son dos personajes que yo necesitaba que no estuvieran manchados por ninguna responsabilidad en la guerra, pero que al mismo tiempo fueran víctimas los dos de la guerra: a ella le matan el novio, un abogado joven, en la checa; y a él le matan el padre adoptivo que tiene. Los dos son víctimas de su propio bando: a Benjamín Cortés su propio bando le pide que haga cosas que no está dispuesto a hacer y por tanto va a estar marcado por ello, y a ella le pide cosas su propio mundo de aristócratas que no está dispuesta a conceder: que sea una buena mujer, que vaya a los funerales por los caídos, que se ponga luto, que sea una mujer sumisa… Son dos personas libres socialmente y yo quería que fueran libres porque si no, no se entiende una historia de amor. Las historias de amor que más nos admiran son aquellas que vencen dificultades muy grandes y aquí, además, son dobles porque uno de ellos es hijo de la inclusa, de extracción social bajísima.
—Que no llega a ver a su madre.
—Porque con él no se ha portado bien.
—No se lo perdona.
—Él no va a ver a su madre, pero luego se entiende por qué.
—¿Por qué has querido emparentar, a Sol, a ella, con Edgar Neville?
—Porque Neville representa lo más libre del régimen. Era aristócrata pero de sentimientos republicanos, era lo menos aristócrata del mundo, era del mundo de la farándula y muy libre; de hecho estaba separado y estaba viviendo con Conchita Montes. Era un hombre libre también. Y lo que está haciendo en ese momento es un cine extraordinariamente bueno, yo prefiero a Neville que a Buñuel. Es decir que los de derechas también tenían gentes de talento y estupendas.
—En este 1945 de la novela hay una ebullición que llama la atención: cines que cambian dos veces por semana las películas, fútbol con estadios llenos, toros… La gente quiere, o necesita pasar página. Y a la vez está a la orden del día el estraperlo, el wólfram y el trigo argentino, el grado de corrupción de muchos generales franquistas.
—Era muy corriente. Franco estaba al tanto de la corrupción de sus generales, como Kindelán; hay estudios de a qué generales pagan los ingleses y a qué otros los americanos. Franco hace una vista gorda enorme con los industriales, con los falangistas importantes, con los «girones».
—Para tenerlos controlados.
—Sin duda. Y les tenía que dar algo, porque el amor patriótico… Tenía que darles unas compensaciones. Al mismo tiempo los aristócratas españoles le despreciaban, eso que cuento de las comidas y cenas con los embajadores. Solo que están encantados porque Franco les ha devuelto las fincas, las acciones, todo. La novela se fija en algo: cuando dice Dámaso Alonso “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres” es una hipérbole que ni a un poeta del 27 barroco se le puede pasar. No. Madrid es una ciudad de un millón de habitantes de los cuales 500.000 están encantados con la victoria, viven felices dentro de lo que cabe. Vencedores y vencidos viven, materialmente, casi lo mismo: miseria, malos sueldos, estraperlo, falta de suministros… Y sólo viven muy bien un uno por ciento de la población, los realmente ricos, que tienen inconvenientes, inconvenientes del carbón, que no siempre consiguen cupos de carbón. Yo tengo cartas de Marañón a un tío abuelo de mi mujer que era director general de Minas pidiéndole cupos de carbón. Y del otro medio millón que han perdido la guerra, cuatrocientos mil han decidido pasar página y dedicarse a vivir. Los otros cien mil lo están pasando muy mal, francamente mal, están perseguidos, están saliendo y entrando de la cárcel, los están matando; es un estado policial. Pero los novecientos mil u ochocientos mil han decidido, cómo no, divertirse, básicamente en el cine porque allí está garantizado la calefacción si la había, o el calor humano que entre tanta gente se nota. Se divierten en el fútbol, en los toros, en las kermeses, en los cafés, en las tabernas. Había 200 tertulias literarias y no literarias. No se hablaba de política, pero la gente seguía viviendo. Y los que eran muy ricos en Pasapoga, en Chicote, en Horcher, en Edelweiss. Esta es una ciudad que normalmente no sale, y que cuando sale no se le da tanta importancia como a la ciudad siniestra, sombría, tenebrosa, heladora. Pero es que en esa ciudad lúgubre y heladora la gente encontraba un hueco para pasárselo bien y eso es lo que a mí me ha movido a hacer una novela completa, donde pasen todas esas cosas, no sólo una parte. Porque la vida está hecha de todo, y que el lector juzgue como quiera. Y entenderá a los dos, a Benjamin Smith y a Sol Neville.
—Hay un jovenzuelo, Chito, que recuerda al Lazarillo de Tormes. No sé si es un homenaje a la novela picaresca.
—Todo el mundo lo dice. No pensé en el Lazarillo sino en esos niños cervantinos que hay en Rinconete y Cortadillo, pero sí responde a una figura simpática de un chico que es muy avispado y con mucha gracia en la manera de hablar; porque a él lo que le gusta es el cine, se pasa la vida viendo películas y habla como en las películas, por eso es tan repipi y tan redicho.
—Hay otro personaje que ya habla del perdón. Dice: “Si hay algo que nos ha enseñado la guerra es que hay que distinguir las cosas importantes, y perdonar”. Destaco lo del perdón porque ya en 1938, el 18 de julio, Azaña en Barcelona pidió “paz, piedad y perdón”. Y a Azaña le dedicas un capítulo exclusivo, el último de Las armas y las letras, político que ha sido reivindicado por la derecha y la izquierda.
—No es exactamente así. A Azaña lo denostó absolutamente la izquierda durante 40 años. La primera persona en España que lo reivindica de una manera abierta y, entre comillas, moderna fue Jiménez Losantos. Y a partir de entonces se empiezan a sumar gentes que ven su importancia, pero la izquierda española, la izquierda del franquismo, los comunistas, lo detestaban, le hacían responsable de haber perdido la guerra. Es una figura que hoy nos representa a todos y a mí me parecería que sería la figura de esa Tercera España, que no era radical. Él dejó de gobernar, probablemente, en el año 36, no pintaba nada. Y, sí, de una manera consciente, termino Las armas y las letras con él porque es el hombre que representa a todos los españoles. Hoy día sí, hoy día es una figura que reivindica todo el mundo.
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Como colofón de este tema, le pido que recomiende libros sobre la II República y la Guerra Civil. “Hay un libro de Xavier Pericay, Una generación viajera, sobre Pla, Camba, Gaziel y Chaves Nogales, muy entretenido”. Los otros: Celia en la revolución, de Elena Fortún, La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor, A sangre y fuego, de Chaves Nogales, Democracias destronadas, de José Castillejo, España sufre: Diarios de guerra en el Madrid republicano, de Morla Lynch, Ayer y hoy, de Pío Baroja y España en guerra, de Juan Ramón Jiménez.
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—La novela combina, seguro que a sabiendas, tragedia y lirismo que se mantienen hasta el final pero, sobre todo, «busca» conmover.
—La piedra de toque de un poema es la emoción, tiene que emocionar; pero no sólo un poema, las novelas también. Toda gran novela no deja de ser un poema, un poema en prosa pero con una gran carga poética, que es un poco lo que la salva cuando se dejan un poco de lado los argumentos. Decía Galdós que el argumento es algo necesario, pero no deja de ser un estorbo; es un instrumento para la emoción. Conmover es, etimológicamente, mover algo de un sitio a otro y al lector tú le pillas al principio siendo alguien y un buen libro, cuando lo dejas al final, el lector es o debe ser otra persona. Ese traslado de un lado a otro es la emoción y la conmoción. En cuanto a la tragedia y el lirismo: el lirismo siempre es luminoso, no deja de ser una celebración; incluso en las elegías, que es el lado más trágico de la realidad, siempre se trasluce una fe en la vida, o bien porque se añora o bien porque se presenta como un deseo de supervivencia o trascendencia. En las novelas siempre se dan los dos aspectos.
—Volviendo a Fractal y a la Guerra Civil, en un momento dado escribes que hubo gente que la vivió “como un trabajo que tuvieron que hacer, la ganaron y jamás volvieron a ocuparse de ella”. Aquí te refieres a tu padre, a tu tío cura y a otro tío, que es otro modo de entender la guerra, no hasta las cachas, bien porque no les interesara o por lo que fuera. Y, otra cuestión, la importancia de tu tío cura, que vino a vuestra casa con una biblioteca destacable y que igual te influyó más que tu padre.
—En mi casa no había libros hasta que él llegó, media docena: un tratado para curtir pieles que utilizaba mi padre, un tratado de apicultura para sus colmenas y muy poco más. El tío cura llega con quinientos o seiscientos libros entre los que están Rubén Darío, Azorín, Amado Nervo, Julio Verne… Una biblioteca un poco descabalada. La primera novela que yo leí después del Quijote es Oliver Twist, que también estaba ahí. Mi padre no va a la guerra, mis abuelos lo envían a la guerra, a hacer un trabajo que ellos por edad y por tener hijos pequeños, no podían hacer. Es un trabajo necesario para la supervivencia porque la guerra que hace mi padre es una guerra de religión, una cruzada. Porque el último Corpus Christi que ha vivido el pueblo, el del año 36, la procesión se tuvo que celebrar con pistola en el cinto, y estamos hablando de un pueblo que tendría seiscientos habitantes o mil, imagínate el grado de crispación que había. Mi padre va a la guerra para que puedan celebrarse procesiones en la calle, que se pueda enterrar y celebrar los entierros en los cementerios, sacralizarlos, que vuelvan los crucifijos a las escuelas… También hay razones económicas y políticas porque ellos creen en la propiedad privada, no son comunistas ni mucho menos. Y esa guerra la conciben como un trabajo. Mi padre repetía en casa, y creo que lo debió oír en la guerra, cuando tenía que hacer algo que no le apetecía: “nos ha tocado un destino de guerra”, una maldición con la que había que cumplir.
—¿Te influyó más tu tío que tu padre?
—No. Durante un tiempo no me llevé bien con él porque me fui de casa enfadado, yo lo provoqué, tras una discusión enorme, muy violenta, como eran en esos años. Yo tenía 17 años, un adolescente, y necesitaba irme pero no era lo bastante valiente para decir me voy, o no tenía argumentos para decirme me voy. Pero salvo ese escollo, que se solventó y siguieron las relaciones aunque bastante distanciados, por mi padre he sentido una admiración enorme porque tuvo nueve hijos y los sacó adelante, era muy íntegro y reservado; a los hijos no nos participó ni un solo pensamiento íntimo, jamás. Mi tío el cura era un personaje muy tintinesco. Hizo un tebeo, Las aventuras de Tiburcio y Cogollo, en el que sacaba una especie de moralejas. Era muy culto dentro de lo que cabe.
—También fue cronista de viajes en el Diario de León y parece que creía en las apariciones.
—Formaba parte de un grupo mariano que iba persiguiendo apariciones de la Virgen allí donde había y en Portugal, en el 74, cuando la Revolución de los Claveles, muy cerca de Fátima, se produjeron unas apariciones y fue varias veces. A mí me invitó una vez, cuando yo ya no creía en Dios, pero yo me apunté porque podía comprar los periódicos comunistas. Hubo unos milagros, también dizque milagros, no de los panes y los peces pero sí los panes y un arroz pequeño que habían hecho que dio de comer a cinco mil personas. Y él, César, salió en la televisión, en el Telediario. Comentó que ellos habían salido en un autobús desde Portugal en el que se habían pasado toda la noche y que el chófer, que los llevaba y los traía por la noche para que no gastaran en hotel porque eran gentes humildes, a la vuelta, debería estar agotado porque se quedó dormido en esas carreteritas de Trás-os-Montes. El resto del pasaje estaba dormido pero mi tío no y vio cómo el arcángel San Miguel cogió el volante y llevó el autobús todavía más deprisa, casi flotando. Esto fue muy célebre, se comentó en España con mucho pitorreo. Era un hombre ingenuo. Decía que era consciente de que eso no lo iba a creer nadie pero que eso había sido así. Y dijo que otros se despertaron por la velocidad que había alcanzado el autobús y que también lo vieron.
—Recientemente, en septiembre, ganaste el XX Premio de Periodismo Diario Madrid. ¿Cómo está hoy la prensa, como siempre o tiene alguna peculiaridad que…?
—Creo que la prensa está mejor que nunca justamente porque la realidad está peor que nunca. Si se produce una mala realidad, pero hay libertad, eso hace florecer los ingenios. Siempre habrá gente valiente que se oponga, si tiene libertad para hacerlo. Hay que distinguir entre el periodismo de investigación, de reportaje y el de opinión y análisis. Los dos están muy bien, nunca ha habido mejores equipos de investigación para todo tipo de cosas, para las corrupciones del Gobierno, para las guerras, y mejores analistas para todas las fuerzas reaccionarias, entendiendo por reaccionarias aquellos que reaccionan a las investigaciones; o que tratarán de contrarrestarlas con bulos o mentiras. Hay analistas en España en este momento en la prensa digital y en la prensa convencional o analógica muy buenos, como en los mejores tiempos del periodismo.
—El día que recibes el premio dijiste: “la democracia necesita una prensa libre y valiente”. Ya has contestado a lo de valiente, pero ¿hoy es libre?
—Sí, desde luego es. Lo que ocurre es que tiene muchas más dificultades para hacerse oír porque el ruido que puede generar la reacción es enorme. Por ejemplo, cómo reacciona el Gobierno en este momento, con bulos. Esto es obvio. El Gobierno lo primero que dijo para enmascarar la cobardía de Sánchez en el episodio de Valencia, lo primero que circuló, a los cinco minutos como un resorte, fue que eso estaba orquestado por la extrema derecha y por elementos que habían venido de fuera, lo que venía siendo agentes provocadores. La Guardia Civil hoy ha detenido a tres personas y los ha desvinculado de la extrema derecha, y no solamente los ha desvinculado sino que los ha ubicado en la zona, son vecinos de ese pueblo (Paiporta) o del pueblo de al lado. ¿Qué hace la reacción?: oponer el bulo a la libertad. La libertad existe, pero cuesta más hacerse respetar, y la libertad cuesta mucho más defenderla, pero no porque nos persigan y vayamos a la cárcel, etcétera, sino porque la manera de entorpecer la verdad es tapándola con muchísima mentira. A la gente a veces le cuesta mucho llegar a la verdad porque hasta que llega tiene que ir desbrozando bulos, uno tras otro.
—No dijiste ese día la palabra “independiente”, ¿porque no hay prensa independiente?
—Sí la hay. Yo soy independiente y hay mucha gente independiente. Y de la otra fracción dirán que no, tú estás defendiendo de la oposición. Recibo el premio del Diario Madrid, que no tiene que ver con ningún organismo estatal, e inmediatamente responden en internet, como robots, comentarios de ya te vale, te has vendido a Isabel Díaz Ayuso (sí que se lo entregó) que te ha dado el premio. Pero Díaz Ayuso no tiene que ver nada con el premio. Sí que hay gente dependiente: cuando tú ves responder como un resorte, con contestaciones de plantilla lo que dicen en Moncloa, en tal periódico o en tal radio y ves que coincide todo en tiempo, en forma y en espacio, puedes dices blanco y en botella.
—También es cierto que no hace falta abrir un periódico u otro para saber qué va a responder, en general.
—Sí, pero también pasa por el otro lado. Teóricamente El Mundo, ABC, La Razón, etcétera, son periódicos más críticos con el Gobierno, y hay otros más favorables al Gobierno, pero lo importante es, primero, evaluar qué es lo primordial para la democracia en España en este momento, cuál es el peligro real o qué servicio podemos prestar de una manera más eficaz a la democracia y qué es algo secundario. Yo entiendo, en este momento, que el deterioro democrático está más en un lado que en otro. A mí me hace mucha gracia cuando la gente se mete con Vox; yo entiendo que se metan con Vox, que son unos energúmenos, unos indocumentados, lo doy por hecho, pero, desde luego, esto de Vox hoy por hoy erosiona infinitamente menos las instituciones democráticas que lo que está haciendo Sánchez controlando el Tribunal Constitucional. Equiparar que un concejal de Vox de un pueblo prohíba una película de Walt Disney con los tejemanejes que hace el Ejecutivo para controlar el Tribunal Constitucional o Televisión Española o el Banco de España no me parece equiparable.
—Antes, no hace tanto, había cuatro, cinco periódicos influyentes y ahora hay muchísimos: ¿el poder de la prensa se ha diluido?, ¿cómo afecta al lector de a pie tanta oferta, tanta información?
—No soy especialista en la materia, pero creo que las élites se aconsejan de los mismos pocos medios de siempre. El ciudadano de a pie es más vulnerable que nunca, eso es verdad, y prueba de ello es que a medida que es más vulnerable los populismos han aumentado mucho: la única manera de convencer a tanta gente de a pie es con más mentiras y más bulos porque ellos no se pueden defender de los bulos, son presa de bulos. La demagogia y el populismo están creciendo en los dos bandos porque al votante de a pie hay que convencerlo y como no hay tiempo para convencerlo con contraste… No tiene tiempo. Nosotros deberíamos exigir a los votantes que leyeran como mínimo lo que nosotros leemos al día, seis o siete periódicos, y por tanto se va a dejar llevar por primeras impresiones o simpatías. El problema de las élites es que se radicalicen, que entiendan la lección de Trump, de Orban o de Pedro Sánchez, que son parecidas en cuanto a las formas; saben que hay que mentir, y que cuanto más mientas y mejor mientas mejor te va a ir.
—Cambio radical. Se murió hace muy poco Manolo Gulliver.
—Ha sido un gran amigo desde que se hizo librero, era enormemente generoso, casi naíf. Tenía una ingenuidad grandísima. Él, realmente, era un librero de viejo que fue antes lector que librero. Y te diría que casi antes que lector era coleccionista de arte, de pintura de sus contemporáneos. Hizo en la librería (Gulliver, calle León, 32, de Madrid) un pequeño círculo de pintores y poetas, y vivía eso con enorme candor.
—Y el año pasado murió también Alfonso Ruidavets.
—Es otro género de librero de viejo; así como Manolo era un librero culto, Alfonso no lo era, pero al mismo tiempo era el librero por cuyas manos han pasado millones de libros, más que en ningún otro en España y los libreros aprenden aunque sólo sea por ósmosis. Y lleno de anécdotas. Él ha comprado bibliotecas de clientes suyos que ha vuelto a vender. Su puesto de la Cuesta de Moyano era enormemente atractivo, su secreto era que vendía muy barato, y como no discriminaba mucho fue un caladero para miles de madrileños pero sobre todo para los libreros de viejo que iban a comprarle a él para revender luego. Él lo sabía, pero como en ese sentido era muy barojiano no sentía ninguna nostalgia, no le quemaba la sangre pensar que estaba vendiendo un Romancero gitano primera edición en cinco pesetas. Fue al principio, en un rapto, rompió un Romancero gitano, esto sería hacia 1975, luego ya no lo haría. A su lado había un librero, Lucas, que era comunista, y Alfonso, muy falangista. Era como un relato de Guareschi. Se llevaban como el perro y el gato, pero Lucas se pasaba media vida en el tablero de Ruidavets comprándole libros que luego revendía; si Ruidavets tenía un libro a cien pesetas, lo compraba Alfonso y lo ponía a trescientas. Y Ruidavets lo sabía. Funcionaron así durante muchísimos años. Discutían muchísimo. Todo era pobretería y locura. Toda su biblioteca ha acabado deshaciéndose, él era coleccionista de libros, folletos, carteles que tuvieran relación con imprentas, libros, papelerías, catálogos de libros, de libreros, impresores. No consiguió ni venderla ni donarla y al final se ha deshecho en el mismo puesto en que se creó.
—Nada que ver con Mirto.
—Mirto era Herminia Allanegui, más conocida como Herminia Muguruza porque estaba casada con don José Muguruza, hermano de Pedro Muguruza, que fue el arquitecto del Valle de los Caídos y del Palacio de la Prensa de Callao. Don José era arquitecto también y fue durante muchísimos años arquitecto titular del Museo del Prado. Herminia era maravillosa, no tenían hijos. Se conocieron en la comisión que rescataba el patrimonio artístico después de la guerra, se casan y muy pronto ella monta una librería por la calle Arenal y luego la lleva al sitio más bonito de Madrid, que es un piso con ocho balcones que dan al Museo del Prado por un lado y al Jardín Botánico. Vendía libro antiguo a universidades extranjeras porque tenía mucha relación con los grandes estudiosos del hispanismo internacional, vendía mucho a la Hispanic Society de Nueva York, todo el mundo venía a su casa.
—Donde ofrecía un aperitivo.
—Cuando había alguien de confianza, porque era una librería que no estaba abierta al público, que estaba en un primer piso al que tenías que llamar y te abrían. Tenía un mozo de cuerda que era el que llevaba los paquetes y que iba a Correos. Ella se aburría muchísimo y en el momento en que veía a un amigo le organizaba un aperitivo con un jerez y unas patatas fritas. Era una faena porque le decías que habías ido a ver libros, y ella nada, nada, siéntate.
—Y ahora ¿qué librerías frecuentas, las del Rastro nada más?
—Ahora, como todo el mundo, frecuento iberlibro y abebooks y los mercadillos de viejo de todocolección. La gran librería de viejo, en este momento, a la que tenemos acceso es una librería de diez, de quince millones de libros en todo el mundo.
—¿Pero sigues yendo al Rastro?
—Al Rastro voy siempre, y de librerías de viejo suelo ir cuando estoy fuera de Madrid. En esto empezamos Juan Manuel (Bonet) y yo hace cincuenta años. Llegamos, todavía, a las siete y media y estamos hasta las diez y media o así. Juan Manuel sigue yendo a librerías de viejo, pero yo ya raramente lo hago, de vez en cuando a la Cuesta de Moyano. Ya no busco indiscriminadamente sino sólo aquellos que me hacen falta.
—Antes llevabas siempre una libretita encima, ¿lo sigues haciendo?
—Sí.
—¿Y te quedan algunas de aquellas del Rastro?
—Sí. Compré un lote de hule negro hace muchos años y me quedan tres o cuatro. Seguro que en ebay hay.
—Porque las Moleskine…
—No me gustan, me parecen demasiado lujosas. Y me molesta la liga que tienen, me parece ocioso.
—Ayer estuve viendo la colección de López-Triquell en la Casa de América a raíz de un artículo tuyo en La Lectura: con qué mimo se editaban libros y, sobre todo, revistas. Esto viene a cuento porque en tu novela aparece José Morato, tipógrafo y traductor de Salgari, todo un homenaje.
—Eso es normal porque los escritores hacemos las novelas con lo que conocemos y con los materiales que nos da la vida. Mira, este es el Morato. (Se ha levantado y vuelve al mullido sofá blanco donde muestra la Guía práctica del compositor tipográfico sin cubierta comprado en el Rastro). Siempre hay en iberlibro. Había uno con la cubierta, que era muy bonita. Mira, aquí está, luego igual luego llamo a ver si me lo ponen más barato y lo compro.
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En la novela, un personaje, el tipógrafo Custodio Castro, le regala al protagonista, Benjamin Smith, un ejemplar del «morato» con una dedicatoria manuscrita del propio Morato. La dedicatoria del «morato» que posee Andrés Trapiello reza así: “A mi hijo Julián Martínez Díez, no vendas ni abandones este libro mientras en este oficio honradamente ganes para comer. Es mandato que desea no olvides tu padre”. Esta es las misma, menos el nombre de quien lo firma, la que aparece en la novela. Y se deleita ahora Trapiello: “Es mandato que…”.
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—¿Cómo te hiciste tipógrafo?
—Por gusto y por necesidad. A mí me gustan mucho las manualidades, hago collages, dibujos… Empecé cuando vine a Madrid a trabajar en una revista de arte y yo me ocupaba de la parte de la imprenta, que era la de Caro Raggio. Hay una cosa muy bonita, la tipografía, que ahora nos llama menos la atención porque la informática, los ordenadores, han hecho de todos nosotros tipógrafos, malos casi todos pero componemos; compone la máquina por nosotros, pero bueno: podemos elegir el cuerpo de letra, el formato. A mí eso me gustaba mucho porque es de una gran inmediatez: tú no tienes nada y de pronto tú materializas el espíritu, primero en la escritura: que tú traduzcas un sentimiento en palabras es un milagro. Pero además la artesanía; que las artes gráficas te permitan hermosear eso, darle una forma bella y adecuada y en muy poco tiempo es… He hecho cientos de cubiertas. Mi colección de La Veleta la cuido yo. Tiene un poco de ora et labora. Mi vida es bastante monacal y cuando ya estoy muy cansado de escribir me viene bien hacer cosas con las manos, componer.
—¿Cuándo empezaste?
—Empecé en Caro Raggio el año 76 que estaba por Usera. Luego vino una segunda donde hice toda la colección de Trieste (editorial fundada en 1981 por Valentín Zapatero y que Trapiello relanza desde casi el primer momento), después hubo una tercera, en el norte de Madrid, donde hice los libros de La Veleta y vinieron varias más. Hasta que empecé a trabajar con un tipógrafo profesional, Alfonso Meléndez, con el que llevo colaborando más de treinta años. Yo no sé nada de técnica, pero yo se lo canto y él le da la anotación musical. Ayer me enteré de que le pasaba igual a Chueca, que no sabía orquestar las melodías y se lo hacía otro.
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Uno conserva Estancias, una exquisitez de 1980 con 23 poemas de José Ángel Valente, donde se lee: “Entregas de La Veleta. Cuidan estas entregas de La Ventura Juan Manuel Bonet y Andrés Trapiello”. Y al final, sobre un dibujo calado en negro de un jinete que fusta en mano salta una valla junto a un perro, aparece esto: “Estancias de José Ángel Valente, novena entrega de La Ventura, se acabó de imprimir el día 24 de diciembre de 1980, siendo linotipista Ismael Martín, cajistas Manuel García y Francisco Torres, maquinistas Tomás Ibáñez y Javier García, minervista Emilio Prados y regente Prudencio Ibáñez. Fue compuesto en tipos Aster, cuerpo 10 fundido al 12. Consta la edición de 215 ejemplares en papel verjurado Ingres de la casa Guarro, 15 de ellos no venales numerados del I al XV, más 200 numerados del 1 al 200”.
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—Eran libros intonsos, sin coser. Y no porque quisiéramos ser elegantes sino porque no nos daba el dinero, que nos daba justo para imprimirlos, doblarlos y meter los pliegos sueltos.
Luego, la conversación deriva en un librito, por el tamaño, de T. Llorente Falcó, Miniaturas, que se imprimió en Valencia en julio de 1932, del que Trapiello se hizo eco en La Lectura y que comienza así: “Arde la chimenea en la salita íntima de la casa, y a su lado, envuelto en larga bata, un anciano recibe sus caricias”. Quien compró el ejemplar que quedaba en internet entonces, tras publicarse el texto, fue otro letraherido, Juan Bonilla.
—Pues las descripciones que hace Llorente Falcó me recuerdan al trazo de tu amigo Ramón Gaya.
—Sí, hay algo muy leve, muy de acuarela, de él.
—Si saco a colación, también, la tipografía es por la importancia que tuvo antes de la Guerra Civil en un sinfín de revistas y periódicos.
—Eran muy importantes los tipógrafos, fíjate que Custodio Castro es tipógrafo de Ribadeneyra. Yo llegué a ver los talleres de Ribadeneyra, que en su buena época podían tener hasta cien tipógrafos. Estaba en la Cuesta de San Vicente, casi enfrente del Palacio Real, bajando a la derecha, y creo que el rótulo aún está. Todo se componía a mano. Yo no he llegado a ver los chibaletes de cien componedores. Mira, ahí tienes un componedor (y lo señala, encima de la mesa de su salón tiene uno, que lo manipula).
—Vayamos, para cerrar, con tus diarios. La primera frase del primer volumen, El gato encerrado, dice así: “El día primero del año tiene en Las Viñas algo de plácida rutina. No hay nada que delate una noche de excesos ni esa alegría rabiosa, espumeante y un tanto epiléptica de las nocheviejas”. Un atisbo de lo por venir. ¿A qué año corresponde?
—Al 87 o al 88, no me acuerdo; sí sé que se publica en el 90. Siempre los publicó Pre-Textos, las ediciones de bolsillo las empezó a hacer Destino, luego Austral y ahora las va a hacer Alianza. Nosotros, en la editorial familiar, Ediciones del Arrabal, seguiremos publicando los nuevos.
—El primero de todos fue rechazado por cuatro o cinco editoriales.
—Fue rechazado y no solamente me decían que no, sino que me endosaban una plática, lo razonaban. Yo entiendo que me digan que no te guste pero que encima me lo razones es un poco ridículo. Había quien me decía que por qué hacía un diario si no me pasaba nada, ese tipo de tonterías.
—Y cómo llegas a los Pre-Textos.
—Éramos muy amigos. Le dije a Manolo Borrás que sabía que aquello era un compromiso, que podía no gustarle, que sabía que podría no venderse, acaso mil ejemplares; y también le dije que si no le gustaba ya lo sacaría yo en La Veleta. El primer libro de poemas que yo publiqué, Junto al agua, me lo edité yo mismo, en una colección que se llamaba Libros de la Ventura, o sea que no se me iban a caer los anillos porque la editorial la pagaba yo. Le dije a Manolo que era mejor que lo publicara él porque tenía mejor distribución que yo y que él era editor y yo no. Se lo di a las siete de la tarde y a las nueve de la mañana me dijo que se había pasado toda la noche leyendo y que era estupendo.
—Y con él has editado casi todos los diarios.
—Veintidós entregas. Y sigue siendo mi editor para otras cosas. Pero cuando llegó la pandemia, mis hijos, que son autónomos como yo, estábamos preocupados porque el parón económico fue muy grande y yo les dije que la única manera que veía que podía ayudarles era si editábamos los diarios nosotros y que había que ver si eso era viable. Mi hijo Rafael, que es ingeniero de Caminos, hizo las cuentas y dijo que sí y que nos interesaba. Es una combinación exitosa porque vendemos durante un mes en exclusiva en internet los diarios y luego otra parte se la damos a los libreros. Durante un mes se venden unos mil ejemplares que no pasan por el distribuidor, así que el dinero es íntegro. Y cuando el libro pasa ya a los libreros se hace con tres condiciones: han de hacer un pedido mínimo de cinco ejemplares y les regalamos el envío, tiene que ser previo pago y no habrá devoluciones. Nos decían que eso no iba a ser viable pero los dos libros que hemos editado así de los diarios (Quasi una fantasía y Éramos otros) se han agotado en un mes y medio, tanto en librerías como en internet.
—¿Y vais a reeditarlos?
—No, tampoco reeditamos. Porque no somos editores. No sabemos si, por ejemplo, reeditamos quinientos ejemplares vamos a vender cincuenta, nos quedaríamos con cuatrocientos cincuenta sin tener almacenes. Además, ya no nos cuadraría.
—Cuál fue el impulso inicial.
—Siempre tuve el prurito, el anhelo, la ilusión de escribir una novela, siempre he sido un lector de novelas; a mí lo que me gusta es inventarme la historia, pero me resultaba dificilísimo contar una historia así que hice un poco de trampa: las novelas tratan de las vidas, yo tengo una vida luego tenga una novela. Un poco lo de Galdós, “por donde quiera que el hombre vaya lleva consigo su novela”. Yo llevo conmigo una novela y la de las gentes que me rodean, que seguramente son gentes poco novelables, pero, me dije, voy a hacer una novela con esto. Y así fue como empecé, entrando un poco por detrás de la novela. Pero que no deja de ser una novela porque yo cuento vidas. Cuento mi vida pero cuento también mil otras vidas, mil otras historias. Y sí supe, desde el primer momento, esto, lo tenía muy claro: frente a gente cercana que me decían déjalo, la serie es ya muy larga, yo estaba convencido de que esta obra se entendería tanto más cuanto más volúmenes hubiera; que lo que daba sentido a la novela era su permanencia en el tiempo. Porque, al fin y al cabo, esta es una novela del tiempo. En este sentido tiene una cierta relación con En busca del tiempo perdido, porque es la reconstrucción de un periodo muy largo de tiempo y lo que es interesante es ver esa evolución.
—Fractal, la antología de este Salón de los Pasos Perdidos, acaba con una carta de un crítico que te decía que lo tenías que haber dejado hace tiempo.
—Dijo en una carta que lo dejara, creo que fue cuando se publicó el tomo dieciséis: ya lo has dicho, te estás repitiendo. Y yo me decía que no y que no. Incluso Miriam, mi mujer, me dijo que los acortara, que estaba viendo que me dejaba media vida en ellos porque el esfuerzo físico e intelectual es muy grande.
—¿Escribes cada día?
—Escribo cada día cuando tengo un ratito. Pero yo sé que de lo que escribo probablemente no me servirá ni la mitad. Yo escribo unas doscientas páginas de estas cada año, pero el esfuerzo enorme es que cuando las trascribo diez años después, y las novelizo en muy poco tiempo, digamos que en seis meses, de esas doscientas páginas revisadas se quedan en cien, que a su vez se reescriben y han llegado a tener hasta ochocientas. O sea que escribo en seis meses ochocientas páginas. Al mismo tiempo que escribir los artículos, los prólogos…
—O sea que de las cien páginas que han quedado de las 200 que has escrito en un año, esas cien son la masa madre, el hilo de lo que irás reconstruyendo.
—Eso. Y a veces añado cosas de nueva planta que nos sucede, que no tiene que ver nada con lo escrito, pero que me lo sugiere el texto. Es decir, los diarios tienen mucho del año en que se escribieron y mucho, casi la mayoría, del año en que se trascriben. Es una locura que yo me manejo con ella, y al que le guste que le guste.
—Es mejor no pedir opinión a nadie porque cada uno te dará la suya, si la parte urbana o la de Las Viñas o…
—Y otros prefieren la literaria, o el lado del humor, o de la sátira. O de la intimidad. Yo tenía varias ideas claras: tenía que ser de cada año, más o menos extensos y más o menos discretos. Y que contuvieran todos aquellos registros que forman mi vida; no hablo de escenarios sino de registros: serios o satíricos o sociales. Como diría Baudelaire, mi corazón al desnudo. Normalmente, en los diarios de alguien, famoso o no, predominan una especie de inclinación; los de Ruano son muy sociales, otros son más de sexo, como los de Anaïs Nin, otros son más intelectuales: los de Jiménez Lozano, que a mí me gustan mucho, son en absoluto íntimos, no cuenta nada de su vida, pero de todo lo que habla lo habla con muchísima intimidad, de un libro, de una flor, de un paseo: está dando lo mejor y lo más hondo de sí mismo; y esto es intimidad también; son unos diarios espirituales, ni siquiera intelectuales.
—¿Llevas un diario íntimo?
—No.
—En El escritor de diarios (1998, Península), te preguntas: “¿Se puede escribir un diario íntimo? Ésta es la verdadera cuestión”.
—Sí porque nada menos íntimo que un diario íntimo, esto es una paradoja que decía Unamuno. Lo más difícil de todo es dar la intimidad sin destruirla, preservar la intimidad de tal modo en la escritura que no quede rota, ni por supuesto mancillada; ni malbaratada. Yo soy un escritor que procede por intuiciones, no soy un hombre teórico; voy caminando y el instinto me lleva por un lado o por otro. Hay que entender qué es intimidad y cómo se puede compartir. La intimidad es todo, realmente; se puede hablar con intimidad de un paisaje, de un libro o de un amigo mucho más, o al mismo nivel, que contando cosas enteramente secretas. En cuanto a cómo comunicar ese encanto a los demás sin romper ese ámbito sagrado de la intimidad lo hago un poco a ciegas, no sabes muy bien si lo preservas o no. Ahora, después de tanto tiempo, sí hay cierta intimidad, como la hay en un poeta. Porque Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado también ponen su alma al desnudo.
—En algún momento de tus diarios, escribes: “Tiende uno a olvidar que un diario nunca ha sido un reflejo exacto de la vida, sino una elaboración literaria (o sea, moral) de ella, donde lo eludido es tan o más significativo que lo reflejado”: no sé si el lector tiene estas consideraciones.
—Sí. El lector de mi diario me da una cierta lástima porque se parece mucho a mí, y si ese lector es parecido a mí sí te puedo asegurar que el lector ve que eso que se le da es aquello que él más o menos ha visto de un manera confusa o entre nieblas, pero que cuando lo ve en el papel acaba diciendo: está expresando algo que yo he sentido. Y se produce una cierta comunión de ideas.
—¿Por ser los humanos más o menos lo mismo? Es decir, hablando de uno hablamos de todos.
—Ese es el propósito. El arte nos representa todo en el lado mejor; y a veces en el lado peor también: cuando leemos Las flores del mal, en ese mal también estamos nosotros. Por eso es tan importante el arte, la literatura, porque no hablamos sólo en nombre nuestro, hablamos básicamente en nombre de la vida. Es la frase que a mí me ha gustado repetir: “Jamás levantaré un falso testimonio contra la vida». Cuando yo hablo de mí mismo tengo que tener mucho cuidado porque también estoy hablando de ti. Tú y yo tenemos algo en común, la humanidad; y yo tengo la obligación de respetarla porque si no la respeto no te respeto a ti.
—¿Y qué comentar a aquellos que dicen que te repites?
—Que tienen razón. Cuando publiqué el segundo tomo, un crítico entonces muy famoso preguntó por qué había escrito un diario que era igual al anterior, qué necesidad: pues lo mismo que tengo un par de ojos y no me saco uno: con dos ojos, con dos diarios, veré mejor, y si tuviera siete vería más. Finalmente acabas repitiéndote, esto es verdad y no es verdad por aquello de que no nos bañamos dos veces en el mismo río; ni el río es el mismo, ni el agua es la misma, ni nosotros somos los mismos. Sí entiendo a quien diga que esas pequeñas variaciones le aburran, pero mi vida es lo que da de sí.
—Turno para Ramón Gaya. La última frase del documental, con guion tuyo, sobre su trayectoria (disponible en RTVE Play) es: “En vez de llegar a la maestría hay que llegar a un principio”. Otra: “Nos hacía sentir que el trabajo realizado de una manera cabal, serio, independientemente del logro, es ya un gran logro”.
—Yo conocí a Ramón cuando él tenía mi edad. Él estaba exponiendo en la Galería Multitud en 1978 y Juan Manuel Bonet tenía que hacer una entrevista o crítica para La calle y los dos habíamos estado juntos comprando libros de viejo, pasamos por la galería y allí lo conocí. Fue una especie de flechazo. Además, esa misma tarde había comprado Velázquez, pájaro solitario pero en el momento en que lo vi no había leído su libro. Al leerlo esa noche me quedé asombrado, no sonaba a nada, me pareció completamente distinto, el tono, la profundidad, la sencillez. Y ya en el 79 o así, cuando ya tenía la editorial Trieste, le pedí reeditar ese libro. Fue una amistad completa. Esta casa, con todos estos cuadros suyos, es como un santuario de él. Él nos enseñó mucho porque él no era un maestro, él hacía lo suyo y quien tuviera al lado si quería coger algo de él, pues bueno. Mi mujer, Miriam Moreno, con el tiempo hizo Filosofía y su tesis doctoral fue sobre él —Otra modernidad: Estudios sobre la obra de Ramón Gaya (2018, Pre-Textos)—.
—Qué libros te han interesado últimamente.
—Releí Don Juan Tenorio para El Mundo y ahora estoy con los diarios de Nicolás de Azara, un diplomático hermano del naturalista. Fue un liberal, un ilustrado extraordinario junto a Jovellanos y Moratín; estoy con el segundo tomo. Soy de lecturas de aluvión.
—Relecturas.
—La del Quijote es una lectura constante, pero cada cierto tiempo, cada tres o cuatro años, releo Guerra y paz, La cartuja de Parma y cada menos Recuerdos de egotismo; a Stendhal lo releo mucho. En algún momento releí a Proust, pero ya no.
—Enfrente de tu casa creo que vivió González-Ruano.
—Sí, en el número 8. Aquí nació.
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Y hablando, hablando, Trapiello me regala El arca de las palabras (2006, Fundación José Manuel Lara). “Este es un libro que escribí a lo largo de un año. Me leí el diccionario e iba escogiendo las palabras que más me gustaban y las glosaba. Luego se publicó día a día en La Vanguardia en 2005, el año del centenario de Cervantes, y es uno de los libros que más me gustan. Mira las ilustraciones de Pagola”. Por ejemplo: “No deja de ser una combinación significativa del azar que «derrota» designe a un tiempo el camino que se hace y el haber sido vencido, el marchar hacia delante y el ir de retirada despedazado”.
Y como remate, el último poema que ha terminado (Trapiello es Premio de la Crítica por su libro de poemas Acaso una verdad (1993) dos días antes de esta entrevista:
El petirrojo y tú
“De morir ahora mismo, ¿qué querría llevarme
grabado en mis pupilas,
en mi oído qué sones y qué improntas
sobre mi corazón?
Me bastaría, digo, con ese petirrrojo.
El espacio y el tiempo no existen para él.
Ni para mí tampoco si muriera
en este mismo instante.
Su entrecortado cántico celebra
que tras días de lluvia salió el sol
y tartamudo está con la alegría.
El verderón, incluso el mirlo y todos,
colores y perfumes,
se han levantado en júbilo a su aviso.
Que del mundo y mi vida
pudiera ser resumen este instante.
Y por pedir, pudiendo, pediría
también poder llevarme de recuerdo,
por si dejaran recordar allí,
a ti cortando rosas
en el jardín y ajena a mi hipocondria
(me saludas de lejos en silencio,
sonriente, no quieres distraerme).
El petirrojo y tú. Con pena sí,
pero también conforme partiría”.
(Las Viñas, 5 de noviembre de 2024)
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