Este es un libro sin raya en el centro, desmelenado de literatura y robusto en sabidurías. Madrid es una obra con muchas obras dentro, hecha de historia y de historias, de anécdotas y erudiciones. Es la biografía de una ciudad, pero pasada a través de la mirada, las impresiones y las vivencias de su autor, que le da un pulso vital y una credencial de veracidad y autenticidad que lo sacan de la mera guía o tomo de índice de calles y avenidas, y lo convierte, a la vez que un recorrido personal, en una semblanza certera y en un homenaje oportuno.
—¿Cuándo llegó por primera vez a Madrid?
—A los doce o trece años. Lo que me impresionó entonces, al venir por la carretera de La Coruña, fue que había alumbrado, farolas. Yo venía de León, un burgo más bien oscuro, donde no se gastaban esas farolas espectaculares, eran altas como jirafas. Y también recuerdo con especial impresión el túnel del Guadarrama. Tengo una imagen nítida de eso, pero sobre todo de la luz de las farolas. Y el recuerdo de un luminoso de neón, una hucha, en la que entraban sucesivamente tres monedas de oro. En León no recuerdo tampoco que hubiera esa clase de neones cinéticos. Pero la imagen más indeleble fue en un viaje posterior, cuando llegué a la Estación del Norte. Era un día frío, oscuro; después de viajar toda la noche desde León entramos mi hermano y yo en la cantina a las ocho y media o las nueve para hacer tiempo. Preguntamos al camarero dónde estaba la Plaza de España. Nos miró de una manera muy especial, compasiva, como a unos pobres catetos, quizá como lo había sido él también, y dijo: «Está aquí al lado». Recuerdo, entonces, que al salir de la estación me impresionó la Cuesta de San Vicente, tan ancha y llena de coches, ver el Palacio Real, que casi se mete encima, como si fuese la proa de un buque, en aquel día lluvioso, frío, como emergiendo de la niebla.
—Dos escritores, Umbral y Cela, vinieron buscando la fama literaria.
—No fue mi caso. En 1971 yo vine enamorado de una chica, y estaba muy lejos de pensar entonces en la fama literaria. La siguiente vez, en 1975, es cierto, ya pensaba en ser escritor, pero jamás he buscado la fama. No entraba ni entra en mi cabeza. Venía con la ilusión de escribir, pero no con la de triunfar. Esta ilusión no creo haberla tenido nunca. La de escribir un día un gran libro, en cambio, sí.
—¿No le interesa el triunfo?
—No es que no me interese, sino que no he tenido esa ilusión. Tengo la ilusión de escribir un libro, no de triunfar. Los que tienen la ilusión de triunfar, y no me refiero a estos dos escritores, la tienen incluso sin haber escrito todavía un libro. El triunfo es muy abstracto. Algunos incluso triunfan sin hacer nada, dando solo el pego. De hecho, la mayor parte de los que alcanzan la fama la pierden luego muy pronto. Esa es una ruleta muy loca.
—¿No es el signo de los tiempos? Buscar la fama…
—El triunfo es una especie de espejismo: la fama como sucedáneo de una vida más allá de la muerte. Los románticos toman por primera vez conciencia de la muerte, pero ya no tienen una fe firme y trascendente, y muchos además mueren jóvenes. Su exaltación de la vida empezó a correr pareja a la exaltación trágica de la muerte y buscaron la salvación en la fama. La encontraban romancesca y se inmolaban en el altar de los ideales para alcanzarla. Y eso ha llegado así hasta hoy, con más nitidez si cabe, porque el nuestro es un mundo infinitamente más nihilista que el suyo. A diferencia de los clásicos, que se resignan ante la muerte y lo hacían casi siempre de una manera religiosa, el romántico, y mucho más el moderno, que heredó de ellos su excesividad, se rebela contra ella. Hasta hacer de la fama algo absoluto.
—¿Y hoy?
—En nuestros días parece a veces un atajo. La vida es corta, la gente quiere llegar cuanto antes a algo que le proporcione fama, dinero, bienestar, poder, belleza… todo eso que te da la celebridad. Pero ¿qué es eso? Tenemos el ejemplo en los grafiteros que han llenado las ciudades del mundo de sus pintadas. A menudo lo que hacen es solo una firma, nada más. Empiezan su casa por el tejado. No tienen tiempo más que de firmar antes de largarse a la carrera. Yo esa celebridad, hermana de la celeridad, no la he buscado nunca. No quiero parecer un hombre humilde y que se hace el bueno, pero esa ambición por ser famoso jamás la he tenido. Respeto que otros la tengan, pero en mí no la comprendo. Hay gente que esto lo ha sentido muy vivamente. De hecho, si he podido escribir algunos libros, los de El salón de pasos perdidos, por ejemplo, ha sido justamente porque he estado en el mundo sin llamar la atención, en un rincón o a la orilla del camino. Lo principal, al menos para mí, es la ilusión de escribir un libro.
—¿Siempre ha sido así?
—A veces, en momentos de abatimiento o dificultades, he pensado que la fama me hubiera permitido vivir algo mejor y escribir en mejores condiciones. Pero acabo recordándome que no hay nada como entrar en un café y no ser reconocido por nadie, y observar a la gente y oír sus conversaciones. Lo contrario, ir por la calle y ser reconocido por todos, debe de ser un infierno. Igual que gozar de tanto prestigio literario que te has convertido en un icono, en un intocable, dándote todo lo que escribes por obra maestra. Eso debe de ser aún peor. En España hay un club restringido de escritores que cada vez que publican una novela, toda la crítica se apresura a proclamarla con toda suerte de loores: «¡Una gran obra maestra, a diferencia de su última obra, que renqueaba bastante!». Y esto lo dicen cada vez que publican algo… Yo en general he tenido más suerte, porque suelen decirme lo contrario, que el libro nuevo no es tan bueno como el anterior, ese sí era muy bueno, y eso me lo dicen con cada uno nuevo.
—Muchos de sus libros están cuajados de lecturas: el que dedicó a la generación del 98, Las armas y letras, Madrid. En sus libros se articula el conocimiento, la erudición…
—Decía Unamuno que el libro es una «tragedia del alma». Parece que todo lo que sientes y dices, cuando va a un libro, pierde la mitad de su alma. En ocasiones comento que los libros no me gustan y la gente me replica: «Hombre, no digas eso, porque tu vida está llena de ellos». Es cierto. Pero los libros que más me gustan son aquellos en los que la literatura queda en segundo término. El Quijote acaba siendo un libro en el que resulta difícil distinguir la ficción y la vida. Se entiende mejor como la biografía de un personaje real que se llama Don Quijote. Y nos parece más una biografía que una novela, porque la encontramos más viva que una novela. Incluso don Quijote nos parece más real que el propio Cervantes, del que apenas conocemos media docena de ratos. En cambio, cuántas cosas sabemos de don Quijote porque su biógrafo, Cervantes, se tomó la molestia de contárnosla. La cartuja de Parma es una novela que también está más cerca de la vida que de la literatura. Y eso que está escrita por un escritor omnisciente que entra en la mente de todos los personajes. O Guerra y paz. Son las obras las que me gustan; la poesía que me interesa está tan cerca del sentimiento que casi resulta inefable. Apenas se la puede explicar. Nos hemos de limitar a leerla y sentirla. Visto así, resulta uno un escritor bastante poco literario, y desde luego no soy nada mitómano, y muestro cierto rechazo a los cotarros de escritores, festivales literarios y demás… Me ponen un poco nervioso, igual que los literatos. Si hay que tratarlos, y estar en esos sitios, se está, pero no es lo que me pide el cuerpo; seguramente porque soy uno de ellos y los demás me ven como veo yo a la mayoría de ellos.
—Diario, novelas…
—Cada libro requiere un tono. Para decir cosas echas mano de distintas formas: poema, diario, ensayo, novela… Los libros me salen bastante híbridos, se ve que lleva uno todo eso un poco revuelto, cada persona está hecha de una mezcla de risas, lloros, memorias, olvidos, desdichas, esperanzas, ilusiones… Todo eso es el hombre, y los libros son igual. Los puedes hacer de dos maneras: buscando una obra de arte donde todo encaje y sea perfecto y esté armado, o algo que recuerde la vida. Un libro perfecto o un libro completo, perfecto e imperfecto a la vez, que decía JRJ. Cuando pasa esto último, los libros acaban saliendo un poco desorganizados, con defectos y erratas, pero muy vivos. Los libros son como las personas: unas tienen un brazo más largo que el otro, un ojo está abierto y el otro más cerrado. Si prestas atención, te das cuenta de que el rostro humano no es perfecto, no es armónico, no es una obra de arte. En la música o la literatura, antes que la perfección o el estilo, lo que busco es esa sensación de vida. Esa es la lección de Velázquez: en sus figuras no hay un contorno nítido, también aparece turbio, el semblante de los personajes, sus manos. Cuando te acercas al cuadro ves que la realidad está un poco borrosa, y eres tú quien la completas y ajustas cuando te alejas un poco.
—¿Más que el estilo?
—La vida no tiene estilo, y para mí el buen estilo literario es el que no se nota. Las vidas humanas tampoco tienen argumento. ¿Cuál es el argumento de la vida de nuestros padres? Nuestros padres tienen una vida, tienen una historia, pero no tienen argumento. ¿Y cuál es nuestro argumento? Tampoco nuestras vidas tienen un sentido, le buscamos uno cada día, pero no lo tienen prefijado. Esta es condición necesaria para ser libres. ¿Cuál es el argumento del Quijote más allá de que es un hombre que enloquece leyendo libros y sale al mundo y le pasan cosas? Cosas muchas de las cuales pasan porque sí, y otras que ya han pasado no tienen las consecuencias que podríamos suponer, si sus vidas tuvieran un sentido. Por eso es una novela muy poco novelesca. Las novelas son por definición, en cambio, el lugar donde las cosas suceden porque tienen un sentido. La ficción ha de tenerlo. En una novela todo cuadra, todo encaja. Pero en esas novelas de las que hablo, donde hay tan poca cantidad de novela, no. Yo a veces, cuando releo el Quijote, me digo: «No me extrañaría que en esta lectura pudieran pasar otras cosas, y no tendría nada de extraño que al final don Quijote no se muera y se vayan al final él y Sancho a llevar vida de pastores». Tan vivo me parece el libro.
—Pero la ficción sí tiene sentido…
—Es lo que la caracteriza. Ves una serie y todo está urdido para un final. Es verdad. Todo encaja. Pero en la vida humana casi nada encaja. Naces, vives y mueres. Hay una sucesión de hechos, pero no una lógica. Los libros que son así son los libros que me gustan. A veces se recurre a pequeños trucos que empleas como gancho. En este libro, Madrid, el señuelo es mi vida, una paradoja muy unamuniana, muy Niebla: darle sentido a un libro que lo necesita con una vida que no lo tiene. Cuando empecé a escribirlo yo sabía que son muy pocos los que leen un libro sobre una ciudad, y muchos menos los que lo terminan. Esos libros se hojean, se mirotean, se consultan, pero no suelen leerse. En parte porque a la media hora, si no eres un especialista, ya se te ha olvidado todo lo que te han contado. A mí siempre me ha gustado escribir libros que se lean, y he buscado eso, tiene uno esa fantasía. Por eso en Madrid aparece mi vida. Las vidas por lo general acaban interesándonos tanto o más que un monumento o un dato histórico. Galdós puso a Madrid siempre como telón de fondo de sus personajes. Estos entran y salen, van y vuelven por las calles de Madrid, pero el lector a quien no pierde de vista es a Fortunata o a don Evaristo Feijoo. Y eso es lo que ha tratado de hacer uno, sabiendo, no obstante, que en ese libro de Madrid, lo importante es la ciudad, pero también, un poco, mi vida en ella. Todo va mezclado.
—¿Cuál es la relación que mantiene con el estilo en su literatura?
—Yo no creo que tengo estilo literario, o lo tengo bastante corriente. Igual personalidad sí, alguna, pero procura uno que no sea demasiado egótica, y gastar lo mínimo de yo. Por lo que dices, parece que te refieres a los estilemas, en cierto modo identificables. Esos es posible que los tenga. Aunque no lo sé, me miro poco al espejo. Todos los tenemos. A menudo me acuerdo de la manera en que mi madre decía las cosas y las palabras que sólo ella empleaba para decirlas. Al final cada maestrillo tiene su librillo. Lo que trato de hacer es recoger la vida, a poder ser sin estilo. Lo importante de este libro es que vayas leyendo y no te des cuenta de cómo te lo voy contando. Madrid, mi vida, la de mis amigos, este barrio, aquel siglo, esta leyenda, aquel nombre de calle, y así con todo, poco a poco, lenta e inexorablemente, como un largo y viejo tren de mercancías. A veces lo que llaman estilo no son más que tics.
—¿Y eso está bien o mal?
—En la literatura hay tics más agradables y otros insoportables. Imagina hablar con una persona que está llena de tics en la cara. Llega un momento en que te pone nervioso. Algunos incluso se inventan estos tics, porque les parecen interesantes. Yo conocí a uno que no fumaba, pero cada vez que iban a hacerle una foto para sacarle en el periódico pedía un cigarrillo y lo encendía, porque consideraba que las volutas de humo le elegantizaban. Con el estilo literario pasa igual. Gente que cree que escribir ominoso elegantiza, un silencio ominoso, o empero. Pero no sirve de nada. Un día te traducen, y eso desaparece. Yo no sé cuál es el estilo de Homero, ni de Shakespeare ni de Tolstoi, porque los he leído traducidos. Y eso me basta. Cuando estás con una persona que realmente te interesa ni siquiera te fijas en cómo te está diciendo las cosas, sino que te las está diciendo. Decía Cervantes: «Lo que se sabe sentir se sabe decir». Y juzgar sentimientos, ¿para qué? Me gustan los libros que una vez terminados te dejan un poso de verdad, de naturalidad y sinceridad, pero no recuerdas cuál era su estilo. Recuerdas imágenes poderosas, sentimientos muy bien descritos, adjetivos precisos, meditaciones hondas, un humor ligero, y tu propia emoción al leerlos… Es lo que trata uno de hacer. Y esto alguna vez crees que lo has conseguido, pero casi siempre es que no. Siempre está uno intentando hacerlo lo mejor posible, lograr que algunas de las cosas o personas que has conocido pervivan para siempre porque te parecieron hermosas, características, interesantes, no hacer libros artísticos.
—Madrid: sufrió tres años de sitio, haber sido la sede de 40 años de dictadura, el peso de ser la capital y, encima, padeció la lacra del terrorismo. Pero es una ciudad maltratada, de la que muchos dicen cosas muy duras, aunque haya defendido hasta el final la República, sea abierta, tolerante… ¿por qué?
—Es una ciudad que tiene todas las ventajas de las ciudades grandes y todos sus inconvenientes. Ha sido capital del Estado, de la República, de la dictadura y ahora lo es de una monarquía parlamentaria, y ha sido el centro político, cultural, financiero, religioso y de todo desde 1561, y esto suscita envidias. Es natural. Las élites de las provincias y regiones se han pasado midiéndose y comparándose con Madrid desde hace doscientos años, fundamentando sus quejas y tratando de obtener parecidos beneficios de la capitalidad, sin ninguna de sus desventajas.
—Porque no todo son ventajas.
—Madrid, por ser la capital de la República, padeció tres años de sitio y bombardeos, tres años de cerco y terror: por un lado los bombardeos fascistas y por otro las checas republicanas. En otras épocas han sido pandemias, motines, invasiones, hambrunas, carestías, racionamientos, cesantías y paro, estrés, todo ello relacionado directamente con su cuantiosa población y con la administración del Estado. Dos tercios de la población hemos venido de fuera, no a triunfar, sino a ganarnos la vida. El triunfo queda lejos para mucha gente. La mayoría de la gente no viene a triunfar a Madrid, viene a vivir. Esto hace que la vida en esta ciudad sea más exigente que la de una de provincias. Lo primero que percibe una persona de fuera es eso, y por eso su primer comentario es: «No sé cómo podéis vivir aquí, con prisas, perdiendo enormes cantidades de tiempo en los traslados, con ruidos, el metro… Todo es incómodo, no te dan tiempo para nada…». Esto no lo desea nadie.
—Algunos le tienen ojeriza, de hecho.
—La madritirria o madrifobia es pueril y no se sostiene. La gente además trata de identificar Madrid con un régimen político. Lo más tonto que se ha dicho de Madrid lo dijo un poeta novísimo catalán: habló del «cielo fascista de Madrid». ¿Cómo se puede decir que hay un cielo fascista? Son los que identifican Madrid con Franco, y Franco murió hace ya cuarenta y cinco años, y es una ciudad que tiene once siglos. Estas son tonterías que la gente cursa con algún interés o propósito demagógico, casi siempre de las provincias, por usar la categoría que Ortega estableció en La redención de las provincias. A diferencia de muchas de esas provincias y regiones, principalmente la catalana y la vasca, Madrid es ciudad de sumas. Lo he dicho antes: dos de cada tres madrileños hemos venido de fuera. Aquí no hay charnegos ni maquetos, todos somos madrileños desde el primer día. El separatismo se funda sobre todo en la discriminación y en la resta, en convertir en extranjero al que era ciudadano de pleno derecho. Todo lo que se oponga a ese proyecto totalitario les pone rabiosos y te empiezan a insultar, te llaman facha, derechista, franquista, y origina en ellos el victimismo, el lloriqueo, el agravio perpetuo más o menos masoquista o sádico, según las épocas.
—Y Madrid no es así.
—Madrid, por el contrario, es una ciudad donde la gente se victima bien poco, aquí cada cual viene llorado ya de su patria chica. Con los desgarros familiares puestos. Y acaso eso sea lo que hace que el madrileño tenga un espíritu más franco y luminoso que en otras partes, porque esta parte de dolor la tiene asumida y guardada en su almario, al contrario de lo que hoy sucede en el País Vasco y Cataluña, con sus élites separatistas todo el día llorando, pordioseando y viendo qué pueden «sacarle a Madrid» después de haber robado a mansalva a sus propios paisanos. El madrileño llega aquí para hacer otras cosas, a arrimar el hombro. Unas veces le sale mejor que otras, pero pierde poco tiempo en jeremiadas. Me parece a mí. «El cielo fascista de Madrid»… Hay que tener gran cuajo para escribir eso.
—La mayoría de la gente es de fuera.
—Es una ciudad sin identidad. Su identidad es la suma de los que hemos venido de fuera. Aquí nadie te pregunta de dónde vienes, y cuando lo dices, en un arranque sentimental, «yo soy de León» o «de Ceuta», el que te oye, que puede ser gato o no, dice: «Pues muy bien, tú eres de León y yo de Albacete, bien por ti y bien por mí, pero ahora vamos a hablar de otra cosa». Por eso, en esta ciudad no hay problemas identitarios o de xenofobia. Se ha dicho que es hospitalaria… ¡Hombre! Tiene que serlo, porque precisamente se ha hecho como la conocemos porque es hospitalaria, desde 1561, cuando Felipe II, en una decisión misteriosa que nadie conoce bien, decidió que iba a ser la Corte, incluso antes, desde que Alfonso VI conquista la cuidad a los moros y se trajo de fuera nuevos moradores, cristianos, claro. En Madrid han sido de fuera hasta los moros. Vinieron de Toledo a fundarla. En Madrid todo el mundo sabe que si rasca un poco le sale un abuelo forastero. Esto da a la ciudad un carácter muy simpático, por otro lado. Aquí no hay madrileñismo neto. Baroja se reía de los vascos que decían «los vascos no datamos», dando a entender que su origen se perdía en las cavernas y los trogloditas. En Cataluña los separatistas dicen que vienen de Wifredo el Piloso. Pues hay que celebrárselo: bien por ellos. En Madrid eso no existe, la pureza no existe, y todo es de antesdeayer, como quien dice. Las esencias que se las queden otros. Hasta el chotis, la música tradicional madrileña, significa «escocés», es una danza alemana y la trajeron como en 1850, y hoy los que la bailan es con propósitos únicamente arqueológicos, sin tomárselo en serio. Esa falta de seriedad igual es un defecto. Hay que ver con qué seriedad bailan los vascos los aurreskus y los catalanes la sardana. Parece a veces que estuvieran bailando la Marcha fúnebre de Chopin. A mí me admiran.
—¿Qué dan los libros viejos que no da un libro nuevo?
—Decía Juan Ramón Jiménez que en edición diferente los libros dicen cosa distinta. Un libro viejo en una primera edición no dice lo mismo que ese libro compuesto de otra manera. La palabra «amor» en una letra romántica inglesa dice otra cosa que escrita en helvética. Lo primero que hicieron los nazis al llegar al poder fue imponer la letra gótica en todos los impresos oficiales. Las tiendas de moda de antes solían tener el rótulo escrito en una letra femenina, porque entendían que iba dirigido a una mujer; los restaurantes, no sé por qué, sobre todo los asadores, lo escriben en letra gótica, dando a entender que los corderos que te van a dar son corderos de la Edad Media. Con los libros pasa eso. Los libros, en la manera en que aparecen, indican el propósito o la falta de propósito del autor. No son igual las primeras ediciones de Antonio Machado que las de Juan Ramón Jiménez, que tienen una intención estética y vital que no poseen las de Machado. Ese pobre aliño indumentario de Machado se corresponde con sus libros, pero con Juan Ramón Jiménez es distinto. Él es un caballero español, pulcro, muy sobrio, muy elegante, muy limpio. Las novelas de Galdós realmente son muy galdosianas, porque son pobres, tienen mal papel, casi diría que son feas, pero en medio de todo, poseen la luz del Guadarrama. Es lo que sucede con Fortunata, ese personaje popular que no te puedes ni imaginar esa vida increíble que tiene detrás. Hay otros, en cambio, que solo poseen envoltura. Los ves y no tienen nada. Son filfa. Claro que tampoco hay que ponerse estupendos con estas cosas: los mejores libros los hemos leído en ediciones de un euro, en mal papel y llenos de erratas.
—¿Cómo descubrió el Rastro?
—Fue en el 78, y fue por algo puramente utilitario. Empezamos a ir juntos Juan Manuel Bonet y yo. Llevamos yendo cuarenta y dos años. Ahí es nada, que diría un castizo. Queríamos leer unos libros que ya no se encontraban en las librerías. La inmensa mayoría no estaban editados, desde Ramón Gómez de la Serna hasta Chaves Nogales o Juan Ramón Jiménez. Había un catálogo enorme de autores y libros que si no los pillabas en el Rastro perdías la esperanza de hacerte con ellos. Así fue como empezamos a ir todos los domingos, de una manera muy temprana, desde las siete y media de la mañana hasta las diez. La inmensa mayoría de nuestras bibliotecas vienen del Rastro y de los Rastros del mundo y de las librerías de segunda mano de las ciudades por las que hemos andado. La mayoría de lecturas de la gente, el 90 por ciento, corresponde con lo que se publica en los últimos 15 años, y solo dedica un cinco por ciento al resto, a los libros escritos de quince años atrás. Esto es desproporcionado. Yo intenté equilibrar esto. Entiendo que hay que leer lo contemporáneo, porque no te puedes alimentar solo con conservas, acabarías con escorbuto, cosa que sucede mucho en la universidad. Necesitamos alimentos frescos, sanos, pero también consumir proteínas afianzadas, que son los clásicos. Lo que sucede es que a veces en las librerías toda esa parte anterior no la encuentras. Eso hace que siga buscando en estos sitios. Ahora, para este libro, la inmensa mayoría de obras que he consultado son del siglo XIX y XX, ejemplares, algunos de ellos, espléndidos , pero que proceden de estas librerías de viejo.
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