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Anécdotas olímpicas

Para amenizar los Juegos Olímpicos de este año, he aquí unas cuantas anécdotas de la historia de este acontecimiento:

En los primeros juegos de la era moderna, celebrados en Atenas en 1896, la competición de sable estaba ya casi acabada cuando llegó al recinto el rey Jorge I de Grecia y su séquito. Para que el monarca pudiera disfrutar mejor del entretenimiento, el jurado decidió volver a iniciar el torneo desde el principio, lo cual alteró decisivamente muchos resultados. El principal perjudicado fue el austriaco Adolf Schmal, que habiendo ganado ya al griego Ioannis Georgiadis y al danés Holger Nielsen, perdió con ambos la segunda vez, acabando cuarto, mientras que los otros dos acababan primero y tercero. El segundo hijo del rey, como él llamado Jorge, tuvo también su influencia en estos juegos: cuando en la prueba gimnástica de anillas tres jueces votaron como ganador al alemán Hermann Weingärtner y los otros tres al griego Ioannis Mitropoulos, el voto de desempate lo dio él, inclinándose sin empacho por su compatriota, que se convirtió así en el primer campeón olímpico griego de la era moderna, en medio del entusiasmo del estadio.

El nombre de Johnny Weissmüller es (aún) muy conocido, y también las razones de su fama: haber ganado seis medallas olímpicas de natación (cinco de ellas de oro), y haber protagonizado once películas encarnando a Tarzán. Sin embargo, mucho menos conocido es el nombre de Clarence ‘Buster’ Crabbe. Celosa del éxito cinematográfico de la Metro Goldwyn Mayer con Weissmüller, la Paramount también quería una estrella olímpica, y con los juegos celebrándose en Los Ángeles en 1932, la ocasión era inmejorable. Así que se dieron una vuelta por la Villa Olímpica, seleccionaron a veinte candidatos y se los llevaron de audición al estudio. «Nos dieron un taparrabos a cada uno, nos pusieron delante de una cámara, y nadie sabía qué hacer. Luego un director llegaba y nos decía: «Toma, tira esta lanza», y tirábamos la lanza. «Toma, tira esta piedra», y cogíamos una roca de cartón y la lanzábamos, intentando que se nos marcaran bien los músculos. Luego nos volvimos a la Villa y nos olvidamos del tema». Siete días más tarde se nadó la final de 400 libres. Tras 200 metros el francés Jean Taris sacaba dos cuerpos de distancia al héroe local, Crabbe. Éste empezó a remontar, y tras dos largos más ya sólo estaba a un cuerpo de distancia. La emoción de la gente era tan grande que los espectadores y hasta los acomodadores se salieron de las gradas para acercarse a la piscina a gritar. Uno de ellos era el propio Weissmüller. Crabbe acabó su gran remontada ganando al francés por una décima. Tres días más tarde, volvieron los de la Paramount, se lo llevaron al estudio y Crabbe comenzó una carrera de actor en la que hizo de Buck Rogers, Flash Gordon… y Tarzán. Crabbe bromeaba diciendo que «esa décima de segundo debió ser lo que convenció a los productores de cine de mis dotes interpretativas». De haber perdido esa carrera, seguramente no lo hubieran fichado.

En la final de los 100 metros lisos de Estocolmo 1912 hubo nada menos que siete salidas falsas, las tres primeras causadas por el estadounidense Ralph Craig. En una de ellas él y su compatriota Donald Lippincott se pegaron la carrera entera hasta la línea de llegada sin darse cuenta de que no valía. A la octava fue la buena, y el oro fue para Craig y el bronce para Lippincott. 36 años más tarde Craig, a los 59 de edad, participó en los Juegos de Londres 1948 en vela, y también fue el abanderado de su nación. Uno de los favoritos para la final era Howard Drew, un estudiante negro de Springfield (Massachusetts) que practicaba sus sprints como parte de su trabajo: mozo de equipajes en una estación de tren. Usaba su velocidad para llegar antes que los otros empleados a los clientes con más pinta de ricos una vez que se bajaban de los vagones, y así sacar mejores propinas. Drew se lesionó un tendón al ganar su semifinal y no pudo correr la final. Tres años después, representando al equipo de la Universidad de Southern California en un meeting universitario en San Francisco, se le prohibió subir a un autobús hacia el estadio, debido a su raza, y tuvo que llegar a pie. Una vez allí, los porteros no lo dejaron pasar al no creerse que era uno de los atletas y le hicieron pagar entrada. Para cuando logró llegar a los vestuarios, su carrera ya se había celebrado.

La historia del ganador de la misma prueba en París en 1924, Harold Abrahams, se cuenta muy bien en la película Carros de fuego, pero como siempre pasa en el cine, hay algunas distorsiones: Abrahams nunca corrió alrededor del patio del Trinity College de Cambridge, ni tampoco corrió los 100 en París para redimirse de su fracaso en los 200, porque la carrera de 100 se celebró antes. Y además, aparte de ser verdad que se sentía a veces un tanto desplazado por ser judío, su mayor motivación era continuar el orgullo familiar emulando a sus dos hermanos mayores, atletas ya conocidos. Además, como muchos velocistas, también obtenía buenas marcas en salto de longitud, y se lo escogió para esa prueba, junto a los 100, 200 y 4×100. Al poco apareció una carta anónima en el Daily Express criticando tal decisión, y se le excusó de la prueba. Abrahams fue el autor de la carta. Abrahams es el ejemplo perfecto de quien ve la oportunidad de su vida y la toma. Tras su oro nunca volvió a correr al mismo nivel. Al año siguiente se lesionó el muslo saltando y se retiró por completo.

Cosmo Duff Gordon tenía 43 años cuando ganó la medalla de plata en espada por equipos junto al equipo británico en los «Juegos Intercalados» de Atenas 1906. Sin embargo, su fama proviene principalmente de algo que sucedió seis años más tarde: la noche del 15 de abril de 1912 se encontraba junto a su esposa Lucille, diseñadora de moda, a bordo del Titanic. Si ahora se espera una noble historia digna de un valeroso esgrimista olímpico, va a ser lo contrario. Como es bien sabido, varios de los botes salvavidas del barco, que se hundió tras chocar contra un iceberg, acogieron a mucha menos gente de la que podían, y en algunos casos dichos botes se negaron a acudir a rescatar al resto de náufragos a pesar de que podían haberlo hecho y así evitarles la muerte por ahogamiento y congelación. El bote de Duff Gordon fue uno de los peores casos. En él cabían 40 personas y sólo 12 subieron a bordo: él mismo, su esposa, la secretaria de ésta, siete tripulantes y dos pasajeros estadounidenses. Es más, no sólo no se aproximaron, sino que se alejaron aún más, para evitar ser vistos y llamados. Tras ser salvados por el Carpathia, Duff Gordon dio a cada uno de los siete marinos un cheque de cinco libras para que pudieran comprarse equipo y uniformes nuevos. Éstos firmaron el salvavidas de Lady Lucille, de recuerdo, y hasta se sacaron una foto de grupo. Al llegar a Nueva York, la pareja se instaló en el Ritz y dieron una fiesta con champán y caviar. Al cabo de unos días, la gente empezó a enterarse de las circunstancias del naufragio y del dinero que Duff Gordon había dado a los siete marinos, y se le acusó de soborno. La pareja se veía abucheada por la calle y muchos empleados del Ritz rehusaron atenderlos. Al poco, los Duff Gordon se volvieron a Inglaterra (por cierto, hicieron el viaje de vuelta en otro famosísimo barco, el Lusitania, que tres años más tarde fue hundido por los alemanes durante la Primera Guerra Mundial), donde se encontraron con vendedores que anunciaban sus periódicos gritando: «¡Lean sobre los Cobardes del Titanic!». Uno de los titulares era: «Cowardly baronet and his wife, who rowed away from the drowning». Menos de dos semanas después, la pareja compareció ante una investigación de la Cámara de Comercio sobre el hundimiento, a la que asistieron varios miembros de la realeza europea y la esposa del primer ministro británico, Margot Asquith. Duff Gordon fue absuelto del cargo de soborno, pero quedó claro que le preocupaba más el mareo de su esposa que la necesidad de los que se ahogaban. Preguntado si le parecía natural no pensar en rescatar a nadie, respondió que por supuesto… «aunque habría sido espléndido si se pudiera haber hecho». Su imagen de cobarde lo acompañó los últimos 19 años de su vida.

Con los Juegos Olímpicos ya en plena carrerilla como evento universal de gran importancia, la rivalidad entre Italia y Hungría, las dos principales potencias de la esgrima moderna, estaba enconándose cada vez más en los juegos de París en 1924. Italia acababa de ganar la final por equipos, y para la final individual, de doce finalistas, se clasificaron cuatro italianos y tres húngaros. Como la forma de disputarse la final era en liga todos contra todos, los húngaros sospechaban que los italianos harían trampa para que el mejor de ellos, Oreste Puliti, venciera sin problemas a los otros tres, para así acumular más puntos y tener más posibilidades de ganar el oro. Así que los jueces, instigados por el representante húngaro, Ivan Kovács, hicieron a los italianos pelear los primeros entre sí, y ocurrió que, en efecto, Puliti ganó fácilmente a sus tres compatriotas. Kovács protestó, y Puliti, airado, amenazó con humillarlo fustigándolo en público. Puliti fue descalificado por este exabrupto, y los otros tres italianos se retiraron como protesta. En su ausencia, los tres húngaros acabaron primero, tercero y cuarto. Dos días después, Puliti y Kovács se encontraron en una sala de conciertos parisina, y reiniciaron la discusión. Cuando Kovács altaneramente dijo que no entendía lo que Puliti le decía porque no hablaba italiano, éste le dio al juez un puñetazo en la cara diciendo que seguramente eso sí lo entendería. La gente que los rodeaba los separó, pero siguieron discutiendo y acabaron proponiendo un duelo formal a espada. Cuatro meses después, Puliti y Kovács se encontraron de nuevo, en Nagykanizsa, un pueblo húngaro en la frontera con Yugoslavia. Esta vez iban acompañados de padrinos, testigos, espadas y seguidores. Después de luchar durante una hora, fueron finalmente separados por los espectadores, que temían que acabaran hiriéndose seriamente. Con su honor restaurado, ambos se dieron la mano y ahí acabó todo.

El baloncesto debutó como deporte olímpico de pleno derecho en Berlín 1936. Durante muchos años el equipo estadounidense se elegía en unos trials o pruebas específicas a los que los entrenadores de los equipos universitarios (los profesionales no podían ir) enviaban a sus mejores jugadores. La mitad de la primera selección estadounidense olímpica eran miembros del equipo que ganó esos trials, el conjunto de la productora de cine Universal Pictures. La Universal dijo que no quería mandar empleados suyos a unos juegos organizados por la Alemania nazi, y amenazó con despedir a quienes viajaran. Los jugadores, uno de los cuales era judío, decidieron ir de todas formas y se pagaron el viaje jugando amistosos. Una vez empezado el torneo, la FIBA quiso prohibir la participación de jugadores que sobrepasaran el 1’90 de estatura, por considerarlo poco deportivo, pero el equipo estadounidense, que habría perdido así a tres de sus jugadores, objetó, y la regla no fue aprobada. El campeonato se celebró al aire libre, en una cancha de tenis de tierra batida y arena, rodeada por un reborde elevado de cemento. El día de la final llovió, dificultando el bote y el agarre del balón, y como consecuencia el resultado final fue de Estados Unidos 19 Canadá 8. Uno de los jugadores estadounidenses, Joe Fortenberry, uno de los de más de 1’90, metió tantos puntos él solo como todo el equipo canadiense. Las medallas (bronce para México) fueron entregadas por el mismísimo inventor del baloncesto, James Naismith.

El pentatlón moderno es una especie de abuelo centenario (debutó en los Juegos en 1912) que se resiste a morir a pesar de que se ha quedado anticuado. Su origen es bastante poético, al menos como podía entenderse en el siglo XIX. En los Juegos Olímpicos de la antigüedad el pentatlón era un conjunto de cinco pruebas destinado a buscar a un atleta / cazador / guerrero completo, y constaba de carrera, salto, lucha y lanzamientos de jabalina y disco. El fundador de los Juegos de la era moderna, el barón Pierre de Coubertin, creó una versión puesta al día, y las cinco pruebas elegidas fueron las que tendría que pasar un soldado a quien se encargara llevar un importante mensaje a su general atravesando territorio enemigo (ya he dicho que esta idea surgió en el siglo XIX): tendría que montar a caballo un trecho, usar espada y arma de fuego para escapar de sus oponentes, y tras perder el caballo, tendría que nadar y finalmente acabar su gesta corriendo campo o bosque a través. Además, el caballo tendría que ser un animal cualquiera, no uno acostumbrado a su jinete, de forma que las monturas usadas por cada participante las proveería la organización y se sortearían antes del comienzo. Como idea no deja de ser intrigante, pero siempre ha tenido muchos problemas para concitar el interés del público, ya que a menudo debe celebrarse en varios lugares diferentes acordes con las exigencias de cada prueba. Además, debido a su origen y a sus primeros participantes (todos sus ganadores hasta 1948 eran militares), a medida que el status social de los ejércitos fue decreciendo durante el siglo XX, y en algunos casos provocando rechazo, el pentatlón fue quedando arrinconado como una reliquia de otros tiempos. A esto no ayudó el que a partir de los años 50 los principales interesados en este deporte fueran escandinavos y países de la Europa comunista, a pesar de que dos medallistas de oro húngaros (los vencedores en 1964 y 1972) trabajaron activamente por la democracia en su país. Uno de ellos fue elegido parlamentario en las primeras elecciones post-comunistas y otro había sido escogido antes para liderar una red de activistas pro-democracia. Además, el formato ha cambiado con frecuencia debido a los deseos de hacerse más accesible al público, de hacer frente al dopaje y las trampas, e incluso de conseguir el planteamiento más justo posible, equilibrando todas las pruebas. Al principio se disputaba una prueba diferente cada día durante cinco consecutivos (lo cual daba un tanto al traste con la inspiración del soldado mensajero), pero otras veces se hizo en cuatro, y después solo en uno, medida que resultó en un marcado auge de público presente, a pesar de (o quizá debido a) que se tardaba unas diez horas en completarse las cinco pruebas.

El pentatlón es una fuente inagotable de anécdotas. En su debut en Estocolmo 1912, seis de los siete primeros clasificados fueron suecos, y el estadounidense que terminó quinto era George S Patton, que treinta años más tarde sería uno de los generales más famosos de la Segunda Guerra Mundial. Lo curioso es que su peor prueba fue la de tiro, en la que acabó 21º de 32 participantes. Patton dijo que esto fue porque uno de sus tiros dado como fallados había sido, al revés, tan exacto que había entrado justo por el hueco dejado en la diana por un disparo suyo anterior. No hay ninguna prueba de que esto sea cierto, pero si lo fuera, habría ganado el oro. Para la carrera final, Patton se preparó con una inyección de opio. Los cinco primeros pentatlones olímpicos estuvieron casi completamente dominados por suecos: En Amberes 1920 coparon los cuatro primeros puestos, en París 1924 los tres primeros, y tanto en Amsterdam 1928 como en Los Ángeles 1932 fueron primero, segundo y cuarto. El ganador de 1928, Sven Thofelt, ganó 12 años después, en Berlín 1936, otra medalla en esgrima, y otra más en Londres 1948. Al año siguiente fundó la Modern Pentathlon Union, que presidió durante 23 años. En 1992, cuando el pentatlón se vio amenazado con ser excluido de los Juegos, Thofelt, a sus 88 años, lo defendió públicamente como “toda una educación en sí misma, que debería servir de experiencia a todos los líderes, ya que entrena la mente tanto como el cuerpo. La equitación y la esgrima están en la mente, siendo el cuerpo solo un instrumento de ella. El tiro es una prueba de carácter, firmeza y voluntad. Solo la natación y la carrera son pruebas totalmente físicas”. En Berlín 1936 se usaron dianas con forma de silueta humana. En Londres 1948 el ganador fue el sueco William Grut, que seis meses antes, en los Juegos de Invierno de Saint Moritz, había acabado segundo en una prueba de demostración llamada “pentatlón de invierno” donde la carrera y la natación eran sustituidas por esquí de fondo y de descenso. En Helsinki 1952 llegó el primer vencedor no militar, un carpintero (inevitablemente sueco) llamado Lars Hall, que ganó gracias a dos importantes golpes de suerte: primero el caballo que le tocó en suerte estaba cojo, así que le dieron el que quedaba, que resultó ser el mejor caballo de toda Finlandia, de forma que Hall solo tuvo que preocuparse de no caerse de la silla y su montura se ocupó de todo. Dos días después, llegó 20 minutos tarde a la prueba de tiro, pero le salvó de la descalificación el hecho de que los jueces estaban ocupados resolviendo una protesta del equipo soviético. El pentatlón tiene el infame honor de ser el primer deporte olímpico donde hubo una descalificación por dopaje. Fue en México 1968, donde el sueco Hans-Gunnar Liljenvall dio positivo por alcohol, que muchos participantes usaban para calmar los nervios antes de la prueba de tiro. A pesar de decir que solo se había tomado dos cervezas, el resultado de su análisis fue bastante superior. En Múnich 1972 se descubrió en controles antidopaje que hasta 14 pentatletas habían dado positivo por tranquilizantes como el Valium y semejantes, que entonces se descubrió que también eran usados con frecuencia para calmar los nervios antes de la prueba de tiro. Esta práctica estaba prohibida por la federación de pentatlón, pero no por el COI, así que no hubo suspensiones esta vez. Sin embargo, esto acabó provocando que en Los Ángeles 1984 se hicieran las pruebas de tiro y carrera seguidas en el mismo día, para que así resultara contraproducente tomar tranquilizantes.

El pentatlón también sufrió una de las trampas más descaradas de la historia deportiva. En Montreal 1976 el soviético Borys Onyshchenko, que se retiraba tras estos Juegos, se vio favorecido por tocados de esgrima que no parecían haber hecho contacto con su oponente. Cuando esto ocurrió dos veces seguidas contra dos rivales británicos, a Onyshchenko se le retiró la espada y se descubrió que la tenía trucada para que el sistema eléctrico que se usa en esgrima registrara un tocado a su favor cuando él quisiera. Tras ser expulsado de la villa olímpica nunca se le volvió a ver fuera de la URSS, así que no se sabe cuánto tiempo llevaba usando esta trampa. Revisando sus puntuaciones anteriores, que ya eran altas, se observó un marcado aumento en ellas desde 1970. La suerte con los caballos a menudo ha sido determinante para el resultado de la prueba. En México 1968 el alemán Hans-Jürgen Todt tuvo tantos problemas con Ranchero, el corcel que le tocó, que al acabar el recorrido de obstáculos atacó físicamente al animal y tuvo que ser apartado por sus compañeros de equipo. En Barcelona 1992 se decidió colocar la prueba de equitación al final, para evitar la eliminación prematura de favoritos, pero la cosa no funcionó, y como se ha visto, a punto se estuvo de eliminar el pentatlón del programa olímpico. Y terminamos con una de esas historias demasiado enrevesadas como para ser ficción. El protagonista es el ruso Eduard Zenovka, que antes de Barcelona 92 había perdido dos títulos importantes de pentatlón debido a caídas del caballo. En Barcelona le ocurrió otra vez cuando iba líder (recordemos que esta vez la equitación iba al final) y además incurrió en una penalización extra al olvidar recoger su casco antes de continuar. Suerte tuvo de al menos lograr el bronce. Menos de un año después, en 1993, tras haber bebido, tuvo un accidente de coche en el que se mató su pasajera, la campeona del mundo de gimnasia rítmica Oksana Kostina, y en el que él perdió un riñón. En Atlanta 1996, la primera vez que se disputó el pentatlón en un solo día (se tardó casi 13 horas), Zenovka iba sexto antes de la carrera final, y durante ésta logró ponerse primero, pero a diez metros de la meta se resbaló y perdió el oro, al ser adelantado por el kazajo Aleksandr Parygin.

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