He aquí un libro extraño, y casi se diría que se trata del trabajo de una antigua profesora de alquimia que hubiera jugado a observar los cambios de color de un alma introducida en un matraz. ¿Existe la mística de laboratorio? No, no existe. Pero me interesa observar los efectos sobre el papel de quien ha llevado a cabo el extraño experimento de invocar, casi científicamente, el más allá de nuestras sensaciones, y tratar de encontrar cerebralmente su traducción en palabras.
Como primera obra, en Superficies elementales es inevitable encontrar aciertos y —no los quiero llamar así, pero una vez más: para entendernos— desaciertos, éstos últimos ligados a una voluntad profundamente reflexiva que siempre será mejor recibida en cualquier forma artística que no sea la poesía. La precisión del sentido obliga inevitablemente a una serie de limitaciones, lo que puede conllevar una rigidez en la forma derivada de la necesidad de encerrar todos los significantes sin tener en cuenta que la forma no es un instante sino una suma de elementos. A veces esa rigidez se nos aparece como una reiteración o como un exceso en la suma, como un sobrecálculo que a efectos de aerodinámica tendría el equivalente del exceso de peso en la bodega que impide alzar el vuelo. Y sin embargo, los momentos en los que es posible encontrar un hallazgo léxico, una metáfora revestida de novedad o un pensamiento inusitado son tan variados y valiosos que al menos —lo que no es poca cosa— podemos confiar como lectores en encontrar aquí y allá la sensación de que el libro no siempre tiene la tierra pegada a los pies. O, cuando menos, que camina de puntillas (como el Keats que anduvo por el “pequeño prado”):
Mi ser es aurora que ilumina la nada, pero soy nada en esa aurora. Me he perdido en las aguas y he llegado al muro del que nunca me separé. He alzado el vuelo, pero nunca he salido de mi mente. Todo lo que soy se proyecta, pero nada que proyecto me pertenece. Nada de ese muro ha nacido de mí, yo sólo incubo los partos de las pasadas formas. Ánfora de la vida que se renueva.
Aquí vemos un momento de delicada capacidad expresiva que está a punto de venirse abajo por ese error de cálculo: en una atmósfera liviana, casi sensual de tan líquida y aérea, de pronto nos topamos con un muro. ¿Qué hace ese peso aquí? Sin embargo la imagen, inexplicablemente, se resuelve: ¿no es una sorpresa sentir —da igual si ha sido por accidente— que estábamos oyendo hablar a una conciencia que rielaba en el interior de una metafórica ánfora? Grecia y mar van de la mano de esa palabra, también la aurora de los dedos rosados, y la conciencia que es esa misma aurora. Y, cómo no, Platón (y los presocráticos de las “pasadas formas”). Estos son los instantes en los que el trabajo de laboratorio se queda pasmado y desconcertado ante una intuición que no se sabe bien cómo ha burlado el cálculo intelectual, pero que desde luego viene de muy lejos.
La poesía es todo aquello que aún podemos definir —lo bello que está a un paso de ser algo terrible—, pero más allá de la poesía aguarda el territorio no de lo meramente desconocido, como decía Clara Janés, sino de lo absolutamente incognoscible, y como tal es inexpresable y por lo tanto enmudecedor. En Superficies elementales, y más allá de los pasajes que pueden considerarse claros logros estéticos, resulta interesante seguir el proceso que ha llevado a su autora a intentar encontrar una manera propia y casi épica de llegar al enmudecimiento. Tanto por el concepto (¿quién tiene hoy día el valor, las condiciones, la sensibilidad y la cultura para al menos tratar de escribir una obra semejante?) como por la belleza del pensamiento y la evidente profundidad de contenidos, su libro merece un lugar mejor que el destinado a esos ripios de la experiencia de tantos de los autores publicados —que sean realmente poetas ya es otra cosa— de su misma generación. Empezar por la conciencia, por la formación del ser, revestir el torpe plomo de polvillo de estrellas, ¿qué mejor punto de partida que ese? Y si dejamos de lado el (sorprendente) tema alquímico y nos quedamos únicamente con las metalecturas, sólo por el hecho de permitirnos jugar a descubrir entre líneas a Goethe, a Rilke, a Cirlot en sus transposiciones, y no sé realmente si por una vía directa o indirecta a María Zambrano, el poema ya da muchísimo más de lo que pide. Eso sí, acabo con una apreciación muy personal: tengo la certeza de que el camino de Marta Serrano como escritora no se encuentra tan claramente en la poesía como en el ensayo, y pocas cosas harían un mayor bien a una literatura hoy demasiado académica como un talento semejante (a mí me hace pensar en el de Clara Janés, Luce López-Baralt y Victoria Cirlot) para deambular por misteriosas profundidades.
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Autora: Marta Serrano Jiménez. Título: Superficies elementales. Editorial: Europa Ediciones. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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