Sostiene Ángeles Caballero (Madrid, 1976) que un hombre no hubiera sido capaz de escribir Los parques de atracciones también cierran (Arpa, 2023), por eso de que los varones somos más cautos, “por vergüenza, por miedo, a la hora de exponer y exponerse”. El debut literario en la distancia larga de la periodista de El País, la Cadena Ser y LaSexta va, según la web de la editorial, por su tercera edición. La historia de Manolo y Juli, sus padres, ha enganchado a una mesnada de lectores porque, tal y como cuenta a Zenda, los cuidados unen y las salas de espera de urgencias son similares en todos los sitios, olores incluidos. Conversamos en Gijón, en el marco de la Semana Negra, horas antes de que la autora llenara hasta reventar la Carpa del Encuentro.
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—Se cuenta en algunos mentideros que tiene soliviantada a la tropa de Parques Reunidos.
—(Risas) En la primera firma de libros que tuve, en la Feria del Libro de Arganzuela, llegó una señora, me miró con cara rara y me preguntó: “¿Por qué dices que los parques de atracciones también cierran? Trabajo en Parques Reunidos”. Ahí nos entró la risa. Lógicamente, no sabía quién era yo ni cuál era el argumento del libro. Le expliqué el título y me dijo: “¿Sabes qué? Me lo voy a comprar”. Debí argumentarle bien el asunto. Después, en la Feria del Libro de Madrid, también hubo gente que me dijo cosas parecidas: “Mi novia trabaja en el Parque de Atracciones, nos hemos quedado con el título del libro, y no sabíamos si era la historia que sucedía en un parque de atracciones, o de un parque que abrió y cerró…”.
—¿Cómo se enteró de que los parques de atracciones también cierran?
—Me enteré a todo pasado, con el libro ya escrito. No sabía muy bien qué título ponerle y estaba cargada de dudas y de nervios. Y, en una conversación con mi marido, como tantas otras que tengo a lo largo del día, me dijo una de estas cosas que te dicen cuando llevas mucho tiempo con alguien: “A ver, ¿tú qué quieres contar?”. “Que las personas que tenemos un carácter jaranero, divertido, también nos enfadamos a veces, nos entristecemos o no queremos hablar. ¡Coño, que los parques de atracciones también cierran!”. Y me dijo: “Ya lo tienes. Vamos a subir p’a casa”. (Risas)
—O sea, que el título tiene un punto reivindicativo…
—Hay un poco de reivindicación. No me quiero comparar con un cómico, pero es como pretender que alguien que es muy gracioso esté permanentemente en estado de chiste. Primero, se convertiría en alguien de insoportable convivencia; segundo, la gente que puede tener sentido del humor y se toma bastante a guasa la vida y a sí mismo, también tiene derecho a, de vez en cuando, decir: “Déjame”.
—Ángeles, ¿qué aprendió mientras escribía este libro?
—No sé si tanto como aprender, pero sí reconocí dos cosas. Dos cosas tremendamente buenas dentro de una historia que, como todas las historias cuyos finales acaban en la muerte, están repletas de dolor. Una: la inmensa fortuna de haber nacido en una familia en la que todos nos hemos querido mucho. Por lo menos, los componentes de ese hogar: mis padres, mi hermana y yo nos hemos querido mucho y nos lo hemos dicho muchísimas veces. Mi madre era un poco más seca en los afectos, pero mi padre era un hombre que, para haber nacido en el 32, era absolutamente tierno, de los que te abrazaba, te cogía, te decía “te quiero”, te llevaba de la mano… He tenido mucha suerte. Uno tiende a pensar que lo que se vive en su casa se vive en otras casas, y tampoco es que esté rodeada de historias cargadas de tragedia, pero me doy cuenta de que muchos de los que me rodean tienen o tuvieron una relación o un recuerdo muy diferente de sus padres. Esta ha sido una de las lecciones: el amor profundo y la risa, que ha sido el pegamento que nos ha unido.
—¿Cuál es la otra lección?
—Me he reconocido permanentemente en el privilegio. El darme cuenta de que el tema del cuidado, el poder dedicar tiempo o no al cuidado, depende muchísimo, y en exceso, de la cuenta corriente de la familia en la que recae ese tema. Yo he podido pagar una residencia privada de mi madre durante más de tres años sin que mi hermana y yo pusiéramos un duro. Eso fue por un dinero que tenía ahorrado mi padre y que no supimos de su existencia hasta que falleció. Pasamos semanas y semanas en el hospital, nos turnábamos durante el día, pero, por la noche, pagábamos cien euros a una enfermera para que estuviera con mi padre. Si hubo un año en el que fuimos a ingreso por mes, siempre por infecciones de orina, y se pasaba entre siete y diez días, pues calcula el dinero que desembolsábamos en cada ingreso: prácticamente mil euros sólo en las noches. Cuando lo piensas, dices: “Si yo he estado atropellada muchas veces con estas circunstancias, ¿qué pasará en otras casas en las que no hay, prácticamente, estas infinitas posibilidades?”. En todo este tiempo, he conocido a gente muy diferente, con unos trabajos muy precarios y unas situaciones cargadas de problemas para llegar a fin de mes, y también a gente supertop, con superempresas y supercarreras profesionales, ganando una pasta. Todos están unidos por la culpa, los mismos miedos y las mismas incertidumbres. Me ha parecido que es algo muy transversal.
—La transición de la distancia corta del artículo a la larga del libro, ¿cómo la ha llevado?
—En un principio, cuando se presentó esta propuesta, me vinieron todos los síndromes de impostora del mundo. Pensaba que iba a ser incapaz de hacerlo: yo soy mujer del folio y cuarto/folio y medio, no paso de ahí. De hecho, procuro no excederme porque empiezo a pensar en mí misma morcilleando, en plan: “Te estás enrollando, ya has dicho lo que querías decir. Deja de adornarte”. (Risas) Claro, alguien, con esa especie de austeridad a la hora de escribir… De hecho, a Pedro Vallín le dije: “No sé escribir un capítulo. Lo voy a intentar, pero no voy a saber”. Y me dijo: “No escribas capítulos. Escribe escenas”. Me funcionó esto, pensar en disparos cortos, sin excederme demasiado.
—El libro, que muestra una realidad con abrojos que afecta a mucha gente —cada vez a más gente—, ha triunfado como Los Chichos. ¿Qué le dicen los lectores?
—Hay cosas muy bonitas. Viene a lo mejor una señora y me dice: “Yo soy tú, porque llevo dos años cuidando a mi madre de noventa y dos años”. O: “Yo soy tu hermana, porque vivo a no sé cuántos kilómetros y tengo a mis padres lejos, es mi hermana la que los cuida y creo que tengo que ir más a ver a mis padres”. Luego, a veces, hay heridas que se reabren por algo que cuento en el libro.
—Por ejemplo.
—Los olores. Yo creo que hay alguien supermillonario, nivel Amancio Ortega, que vende el mismo desinfectante a todos los centros hospitalarios, centros de salud, residencias… todos huelen a lo mismo (risas). He dado muchos abrazos en las presentaciones y en las firmas. El otro día, en Pontevedra, llegó una señora. Mi madre falleció el 21 de marzo del 20. Y me dice esta mujer: “Mi madre murió el 18 de marzo del 20 en una residencia”. No hizo falta que hiciéramos nada más: solté el boli, me levanté y nos abrazamos. Ella estaba en Pontevedra y yo en Madrid, pero sentimos lo mismo: estábamos encerrados en casa y no nos pudimos despedir de ellas. Estábamos hermanadas. En la mierda, pero hermanadas. Claro, yo pensaba: “¿A quién le va a interesar la historia de Manolo y Juli?”.
—Y se encontró con que hay muchos Manolos y muchas Julis…
—Hay muchos Manolos y muchas Julis: las salas de espera de urgencias se parecen en Ciudad Real, en Vigo y en Fuenlabrada.
—¿Se imaginaba presentando Los parques de atracciones también cierran en la Semana Negra?
—Tengo una sensación maravillosa, electrizante, con un punto de adrenalina: realmente, esto me está pasando y es maravilloso. El libro habla de muchas emociones, como el dolor, la risa o el miedo, y tiene un punto de humor negro: en los momentos de gran dolor, te sale muchas veces la mayor de las risas. Hemos leído libros, hemos visto películas, y siempre hay determinados momentos en los que alguien se encarga de dotarlos de épica, y salen frases redondas, ampulosas, como en los telefilms de después de comer. Por ejemplo, en la escena cumbre, está lloviendo fuertemente y un gato da un susto a todos los espectadores, que ¡pobre gato, tú me dirás! (Risas) En este caso, me encanta contar que la última frase que dijo mi padre en el hospital antes de quedarse inconsciente fue: “Joder, ¿aquí no dan cocido?”. La enfermera le trajo la comida, dijo eso e inmediatamente, se quedó inconsciente. Entonces, que las últimas palabras de tu vida sean “joder, ¿aquí no hay cocido?”, convierten a mi padre en un tipo épico. ¡Ole tú, Manuel Caballero, que no has dicho: “Veréis cosas que os helarán la sangre…”, no! Creo que es un punto muy bonito. A veces pienso que esto me ha tocado en una rifa. Tengo la sensación de: “¿A quién le va a interesar, en la Semana Negra de Gijón, escucharme”. Y luego hay gente que viene, te reconoce, y tiene un padre al que le pasó no sé qué, y una abuela… Hay un montón de cosas que nos unen. El cuidado es un pegamento más potente que cualquier ideología.
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